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Cinemateca Uruguaya: Apostando por el futuro

Cinemateca Uruguaya: Apostando por el futuro
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“El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos”, nos recuerda Pablo Milanés en una de sus emblemáticas canciones, y sin embargo ese leitmotiv, válido y certero en sí mismo, no lo es para la realidad y el espíritu de Cinemateca Uruguaya. En sus 66 años de vida la institución pasó por muchos cambios internos y de los otros, los que llegan por los barquinazos sociales y políticos del país. Sin embargo, nunca Cinemateca experimentó una instancia de cambios tan radical como la que transita por estos días. Confieso que no me resulta fácil redactar esta nota, después de haberme emocionado tanto con la que el sábado 24 de noviembre publicó el colega Fernán Cisnero en El País. La honda y genuina nostalgia que se desprende de ese texto me obliga a bajar un momento de mi diario quehacer, echar a andar los recuerdos y comulgar con todo aquello que Fernán y cualquier cinematequero de ley puede haber experimentado en la institución.

El sábado 16 de julio de 1977 fue una fecha capital en mi existencia. Ese día asistí por primera vez a una función en una sala de Cinemateca Uruguaya. El manjar era Roma, ciudad abierta de Roberto Rossellini, en el Estudio Uno de la calle Camacuá. Hay un antes y un después de esa fecha en mi visión de la vida y en mi relación con el cine, porque allí descubrí que mi pasión desbordante, que había nacido el día que cumplí seis años, adolecía de carencias. Que eran lógicas, claro, ya que formaban parte de las reglas de distribución impuestas por el imperativo comercial del mercado rioplatense del cine. Con alguna rara excepción mi consumo masivo se había limitado a películas llegadas de Hollywood. Sin embargo a los 18 años de edad (1977) había quedado impactado por la exhibición comercial de Cría cuervos, Furtivos y Cuerno de cabra. Allí descubrí que había un cine que poseía un empeño creativo mayor al que a diario ofrecía el emporio del cine yanqui, e intuí que su alejamiento del circuito comercial seguramente se debiera a su peculiaridad, y no me equivoqué. La programación de Cinemateca ampliaría mi acceso al cine mundial de manera rápida, insospechada y gratificante. Cuando llegué a la institución no podía adivinar que cuatro décadas más tarde sería mi segunda casa, o una suerte de rezongona mamá con la cual cada tanto uno puede y debe pelearse, pero sin olvidar que a ella debemos lo que somos, sobre todo porque no llegué a Cinemateca en cualquier momento. Lo hice en medio de un panorama político desolador, por lo que afiliarse implicaba una sorda pero activa resistencia a la dictadura.

Fundada un cuarto de siglo antes, a partir de 1977 la institución comenzó a movilizar un público masivo que poco después terminaría convirtiéndola en pilar básico de la cultura nacional. Por entonces sucedía algo que pude percibir ya en aquella primera función en Estudio Uno: la gente iba a reunirse por amor al cine, pero también porque no podía hacerlo en un comité de base o en la esquina de su casa. En esos años, cuando Cinemateca proyectaba ciclos sobre la guerra civil española o el fascismo italiano, el socio terminaba compartiendo un acto eminentemente político con quien estaba sentado al lado. Lo hacía sin hablar, pero con convicción, y algunas veces llegó a escucharse un aplauso valiente al final de alguna función medianamente subversiva. Eran reuniones de gente de toda edad, de hombres y mujeres que sabían leer entre líneas, y reconocían en ciclos dedicados al católico Rossellini o al aristócrata marxista Visconti la oportunidad inmejorable de denunciar la opresión y la falta de libertad del régimen. De ahí el carácter esencialmente militante que identificó a los socios de Cinemateca (y que en cierta forma no ha dejado de distinguirlos hasta hoy), porque en esas ocasiones ir al cine era como asistir a un mitin prohibido. Quien pase por alto ese dato no entenderá la verdadera importancia que tuvo Cinemateca para toda una generación. Captarán, por supuesto, la parte del espectro que tiene que ver con un ambiente cinéfilo e intelectual, pero ignorarán la verdadera raíz de una relación mucho más compleja, que trasciende la pantalla y se proyecta a zonas más urgentes y difíciles de dominar: las de una genuina pasión por el cine y la resistencia. O, mejor dicho, la pasión por la resistencia del cine.

Y ahora la institución cerró sus viejas salas y apuesta por el futuro mediante la apertura de nuevos y modernos locales. Es lógico que los que aún tenemos algunas canas que peinar sintamos nostalgia por el cierre de la sede de Carnelli, que antes supo ser la Fonoplatea de Carve, o de la Cinemateca 18, que primero fue teatro y a partir de 1959 el cuarto cine más grande del Uruguay, o del añejo Pocitos, que con sus 98 años termina siendo la sala de cine activa más longeva del país. Sin embargo, lo que importa ahora es acompañar a Cinemateca en su vida futura, la que arranca la próxima semana al abrir las puertas de su nueva sede, ubicada en Bartolomé Mitre y Reconquista, junto al nuevo edificio de CAF, a espaldas del Teatro Solís. Allí habrá tres salas con capacidad para 400 butacas, en las que se exhibirán estrenos y ciclos de repertorio, ya que una de esas salas permite proyectar películas de 35 mm. Así Cinemateca logra el milagro de repasar lo viejo con la tecnología más moderna, dándole sentido al cambio, ya que eso da nueva vigencia a la conservación del archivo de más de 20.000 títulos que posee la institución. Renovarse es vivir, y estamos tranquilos porque Cinemateca siempre ha sabido hacerlo.

 

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Amilcar Nochetti Tiene 58 años. Ha sido colaborador del suplemento Cultural de El País y que desde 1977 ha estado vinculado de muy diversas formas a Cinemateca Uruguaya. Tiene publicado el libro "Un viaje en celuloide: los andenes de mi memoria" (Ediciones de la Plaza) y en breve va a publicar su segundo libro, "Seis rostros para matar: una historia de James Bond".