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Despunta una imparable segunda ola progresista Por Hugo Acevedo

Despunta una imparable segunda ola progresista Por Hugo Acevedo
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La victoria electoral del líder izquierdista Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil, que lo transformó por tercera vez en presidente del país más poderoso de América Latina, confirma el advenimiento de una imparable segunda ola progresista en el continente y el derrumbe de los gobiernos neoliberales.
Este es un triunfo contra la patraña golpista que comenzó con la destitución de la presidenta Dilma Rousseff con votos comprados en el congreso y con el inmoral encarcelamiento del ex presidente brasileño, imputado sin pruebas por presuntos actos de corrupción. No en vano, el juez Sergio Moro, responsable del procesamiento y la prisión ilegal, fue premiado por el presidente fascista Jair Bolsonaro con un ministerio.
Todo fue parte de una ominosa conspiración que contó también con la complicidad del usurpador Michel Temer, que condenó, en primera instancia a una suerte de muerte política a Lula.
El propósito fue que el líder progresista no fuera candidato en las elecciones de 2018 y allanar el camino del progolpista y ultraderechista Jair Bolsonaro a la presidencia de la democracia más grande del continente.
Hace apenas dos años, la elección de Lula para un tercer mandato era realmente impensable, por las acusaciones que lo inhabilitaban a participar en la actividad política de su país. Empero, en 2021 la Corte Suprema anuló las condenan que pesaban en su contra y lo privaron de su libertad durante 580 días, lo cual le permitió recuperar sus derechos.
No obstante, pese a una campaña sucia, plagada de mentiras y de la adhesión a la candidatura de Bolsonaro de alienadas organizaciones religiosas y poderosos grupos empresariales, Lula ganó la elección por escaso margen y resucitó políticamente, para recrear un importante enclave izquierdista, en una América Latina que asiste a la segunda ola progresista, luego de los triunfos de Luis Arce, en Bolivia, Pedro Castillo, en Perú, Gabriel Boric, en Chile, y Gustavo Petro en Colombia, a lo cual se suma el gobierno neoperonista encabezado por Alberto Fernández en Argentina y el izquierdista de Manuel López Obrador en México.
Empero, la influencia de Brasil en la región, por su poder económico y su incidencia geopolítica, resulta clave para la reconstrucción de un continente asolado no sólo por la pandemia de Coronavirus, sino por el neoliberalismo ruinoso que, como es habitual, multiplicó la pobreza, el hambre y la desigualdad social.
En un gigantesco país históricamente drenado por las potencias neocoloniales, como lo denunció en su momento el emblemático escritor uruguayo Eduardo Galeano en su formidable ensayo histórico “Las venas abiertas de América Latina”, durante sus dos gobiernos anteriores Lula construyó en su Brasil un modelo económico con pertinencia social más justo y solidario, en cuyo marco aplicó programas que rescataron a 29 millones de personas de la pobreza, bajó la tasa de desempleo a la mitad, del 15,5% al 5,7% y ensanchó la clase media que, al final de segundo mandato, sumó al 51% de la población.
Asimismo, mediante programas sociales como “Bolsa familia”, el Estado, bajo la presidencia de gobernante progresista, asistió a más de 12 millones de brasileños en grave situación de vulnerabilidad social.
Como si eso no fuera suficiente, la economía creció a un promedio de un 4% anual y se canceló toda la deuda con el Fondo Monetario Internacional, lo cual permitió a Brasil superar la dependencia y el condicionamiento que le impedía desarrollarse acorde a su riqueza y real potencial.
El 29 de marzo de 2010, cuando The Wall Street Journal preguntó qué esperaban los brasileños de su próximo próxima gobierno, en las elecciones programadas para octubre de ese año, que culminaron con el triunfo de su sucesora Dilma Rousseff, la contundente respuesta fue: “que las cosas no cambien”, una aspiración que representaba un singular estado de ánimo, en un país en el cual millones de personas que antes no comían recuperaron ese derecho humano, entre otros beneficios que restituyeron la dignidad del país más poblado de la región.
Ahora, en una sociedad visceralmente polarizada por el odio y con una correlación de fuerzas en el Congreso que no le es favorable al presidente electo, el desafío será restañar las heridas, corregir los retrocesos de cuatro años de gobierno catastrófico y autoritario y relanzar al inmenso Brasil al destino que merece.
En Uruguay, las reacciones al resultado electoral fueron más bien ambiguas, a excepción del festejo alborozado del Frente Amplio, hermano de sangre del Partido de los Trabajados de Lula y la felicitación protocolar del presidente Luis Lacalle Pou.
Aunque nadie lo admita, en su fuero íntimo los partidos que integran el gobierno multicolor deseaban soterradamente la reelección de Jair Bolsonaro, por un tema de afinidad ideológica. No en vano, el líder de uno de los integrantes del bloque conservador, el fascista Guido Manini Ríos, está en total sintonía con el autoritario mandatario saliente.
Si el ex presidente Julio María Sanguinetti ha dicho algo sensato, es que la familia ideológica conservadora debe unirse para luchar contra el enemigo común: la izquierdista progresista. Ese fue el espíritu de la conformación de la coalición predadora que nos gobierna.
Ahora, le corresponde el turno al Frente Amplio, cuyo desafío será, en 2024, derrotar a la derecha corrupta, oligárquica y hambreadora y restaurar su proyecto político emancipador, para terminar con las atestadas ollas populares, los salarios y jubilaciones indignas y el ejército de pobres e indigentes en situación de calle.

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