Home Reflexion Semanal ¿Comerse al caníbal para combatir el canibalismo?

¿Comerse al caníbal para combatir el canibalismo?

¿Comerse al caníbal para combatir el canibalismo?
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Ardió la opinión pública con la detención y golpiza por parte de un grupo de vecinos de Toledo  a un delincuente que robó una pollería. El incidente fue filmado y se volvió viral en las redes sociales que una vez más mostraron la grieta que existe en nuestra sociedad por el tema de la seguridad pública. ¿Estamos al borde de que se acepte la justicia por mano propia? ¿Es esto el anuncio de linchamientos en un futuro próximo, como los que se han visto en países de la región? ¿El ser víctima  justifica la violencia contra el agresor? ¿Cuál es el estado emocional de una parte de la sociedad para reaccionar con semejante brutalidad ante el rapiñero ya reducido y aplaudir estas acciones? ¿Hay un fogoneo mediático para que crezca la sensación de indefensión y se reaccione de ese modo? ¿Influyen los actores sociales que muestran armas o alientan el armarse como método de defenderse? ¿Es la inacción policíal el motivo de que sucedan estos hechos? ¿Sirven los grupos de vecinos en alerta para hacer proselitismo político? ¿Surgirán justicieros uruguayos?

 

Caldo de cultivo muy peligroso por Gonzalo Abella

En vísperas del golpe de estado de 1973 trabajaba en los medios uruguayos un periodista argentino que se llamaba Augusto Bonardo. Comentó cierta vez que en Buenos Aires había tenido dos vecinos, ambos muy trabajadores,  ambos buenos esposos y padres, pero que uno se definía como “de izquierda” y el otro era claramente de derecha. “Con ellos comprendí”, decía el periodista, “lo que significan ambos conceptos para la gente sencilla que no está inmersa en la lucha social, y separo de ambos términos su verdadero significado en cuanto a políticas públicas. Un “derechista” del pueblo, quiere el mejor mundo para sus hijos, ve la inseguridad a su alrededor y clama por alguien que ponga orden; un “izquierdista” quiere el mejor mundo para sus hijos, ve mucha injusticia a su alrededor y quiere que alguien ponga justicia”.

Siendo yo muy joven, esta reflexión me ayudó a separar los proyectos represores y opresores de la gente sencilla que por un tiempo los apoya. Los partidos reaccionarios, como el “de la gente”  operan sobre el miedo de la gente sencilla, cuya profunda sabiduría popular no la hace automáticamente experta politóloga. Justifican los excesos populares como legitimadores para sus propios proyectos represivos, que en última instancia no caerán sobre el delincuente común sino contra el pueblo organizado.

Por otra parte, la socialdemocracia claudicante “tipo FA” hace énfasis en los derechos humanos en el papel, y condena la desesperación de los vecinos que quieren actuar por sí mismos, mientras habilita los mecanismos de espionaje ciudadano que el ojo extranjero le exige y hacina en las cárceles a personas que al salir reincidirán en un 70%.

Un tecnócrata del Gobierno, que vive en un barrio con seguridad privada, conversaba con una cajera de supermercado, que sale a las 22 horas, que debe dar un rodeo para que no la muerda el perro de un vecino que tiene tanto miedo como ella,  que debe pasar por una plaza oscura donde paga peaje para que no la violen. Le decía que era muy malo tomar la justicia por mano propia.

Y oí a algún intelectual que decía, correctamente a mi juicio, que mucho más que los ladrones de la calle, robaron algunos jerarcas en los ministerios.  “Usted debe tener razón” le objetó un vecino; “pero no creo que un jerarca del ministerio esté esperando  a mi mujer en las sombras para arrastrarla y sacarle la cartera”.

En América latina la preocupación ciudadana ha sido aprovechada muchas veces por paramilitares y gobernantes de extrema derecha para organizar “rondas vecinales” que terminan, como en Colombia, delatando y hasta enfrentando a los luchadores del pueblo por la libertad. En otros casos, como en algunas aldeas de México, funciona una auténtica justicia paralela popular que contrarresta la corrupción sin límites de la policía.

