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Bicho feo

Bicho feo
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Cuando era niño, allá en la chacra de Florida, Aurora, su abuela, se lo había advertido. Pero él lo olvidó.

El pichón ya estaba bien emplumado y entró al garaje dando saltitos, echando miradas oblicuas en todas direcciones con sus ojos brillantes de tímida curiosidad. “Se habrá caído de alguno de los plátanos de la vereda”, pensó, y le dio lástima. Si lo dejaba ahí, con seguridad, moriría. Porque lo pisaría algún auto, se lo comerían los gatos o lo mataría el hambre. Así que lo tomó entre sus dos manos, caminó hasta el amplio portón abierto, las levantó con fuerza y  le dio impulso. Como había calculado, tras un intenso aletear, logró estabilizar el vuelo. Pero, en vez de salir por el hueco lleno de luz que tenía enfrente, fue a posarse en la cortina metálica que en algún tiempo sirvió para cerrar el garaje y que, desde hacía mucho –el negocio abría las veinticuatro horas– permanecía enrollada sobre el dintel, ennegrecida por el humo de los escapes y el polvo. Allí se quedó. A pesar de que procuró espantarlo con una escoba que trajo del fondo, no hubo caso. Así que, tras varios intentos en vano, dejó el instrumento de limpieza recostado en un rincón y volvió a su trabajo.

Hacía un calor bochornoso. El aire parecía solidificarse y se negaba a entrar en los pulmones. Encima de la ciudad, las nubes iban y venían, como sin rumbo. Cada tanto, un aguacero infernal inundaba la calle. Luego, la calma, durante la cual algún rasgón en el entoldado gris oscuro del cielo dejaba ver un retacito de azul.

De vez en vez, el ave le recordaba su presencia: “¡Bicho feo, bicho feo!”.

Las horas transcurrieron sin que se diera cuenta. No tanto por la cantidad de vehículos que tuvo que estacionar o entregar, sino más bien, y sobre todo, porque su cabeza no paraba de echar números. Después de veinte años de trabajo, el patrón había decidido jubilarse y le hizo la oferta: venderle el negocio. Una oportunidad única. Además, para él, las cosas no cambiarían demasiado. En efecto, desde hacía por lo menos una década, el dueño había dejado el negocio en sus manos. Él estaba a cargo de todo y el otro nada más pasaba a fin de mes, para arreglar las cuentas. Así las cosas, solo se trataría de un traspaso de firma. “¿Pero de dónde saco la guita?”, se preguntaba. “Mi viejo me dijo que me presta diez mil y, además, puede sacar ese préstamo que les dan ahora a los jubilados; mi cuñado ya me prometió otros quince… más lo que tengo en el banco…”. Las sumas y restas se dibujaban en la pizarra de su mente, se borraban y volvían a aparecer, sin terminar de cuadrar.  “¡Bicho feo, bicho feo!”, lo distraía el pájaro. Mas, enseguida, volvía a hundirse en sus cavilaciones matemáticas.

De tardecita, como venido de ninguna parte, el viento se desató en un vendaval instantáneo y feroz.

Se quedó parado en el umbral, viendo pasar hojas, ramas, papeles y un montón de objetos no identificados en vertiginoso vuelo, entre el aullido de las alarmas de los autos estacionados junto a los cordones de la calle Maldonado transformada en un ventisquero. Cuando los vidrios de la oficina empezaron a temblar y a crujir, se asustó y se fue al fondo. Plac… Plac… Plac… Sintió sobre su cabeza y, al levantar la vista al techo de chapas, comprobó con horror que una mano invisible arrancaba de cuajo los vidrios de los tragaluces y los enviaba vaya a saber dónde.

Al otro día, la calma había regresado y un sol hermoso anunciaba la proximidad del verano. En su camino al garaje había visto con sus propios ojos parte de lo que contaban las noticias en la radio del auto. Hablaban de un tornado, de techos volados, árboles caídos, cables cortados y paredones derrumbados, entre otras calamidades.

Estacionó enfrente. Mientras cruzaba la calle, lo vio. Estaba paradito en medio de la rampa, sus plumas amarillas, negras y blancas brillaban bajo la luz de la mañana. “¡Bicho feo, bicho feo!”, lo saludó. Entonces recordó.

Manoteó la escoba que había quedado a la entrada el día anterior. El primer escobazo ya lo había matado, pero siguió dándole hasta tirarlo al medio de la calzada, con una bronca que iba más dirigida a su mala memoria que al plumífero.

“Si un benteveo se para frente a la puerta y quiere entrar, espántelo, m’hijito, es señal de mala suerte”, había sentenciado Aurora.

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