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Corrupción por Hoenir Sarthou

Corrupción por Hoenir Sarthou
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La corrupción, aunque es vieja como el mundo, se ha convertido en los últimos años en figura estelar del paisaje político mundial.

No es sólo que muchos presidentes sean enjuiciados e incluso encarcelados al terminar su período de gobierno, ni que los debates políticos consistan cada vez más en enrostrarle actos de corrupción a los rivales y en recibir acusaciones similares. Las ciencias sociales y la literatura de los organismos internacionales dedican estudios y espacios crecientes a la categoría “corrupción”, terminando por transformarla en un aspecto central de la política.

Aun en los estudios académicos, se suele asociar la idea de corrupción al cobro de coimas, la malversación de fondos públicos, el tráfico de influencias y la asociación del gobernante con intereses particulares.  Con ese criterio, curiosamente, un gobernante puede transgredir disposiciones constitucionales, endeudar a su país, entregar la economía y la legislación a empresas inversoras, permitir la destrucción de recursos naturales irrecuperables, condenar a la miseria a miles de sus compatriotas y someter la dignidad de la sociedad a la que gobierna, sin ser considerado corrupto. En tanto no se pruebe que se embolsó un precio contante y sonante por su gestión, no se lo considerará corrupto. No lo considerarán corrupto los organismos internacionales ni los cientistas sociales, ni, por supuesto, los tribunales.

De modo que buena parte de la actividad política, e incluso del estudio técnico de la actividad política, consiste en andar a la caza de corruptos, es decir de políticos y gobernantes que reciben o se apropian de sumas indebidas.

¿Por qué este papel protagónico de la corrupción, de las denuncias de corrupción y hasta de la categoría teórica “corrupción”?

En un mundo en que, con presión y respaldo financiero de los organismos internacionales, se impone un modelo económico y social prefabricado, en el que las políticas, las leyes, los conceptos ideológicos, los discursos y hasta los jingles publicitarios se reproducen casi calcados sin importar el país del que se trate, la política, en sentido profundo, tiene poco para hacer.

Si todos los candidatos están dispuestos a promover la inversión extranjera, a desregular la economía, a mantener políticas sociales asistencialistas, a impulsar políticas “de género” y a consagrar nuevas “agendas de derechos”, ¿qué espacio real queda para la discusión política de fondo? ¿En qué asunto sustancial podrían discrepar los distintos candidatos y partidos?

Entonces, la corrupción viene en auxilio de la política convencional. Si no puedo cuestionar las políticas de mi rival, ni proponer otro modelo económico, legislativo, social o educativo, ¿qué me queda por hacer? Sí, claro: acusarlo de corrupto. Convertirme en detective de sus actos para denunciarlo y “desbancarlo” frente a los votantes.

Así, la política, más que un debate de ideas se transforma en discusión casi de comisaría. “Fulanito (que es de los tuyos) se robó aquello”; “¿Y qué me decís a mí, si Menganito (que es de los otros) coimeó con tal otra cosa”?  Un hermoso conventillo en que no es necesario pensar nada ni proponer nada.  El mensaje para los electores es claro: “vótenme a mí que pienso lo mismo que el que gobierna ahora, pero soy más honesto y eficiente”.

Pero, ojo, las denuncias también tienen límite. Es válido denunciar si el que gobierna se queda con un vuelto sin permiso. Pero no es válido denunciar si el que gobierna entrega o destruye al país asesorado y financiado por inversores y organismos internacionales, en aras del “desarrollo” y la “modernización”.

Así, la corrupción y las denuncias de corrupción terminan siendo una forma de antipolítica. Una especie de juego sustitutivo que permite enfrentarse y disputar sin arriesgar ni cuestionar a los intereses poderosos ni a los negocios realmente ruinosos en que puedan meter al país.

¿Eso significa que la corrupción es irrelevante?

Por supuesto que no. Claro que es un fenómeno a combatir. El problema es cuando la corrupción y la anticorrupción terminan bloqueando a todo el escenario político. Cuando la economía, la enseñanza, las políticas de inversión, la administración del Estado, la salud pública y hasta las libertades sólo son tratadas por el Parlamento, por el sistema político y por la prensa, en la medida en que den lugar a coimas o a peculado, con lo que todo termina dilucidándose en los juzgados penales.

Cuando un fiscal se pronuncia y dice que hay delito, o que no lo hay, el asunto jurídico estará aclarado, pero el asunto político recién empieza. A la política (en sentido profundo, no sólo partidario) le corresponde cuestionarse qué está ocurriendo en esas áreas.

Confundir a la política con el sistema penal es un error costosísimo que estamos empezando a cometer.

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