En nuestra Unidad Popular sabemos que el tema es complejo y el miedo y la desesperanza están instalados, lo cual es un caldo de cultivo muy peligroso. Sí podemos decir que, en esta situación tan dura,  cuanto más organizado está un barrio más seguro se vuelve. Las mujeres juegan el papel protagónico en la protección vecinal mutua. Claro, si hubiera más trabajo estable, la violencia disminuiría; pero para  recuperar la esperanza, incluyendo la de los ciudadanos hoy privados de libertad, todos saben lo que se debe hacer, pero se necesitan más recursos financieros.

¿Más plata? La UP propone algunas fuentes de recursos. Por ejemplo: el impuesto al activo de los  bancos privados  generaba, hasta el 2007, unos 90 millones de dólares al año. En el 2007 Astori abolió ese impuesto. Si hoy lo reimplantáramos, y lo extendiéramos  a las redes de cobranzas, en tiempos de bancarización obligatoria,  tendríamos una cifra más que interesante. Con un destino adecuado, quizás  ya no fueran necesarias tantas cámaras de vigilancia que, por cierto, no protegen a los pobres. No hay problemas aislados; hay frases huecas y definiciones políticas llenas de contenido.

Una reacción desesperada por Guillermo Maciel

 

Asistimos a un escenario de un gobierno fallido, con un Estado ausente que parecería que desertó de sus obligaciones. Que colapso frente a una delincuencia que se impone impunemente. Frente a ello, los ciudadanos cuando pensaban que nada más los podía sorprender, un hecho delictual nuevo los asombra. Y mientras las autoridades anuncian que se van a hacer cambios, todos los días matan a alguien, roban y rapiñan. A lo que se suma la inmensa insensibilidad para con las víctimas, impasibles y con indiferencia frente a una inseguridad que genera dolor e impotencia, que destruye familias, que viola los DD.HH. Se olvidan que víctima y victimario no son iguales. Uno salió a estudiar, trabajar, a realizar sus tareas, el otro a robar, lesionar, matar.  Cada ser humano es un ensayo único e irrepetible de la naturaleza. Un ser irremplazable. Pero hoy para un delincuente un ciudadano no vale más que los bienes materiales y para el gobierno, el lugar que ocupa ese ser humano es un dato en una estadística. La actual anomia del Estado en seguridad pública se torna entonces intolerable.

Frente a ello, comienzan a multiplicarse en nuestro país arrestos ciudadanos y patrullajes vecinales. A estas modalidades se suman más de 70 mil vecinos organizados como “Vecinos Alertas”. Estas nuevas prácticas son una reacción desesperada y espontánea de la sociedad, que denotan un sentimiento de angustia, indefensión, orfandad y hasta de una «sensación» de hastío con el incremento de la delincuencia. Se trata de ciudadanos cansados de padecer la inseguridad que imponen los delincuentes. Y que se constituyen para protegerse, prevenir, disuadir, y hasta para recupera espacios. De personas que se organizan para cumplir una función que el Estado no cumple: dar seguridad. Pero todo esto conlleva graves riesgos. Además del peligro que implica esta modalidad de que un particular, con uso de la fuerza detenga a otra persona a la cual se enfrenta, con un desenlace incierto y con posibilidades de lesiones o heridas para ambas partes, se corre también el riesgo de caer en  algún tipo de delito. Y se suma a ello, desde la falta de capacitación y entrenamiento para una tarea de alto riesgo, como las derivaciones de un eventual enfrentamiento con delincuentes, hoy generalmente armados y dispuestos a todo, hasta las consecuencias de lesiones o incluso pérdida de vidas. El reto de patrullar y velar por la seguridad del barrio no es tarea sencilla para los vecinos. Aparte del factor riego, implica un gran esfuerzo, tiempo, dinero, rondas nocturnas y sacrificio de los vecinos. El corolario, es que no debe perderse de vista que quien debe brindarnos seguridad es el Estado. Es su deber constitucional y su responsabilidad para con los ciudadanos.

