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50 Años de Frente Amplio (Ideología y programa)  por Hebert Gatto

50 Años de Frente Amplio (Ideología y programa)  por Hebert Gatto
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En febrero de 1971 el Uruguay se vió inmerso en una persistente decadencia económica de larga duración mientras sus instituciones se tambaleaban ante una guerrilla revolucionaria que proclamaba como su objetivo terminar con el capitalismo. Para ella y para la generalidad de la izquierda, Blancos y Colorados, no estaban equivocados, eran un conjunto de ilusionistas que engañaban al país y sólo entregarían el poder mediante la fuerza de las armas. En ese clima de caos económico, debilitado su sistema de partidos y soportando a un Presidente políticamente irresponsable, la izquierda, asociando sus dos representantes más el apoyo inestimable de la mayoría del  movimiento sindical, fundó la coalición Frente Amplio. Aprovechaba la fatiga notoria de unos partidos tradicionales incapaces de reencontrar el camino del crecimiento, aún cuando, en términos ciudadanos, sólo representara menos de un quinto de la población del país. Seguramente la más cultivada de ella.

Cuando lo hicieron, tanto los socialistas, como los comunistas uruguayos estaban convencidos, pese a algunos rezagados, que ya no era posible acompañar el pesado trámite de las reformas paulatinas. Un periplo que habían practicado desde su fundación, medio siglo antes, pero que ahora sentían obturado. En la década anterior, un momento de renovación y tanteos,  ensayaron coaliciones y acuerdos interpartidarios, pero siempre evitaron asociar sus dos colectividades, un doloroso paso que los socialistas, desencantados de la política exterior de su vecino, satélite de la URSS, se negaban a dar  Cuando al final lo hicieron, advirtieron lo que ya sabían pero se negaban a reconocer, en los hechos ambos grupos compartían los mismos fundamentos: los unía una común adhesión al  marxismo, por entonces, luego del apagón estalinista, impulsado por la redescubierta estrategia leninista.  Sólo conjugando ambas colectividades, articulando sus estrategias, se podría potenciar su comunidad de partida. También las acercaba una poderosa certeza en la justicia de sus objetivos. Sin una izquierda unida nada era esperable en el Uruguay.

Además, a las seguridades morales se agregaba que este modo de practicar la política no lo componía meras hipótesis, siempre discutibles por su impregnación valorativa, sino preceptos científicos, avalados por una ciencia social, que según ella misma reiteraba, había alcanzado el estatus de las ciencias naturales. Ella indicaba el camino a seguir y los diferenciaba de los partidos tradicionales. Por eso, la a lucha posterior contra el militarismo conservador de la dictadura, particularmente en sus primeras fases,  no fue una tarea restauradora, tuvo objetivos refundadores.

Hoy, transcurrido medio siglo continúa siendo difícil olvidar las seguridades, esperanzas, perplejidades y angustias que por entonces rodeaban a los uruguayos. Todos en alguna medida alcanzados, incluso en el pequeño y pacífico Uruguay por el siglo XX; el siglo de las ideologías. Por más que es notorio que la mayoría de ellos se encontraban ajenos a los sueños de la izquierda, sin por eso escapar a las tensiones de una época que percibían diferente. Un sentimiento que si a todos llegaba resultaba más notorio entre las vanguardias juveniles de entonces, particularmente estudiantiles, que defendiendo la pureza de la adolescencia, rechazaban a las anteriores generaciones, mientras  se proponían como los dueños del devenir. En síntesis un tiempo de realizaciones sin restricciones, donde la revolución no era un complejísimo proceso sociopolítico plagado de sorpresas, sino una consigna embriagadora, plena de logros a nivel personal y social; una potencia generacional capaz de romper límites y prejuicios ancestrales. Tarea a la que nadie moralmente digno podía rehusarse y que la ciencia confirmaba como adecuada.

Por más, que fuera de los adeptos a la alquimia marxista y sus seguidores, nadie sabia bien cómo y cuando la misma advendría y cuáles serían sus características. La URSS y sus dominios con su enorme avance científico, era un precedente ineludible, pero, salvo para comunistas confesos, el persistente estigma del estalinismo seguía confundiendo. Por eso la aparición de Cuba se convirtió en una nueva ilusión. Aún cuando en rigor era solamente una pequeña isla caribeña que empezaba la nueva etapa, sin ninguna seguridad en las posibilidades finales de su empresa. Sólo se sabía, pero era suficiente para sus adeptos, que sus conductores eran jóvenes, barbudos e idealistas, vestían como revolucionarios y se enfrentaban, armas en mano, a los Estados Unidos. El paradigma de los imperialismos.

