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Caminar la vereda por Andrés Berterreche

Caminar la vereda  por Andrés Berterreche
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El cerebro humano me resulta asombroso. Cómo responde a determinados estímulos llevándonos luego por ese devenir del pensamiento a recuerdos y elucubraciones.
Caminaba por las calles de un barrio obrero montevideano, y aclaro por las propias calles no por las veredas, después de uno de esos chaparrones que no pueden tener el mérito de denominarse lluvia, cuando me acordé de una situación de la infancia.
Al viejo lo enojaba que la gente en el barrio caminara por donde circulaban los vehículos y no por las veredas, por el riesgo de provocar un accidente. Sobre todo, en el barrio que por aquellos años entre la tardecita y el amanecer la oscuridad era reina, mitigada por lamparitas incandescentes de baja potencia que colgaban en las puertas de las casas solidarizándose un poco, muy poco, con los transeúntes.
El viejo sabía del barro y los obstáculos que le hacían tropezar cuando iba con su maletín a atender urgencias o pasar a controlar las rutinas. Y nunca le eran trabas a su compromiso con el barrio de donde no provenía pero que había decidido tomar como suyo.
El niño que lo acompañaba asumía que la protesta del padre era justa, y así lo tomaba como propio quejándose de la peligrosa costumbre de los vecinos de evitar la vereda.
Pero el botija creció en el barrio, en la escuela primero y después en el liceo, fue a las canchitas y a las canchas donde jugaba con sus amigos, se encontró con alguna muchacha donde conoció lo dulce del primer beso en un murito de una esquina donde las madreselvas regalaban la oscuridad y el perfume. Y entonces caminó por las calles dejando las veredas.
Y en plena adolescencia, período cuestionador de la autoridad, se levantaba la voz para enfrentar aquella queja axiomática de la supuesta inconciencia de los peatones en la calzada. El joven no explicaba, sino que blandía como estandarte el derecho de la gente a evitar una vereda destruida, pegando estocadas a la insensibilidad del referente mayor.
Lejos de ser insensible el viejo era un tipo profundamente humano y solidario. También en sus gastados zapatos y en sus manchados pantalones de saltar charquitos sabía del estado de las veredas. Por qué entonces, conociendo esa realidad no podía llegar a la simple síntesis de que a la gente no era la audacia lo que la llevaba a andar por la calle.
El veterano tenía su experiencia de cruzar la vereda para llegar a las casas y así tratar de disminuir el dolor ajeno. Pero no caminaba por esas veredas. Una vez saltado el obstáculo del barro o las baldosas faltantes o flojas volvía a su vehículo. Era eso lo que le faltaba y por lo tanto no llegaba a entender algo tan lógico. Podía tenerlo en su análisis, en su marco teórico, pero carecía del hecho vivencial que se lo demostrara.
Es raro el cerebro humano, como un chaparón y una caminata de fin de semana por nuestro ecosistema urbano nos retrotrae a estos pensamientos.
Ahora bien, como cuando el pensamiento lo dejamos con las riendas en el piso discurre de un lado al otro, todas estas referencias me llevaron a un paralelismo de la actualidad. Últimamente escucho y leo con cierto asombro análisis y certezas (ajenas) con las que me es imposible estar de acuerdo. En muchos casos de personas cercanas. Me llama la atención como se pueden quejar, metafóricamente hablando, de la gente que camina cansina por la calle. La respuesta es clara. Ellos, los de las no compartidas certezas, nunca caminan por la vereda, no conocen sus dificultades, ni vivenciaron la realidad necesaria para entender y buscan una explicación facilista.
Por eso, ante un hecho que nos interpele por no entender la reacción humana, tratemos, y me incluyo, de experimentar las causas para poderlo entender, antes de blandir como espada juicios de valor carentes de praxis. Para ello los invito a caminar por las descuajeringadas veredas.

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