 

 

Recién empieza por José Luis Perera

 

Tres de cada 10 colombianos toman la justicia por mano propia vengándose de su agresor antes de denunciar. Esa es la principal conclusión de una reciente investigación de la Facultad de Derecho de la Universidad Libre. La “ley del talión” es ya una cuestión del día a día en ese país; solo en Bogotá el 64% de las personas justifican el uso de la violencia en defensa propia, y se registra un muerto por estos hechos cada tres días; entre 2014 y 2017 cerca de 300 personas fallecieron por linchamiento.

En septiembre de 2016 Clarín daba cuenta de que se registraba un hecho de esa naturaleza por semana en Argentina.

Y desde luego, nosotros no somos una isla, y las luces amarillas hace rato se encendieron.

Es preciso decirlo con todas las letras: La justicia por mano propia es inadmisible; significa un retroceso de siglos para la vida en sociedad, aceptar la ley de la selva, y remplazar la justicia por la revancha y la venganza.

El ojo por ojo, siglos atrás, era la forma de hacer justicia. Hoy en día, es el método que aplican las mafias y los narcotraficantes; jamás puede ser el método de la gente común y corriente.

Lo que estamos viendo aquí y en todos lados es también un muy fuerte llamado de atención. Estas conductas irracionales -que por otra parte son también delictivas- suelen crecer al amparo de un Estado que no da las respuestas adecuadas al crecimiento de la inseguridad, sea esta real o amplificada por los medios, que también juegan su cuota parte. Son muchos los derechos vulnerados cuando los vecinos toman en sus manos la justicia; derechos que debiera garantizar el Estado; sin embargo, éste falla tremendamente en dicho propósito y la sociedad, como cualquier ser viviente, al sentirse indefensa reacciona, la mayoría de las veces de manera violenta. Lo decía Voltaire: “Los pueblos a quienes no se hace justicia se la toman por sí mismos más tarde o más temprano”.

Si a la ineficacia del Estado para proteger a sus ciudadanos, le agregamos una violencia cada día más instalada, en donde nadie es capaz de pensar por un momento antes de actuar de acuerdo a los pulsos de la sangre, tenemos un cóctel realmente explosivo y una situación pronta a escaparse de las manos.

Por cierto, no se puede responsabilizar exclusivamente a este gobierno de la situación a la que estamos llegando. No en vano pasaron once años de dictadura, veinte de neoliberalismo puro y duro (los del sálvese quien pueda) y trece de progresismo sin ideas (la falta de ideas es tan grande como la incapacidad para aplicar las pocas que se tienen), todos ellos atravesados por un par de denominadores comunes: el profundo deterioro de la educación y la impunidad. Pero es a quienes gobiernan hoy a quienes corresponde empezar a revertir el estado de cosas antes de que la marea nos tape.

Lo dijo Hoenir Sarthou hace un mes atrás en un artículo sobre este mismo tema: “el problema al que me refiero no ha hecho más que empezar”, y así parece ser.

 

Luz, cámara… por Leo Pintos

Desde hace algún tiempo algo cambió en Uruguay. Pasamos del discurso del miedo al del odio. El modelo comunicacional también ha mutado. Los medios tradicionales intentan competir con los digitales corriéndolos de atrás, sin otra alternativa que desechar la investigación en favor de la inmediatez con la viralidad entre ceja y ceja. Y sabido es que la viralidad y el rigor periodístico son incompatibles. Por ello es que las desgracias son convertidas en un show mediático. Las redes sociales han traído una nueva forma de consumir las noticias, donde el debate se reduce al mero impacto de los hechos, nunca a la reflexión. Ahora queda bien posicionarse un paso más allá de la empatía, y ya no alcanza con solidarizarse y ofrecer ayuda; hemos parido la sociedad de la indignación, en la que se sale a buscar venganza palo y antorcha en mano, y si hay cámaras mejor.