Sin embargo, aquella izquierda fundadora, conformada por los socialistas de Trías y los comunistas de Arizmendi, ambos de liberalismo degradado, más unos pocos anarquistas e independientes, estaba lejos, en aquellos lejanos comienzos, de consustanciarse con la democracia liberal. La practicaban, es cierto, atrapada en una disonancia cognitiva entre el hacer y el teorizar, que la acompañó durante toda su historia y que luego, la formación del Frente amplió, facilitó y confirmó. Sus partidos fundadores, jugando en ambas canchas, practicamente desde su creación reservaban al socialismo para sus promesas finalistas estampadas en sus libro canónicos mientras aplaudían el pluralismo y la defensa de los derechos individuales en su política cotidiana. Este inestable equilibrio entre práctica e ideología, aún hoy no totalmente superado, les permitió cooptar para la flamante coalición individuos y Partidos de incuestionable tradición democrática. También les facilitó promover la operación de ocultación y transformación ideológica más pronunciada de la historia del Uruguay.

En los lejanos comienzos en 1971, en el área ideologica los grupos fundadores del Frente mantuvieron intacto el marxismo como proyecto fundacional: toma revolucionaria del poder por el proletariado, teleologismo histórico y  socialismo como cúlmen del proceso. En cuanto a su programa electoral, con el que fundaron la coalición, su oferta gubernamental a corto plazo era bastante menos rupturista. Sin necesidad de abandonar el vanguardismo que los caracterizaba siguieron proponiendo estatismo, nacionalismo, regionalismo, planificación, antiimperialismo y antidependencia. Objetivos concretados mediante una reforma agraria integral, la nacionalización de la banca y del comercio exterior, el no pago de la deuda externa, la reforma tributaria, restricciones al capital extranjero y defensa del salario y los sindicatos. A todo ello agregaron la defensa de la práctica democratica.

De este modo, apelando en la fundación de la coalición al etapismo como ordenamientos cronológico de las transformaciones, desplegaron un desarrollismo implícito menos claro en su doctrina original pero que constituía una realidad en su práctica cotidiana. En el P.C.U. a partir de la llegada de Rodney Arismendi, en el P.S. (con más intermitencia), como herencia del revisionismo frugonista.  Con el Frente Amplio, el viejo “Frente Popular”, que sustituía a la anterior consigna de “clase contra clase” de la Internacional Comunista”, alcanzaba por fin concreción en el país. El gradualismo en las modificaciones sociales y la unificación de la izquierda, aún cediendo posiciones, era la necesaria transicion para llegar sin obstáculos al extenso valle de la revolución. Una revolución que ahora se aceptaba, si las condiciones lo permitían, podía alcanzarse sin violencia. Por más que tantas prudencias no convencieran a la guerrilla, que por las mismas fechas, pero con menos remilgos, prometía la definitiva derrota del mundo de ayer para fundar en el acto la nueva sociedad socialista. El mismo objetivo pero en una sola pastilla de deglución inmediata. Solo que esta vez, la historia, la porfiada y acariciada consejera, se rehusó a semejantes aventuras. Vale entonces repasar brevemente este desarrollo, desde la creación del Frente en adelante, que se desarrolló durante un lapso no menor a cuarenta años.

A partir del reestablecimiento de la democracia en el país, pasados los terribles doce años de despotismo, persecución y sangre, la izquierda, ya integrada en un frente, acentuó gradualmente su mudanza ideológica. Logró sin que se advirtiera ocultar una operación enormemente compleja: despojar de verdad y oportunidad, o en el mejor de los casos diferir para el tiempo de las utopías onírica,  a todo, absolutamente todo, lo que anteriormente había sostenido en el campo ideológico como verdad científica indubitable. Lo más extraordinario es que lo hizo sin dar razón a las críticas que se lo señalaban desde el comienzo y sin conceder razón al liberalismo político. Viró ciento ochenta grados sin confundirse con sus rivales.

Hoy, con la parcial excepción de los comunistas, algo más inhibidos en el plano de la doctrina, ostentan una nueva ideología, si tal puede llamarse, muy lejana al tupido tejido de certezas que antes la conformaban, por más que pocos han advertido el hecho o le han dado la tracendencia que conlleva. Como si ambos fundamentos, el marxismo (incluyendo parcialmente al leninismo) de su momento de gloria y el populismo de hoy, pudieran conjugarse en la actual vaguedad de sus presupuestos.

Además, esta mudanza de sus fundamentos básicos, les impuso la necesidad pero también les otorgó la ventaja, de distanciar ideología de programa. Ayudados por la dilación que impuso la dictadura, consiguieron separarlas, tanto en el plano temporal como en el conceptual, logrando que al final perdieran congruencia.

El posterior y exitoso desarrollo de la coalición es conocido. Su  oposición a la dictadura militar (la aceptó en febrero de 1973, la rechazó en junio), su franco enfrentamiento posterior de la misma y la reafirmación del pluralismo a la vista de los horrores del autoritarismo que sufrió en carne propia, fueron sus logros mayores en el plano de su política cotidiana. Salió de la misma con un historial de entereza y valentía y con una cuota de sangre que facilitó ocultar las ambiguedades con que se había movido en sus inicios.

Posteriormente entre 1985 y 1990 sus avatares internos fueron públicos, tanto el Movimiento por el Gobierno del Pueblo con Hugo Batalla a la cabeza, como el P.D.C., terminaron por retirarse frenados por la persistencia de una marxismo encubierto que, desde sus resabios teóricos, seguía presionando desde abajo sobre el programa frentista, al que impidió una y otra vez, su pleno acogimiento de la democracia, no sólo en la práctica sino en los objetivos finales, que determinados sectores de la coalición comenzaban insistentemente a reclamar. Por más que el tema, en plena recuperación de las instituciones con la colaboración táctica del Frente, no preocupara mayormente a una población distraída con la superficie de los fenómenos. Simultáneamente el movimiento Tupamaro, ideológicamente similar en sus objetivos y fundamentos al resto de la izquierda, por más que diferente en sus tácticas, ingresó a la coalición donde a la larga logró imponerse, no sin también repetir posteriormente la operación de callado cambio de piel.

La década de los noventa fue paradojal para el Frente, que, como dijimos, debió asumir la pulverización del imperio soviético sacudiendo uno a uno sus fundamentos doctrinarios. Aún cuando los mismos ya habían comenzado su despazamiento. Afortunadamente para él sus críticos internos más tenaces ya se habían retirado. En esas condiciones, superando a un oficialismo políticamente desgastado, obtuvo el gobierno de la capital del país. Un éxito nada menor para una coalición que en ese mismo momento perdía, en cruda exhibición de sus horrores, el poderoso sustento del único socialismo real sobre la tierra. Era como si el cristianismo lograra superar que se hubiera descubierto de forma irrefragable que Cristo no existió, o que Mahoma nunca pasó de un oscuro camellero.  Sin embargo, quince años más tarde, consagrado al Encuentro Progresista como sustituto mayormente liberal, conquistó el gobierno nacional. Como si, en el fondo, la desintagración soviética, hubiera colaborado con sus proyectos de largo plazo.

Lo logró, no ya asaltando a las instituciones, como prometía en los sesenta, sino como preconizaba Gramsci, aprovechando  posicionalmente el paulatino desplome de sus rivales tradicionales e imponiendo la clave de su éxito: su hegemonía cultural (primero a nivel estudiantil y pronto alcanzando las manifestaciones más refinadas de la alta cultura abandonadas por sus rivales). Con tanto éxito, particularmente en la enseñanza media y universitaria, que reescribió la historia del siglo XX. Bajo su pluma, al influjo del revisionismo, esta se transmutó en la exitosa epopeya de la izquierda uruguaya. Una victoria dirigida fundamentalmente hacia las clases medias.

Al unísono sus promesas sociales, parcialmente abandonas por los partidos tradicionales alcanzaron los sectores más postergados de las periferias urbanas. Por su lado la guerrilla, ahora frentista, fue presentada como previniendo una dictadura militar a la que al final doblegó mientras el aligerado compromiso frentista no sólo permitió a la izquierda encubrir su derrumbe ideológico, sino, en tono hazañoso, impulsar al unísono su victoria cultural, coronada por su ocupación de la abandonada estadocracia batllista.

En este clima bien puede decirse que, los últimos treinta años de la vida del país, desde los noventa cuando accede al gobierno Municipal, fue un período donde al diluir su ideología, la operación le permitió adaptar su programa a las necesidades de la administración capitalista, primero de una ciudad y luego de un país, logrando mantener, pese a desprendimientos menores, tanto el gobierno como su unidad interior. Un fenómeno complejo, de producción local, que merece reflexión por la enorme plasticidad e ingenio que practicó para conseguirlo.