Hay varias cosas que estamos haciendo mal, pero el mayor error es definir cuáles son nuestras prioridades como país. Porque cuando hay inundaciones en Uruguay, según quien gobierne, la culpa es de la gente o del gobierno. La inundación es la misma, los culpables no. Y eso se aplica a la seguridad. Llevamos décadas de abandono absoluto, de dejación de funciones por parte del Estado y hoy estamos pagando las consecuencias (para muestra: Los Palomares de Casavalle). La sociedad que fuimos define la que seremos, y esto es lo que somos. Nuestra autocomplacencia nos hizo creer que éramos distintos al resto de Latinoamérica, hasta que la bomba nos estalló en las manos. Sabido es que lo verdaderamente efectivo no es esperar a tener un problema para pensar soluciones sino saber anticiparse y, definitivamente, ese nunca fue nuestro fuerte. Es esa impericia crónica la que nos hace encarar asuntos sociales urgentes como si fueran problemas de seguridad. El Frente Amplio tomó el país en ruinas y se perdió la oportunidad histórica de hundir el bisturí a fondo en lo social construyendo viviendas, generando fuentes de empleo genuinas, encarando políticas carcelarias distintas. En resumen, dejar de hacer lo de siempre. Ahora dicen, los que vienen espesando el ambiente durante años, que el ambiente está muy espeso. La situación de la seguridad en el país está siendo fértil para las promesas de los demagogos y aunque todos sabemos que son efímeras, para cuando nos demos cuenta puede ser demasiado tarde. Una vez que hayamos sacado los militares a la calle, que hayamos instalado cámaras en cada metro cuadrado y que hayamos construido decenas de nuevas cárceles se hará patente la poca relación que todo esto tiene con las verdaderas causas de la violencia. Nadie pretende que nos quedemos cruzados de brazos ante la delincuencia, y se requiere utilizar la fuerza cuándo y cómo corresponda, y aplicar todo el peso de la ley. Y hasta es entendible una reacción espontánea violenta ante un acto delictivo. Lo que no se justifica —nunca— es convertirse en lo que se pretende combatir. Mucho me temo que lo sucedido en Casarino recién empieza, porque no es Uruguay el que cambió, cambió el mundo.

 

Con Estado ausente se instala el caos por Max Sapolinski

Si bien en algunos países todavía existen resabios de la Ley del Talión, parece lógico asumir que en países donde prevalezca un sistema jurídico moderno en el marco de un sistema democrático, las antiquísimas costumbres que impliquen ejercer la justicia por mano propia debieran ser definitivamente erradicadas.

Al decir de Mahatma Gandhi: “Ojo por ojo y todo el mundo se queda ciego”

Por eso, los últimos sucesos acaecidos en Toledo provocan un desconcierto generalizado encuadrado en una contradicción que se está instalando en nuestra sociedad: por un lado, la impotencia que se experimenta ante el avance incontenible de la violencia y el delito, por el otro, la necesidad de cuidar los valores de la justicia y el derecho como elementos que rijan nuestra vida en convivencia.

La reacción de los vecinos de Toledo ponen de manifiesto el sentir de la población y llaman a la responsabilidad a autoridades y referentes. No por condenables, dejan de ser entendibles las acciones de individuos que están viendo colmada su capacidad de resistencia a un medio hostil, violento y delictivo que no les deja desarrollar una vida apacible dedicada al trabajo, sus ocupaciones y sus familias.