Es cierto que durante ese lapso la izquierda nacional, entregó una a una sus señas de identidad, su orgullo intelectual, su pasado, e incluso su objetivo existencial, su razón ideológica de existir. Destruida su confianza en la capacidad redentora de la historia ya no pudo proclamarse clasista revolucionaria ni asegurar la necesidad indefectible del fin del capitalismo. Paulatinamente, sin estridencias,  el proletariado, los inconfundibles productores de plusvalía, como protagonista privilegiado de la mudanza civilizatoria fue sustituído por los diversos movimientos sociales: mujeres, intelectuales, estudiantes, artistas, homosexuales, travestis, desocupados, a los que se aspira hacer confluir en una corriente discursivamente unificada. Sin que importe el lugar que ocupan en la sociedad, su papel como productores, que era la razón de su papel en su transformación social. Son protagonistas del cambio en tanto su reclamación de derechos los convierte en actores revolucionarios.

De a poco, en un proceso mayormente inconciente para ellos, hacen que sus demandas sectoriales, se articulen de a una, en un demanda global de cambio social. Pasan de mujeres, intelectuales o travestis, a situarse como sectores revolucionarios generales.  Como coincidencia obligada, el Programa Frentista, para acompañarlos, rebaja su contenido, abandona las nacionalizaciones, el anti dependentismo o cualquier atisbo de socialismo (salvo las velitas de Mujica) para insistir en una primera etapa en el apoyo a la consecución de los derechos de estos agrupamientos, sin perder por eso el apoyo de los sectores más radicales. Lo mismo, en duplicado realiza el movimiento sindical, que amplía sus porteras para incluirlos en sus ahora, indiferenciados dominios. La revolución deja de ser una meta obligada para transformarse en una aspiración, un anhelo desprovisto de sus verdades científicas.

Al cabo del proceso, de sus resonantes certezas ideológicas, históricas, políticas y sociales, de todo aquello que constituía su orgullo intelectual como movimiento que conjuntaba ciencia con política, poco le queda, solo vagas promesas de utopías en el infinito y una estimable preocupación genérica por los pobres y desfavorecidos, que obviamente, destruídos sus soluciones sociohistóricos para liberarlos de tal condición, mal pueden caracterizarse como de izquierda. Más bien se confunden, aderezadas con un nuevo lenguaje, con los mensajes emotivos de gran parte de las derechas u orientaciones religiosas que también atacan la pobreza mediante la mera filantropía. Privada o estatal, no en balde ambas confluyen en el populismo.

Mediante ambas operaciones, ideológica en sus partidos y programática en la coalición, la izquierda mantuvo su magisterio político/cultural. Si bien su manejo político se mantuvo en los límites estrictos del capitalismo con toques socialdemócratas centrado en sus política, no siempre exitosas, de fomento social. Además tuvo la fortuna de gobernar en una etapa  donde, en su mayor parte, las condiciones externas le fueron inesperadamente favorables. En los primeros años, los de auge, se desplazó sin dificultades y cumplió parte de sus promesas, luego, en los últimos, perdidas sus anteriores certezas, careció de recursos conceptuales para encontrar soluciones. ¿Cuál era su modelo para la nueva centuria, fuera de soluciones keynesianas ya complicadas de aplicar a partir de los décadas finales del siglo XX.? ¿Cuál es hoy su modelo social?

Sin inversiones, apeló a lo que le quedaba en su despojado equipaje: un estado interventor, (recuérdese que antes lo disolvía), estímulo a la demanda interna, endeudamiento externo en aumento y un populismo creciente (su nuevo paradigma.) Todo ello sin recursos que lo permitieran. Sin explicaciones pasó de la clase a las tribus, de la negativa a la expropiación capitalista del trabajo a los derechos de los movimientos sociales, del monopolio de los productores asociados al mercado tutelado. Del socialismo al estatismo. Refutadas sin explicaciones las ideas que conformaban su ser, no logró revertir la crisis y se desplazó hacia un populismo filantrópico de base mercantil. Por más que su sector mayoritario siguió soñando con un semi socialismo para cuando todos estemos muertos.  Muy parecido al que recientemente  fracasó en el resto del continente. La ciudadanía, que lo advirtió, apostó por nuevos caminos.

 

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