Parece mentira, que el gobierno, que es tan afín a explicar el incremento de la delincuencia en base a problemas de índole social, justificando de esa manera su incapacidad de gestionar un sistema acorde a las necesidades modernas de la sociedad, no se dé cuenta que si no ofrece garantías a su gestión en dicho campo, se corre el peligro de convertir a la otrora pacífica sociedad uruguaya en una selva donde los delincuentes actúan y los damnificados reaccionan delinquiendo al hacer justicia por mano propia.

Cuando el Estado está ausente y no ejerce sus obligaciones, el caos se instala. El espiral de violencia se retroalimenta con delincuentes cada vez más confiados, vecinos que se sienten abandonados a su suerte que optan por actuar sustituyendo a los legítimos protagonistas y actores públicos que demostrando una gran irresponsabilidad hacen ostentación del uso de las armas.

Para comenzar a cambiar el estado de ánimo de la población basado en la sensación de indefensión y abandono, el Estado está obligado a cobijar a los ciudadanos como el padre que protege a su hijo.

La reparación de los aspectos esenciales de la vida en comunidad que permitan comenzar el arduo camino de corregir el deterioro de la educación y revertir el incremento de la delincuencia, tienen que tener, sin lugar a dudas señales claras de que las autoridades competentes no dejan en un estado de orfandad total a la población que busca solamente vivir en paz. Si esas señales no empiezan a mostrarse, el episodio de Toledo puede ser el preámbulo de tiempos oscuros. Esperemos que la responsabilidad se imponga.

 

El alma y otros asuntos del Estado  por Fernando Pioli

 

La necesidad de una comunidad o grupo de personas de hacer justicia por mano propia, es decir, de saltarse el orden jurídico, tiene su explicación en la ausencia de una red de confianza en la norma y en su cumplimiento.

Ya en la antigüedad Heráclito se había encargado de recordar que una ciudad debe luchar por su ley incluso con más fuerza que por su muralla. Nos advertía, el pensador de Éfeso, por la gravedad de que las personas actuasen como si sólo existiese su parecer personal, sin meditar sobre la existencia de una lógica que ordena la convivencia en la polis y que debe ser comprendida y aceptada por los individuos. Es que una ciudad sin ley es una ciudad débil, una ciudad sin unidad, una ciudad sin alma. Las leyes son el alma de un Estado.

Así como el alma es lo que mantiene la unidad de las partes de una persona, la ley es lo que mantiene la unidad de las partes de un Estado. Un Estado que no puede vivir según su ley es un Estado que agoniza.

El hecho que trascendió hace unos días, en el cual un ladrón es perseguido, apresado y torturado antes de ser rescatado por la policía es una prueba de aquello que deshilacha la vida política, la pérdida de la ciudadanía. Las razones para este fenómeno son varias y nunca simples, razones todas que se mezclan y confunden hasta formar una tormenta de locura alienante.

Seguramente interviene la manija mediática de actores políticos, junto a ella los intereses sensacionalistas de la prensa y otros asuntos por el estilo. Sin embargo sería de una deshonestidad con nuestra propia inteligencia reducir el fenómeno a causas casi exclusivamente diabólicas de individuos interesados en favorecer el mal para beneficiar su propios intereses.

Interviene acá una sensación instalada en el tejido social, que se nutre de experiencias reales que le dan dimensión material (no sólo imaginaria) a la percepción de violencia de la delincuencia y a aquello que se percibe como inacción de las autoridades. Esta sensación quiebra la confianza en las instituciones para responder a los hechos y favorece la búsqueda de los caminos particulares y al margen de la ley, más inciertos y menos confiables. No necesitamos ser muy despiertos para comprender lo peligroso de esto, que puede terminar con una muerte, e incluso en el peor de los casos, con una muerte inocente.

El gobierno se encuentra ahora, en este y en otros temas, con que se agotó el discurso voluntarista, prejuicioso y acientífico con el que trató de resolverlos durante años. Es hora de enfrentar los hechos con conocimiento real y humanismo, no con frases hechas. Por que si no van a llegar las soluciones de ya sabemos quiénes, y esas sí que van a doler.

 

 

 

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