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El alma de los hechos

El alma de los hechos
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“los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene” J. C. Onetti

Es célebre la frase de El pozo de Juan Carlos Onetti en la que el protagonista afirma: “Se dice que hay varias maneras de mentir; pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos. Porque los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene”. Esa crítica al carácter cuasi judicial de la evaluación de algunos hechos concretos es aplicable a cómo son juzgadas algunas acciones de los protagonistas de El último encuentro. En particular el comportamiento de Juan, un profesor de Literatura que trabajaba en un centro de privación de libertad de menores infractores. Un hecho puntual, protagonizado por Juan y por El Cabeza cuando éste era menor y estaba privado de libertad, divide en dos la vida de Juan y produce su ostracismo. Diez años después siente la necesidad de volver a encontrarse con El Cabeza y le envía una carta. Siguiendo las indicaciones El Cabeza llega a un cruce de caminos en donde  Juan trabaja en un criadero de lombrices. Es en ese momento, antes del amanecer, en que comienza el último espectáculo de María Dodera.

El Cabeza sufre de varios estigmas, él mismo es quien dice “jóvenes infractores, así nos llaman”. Dodera ha comentado en algunas entrevistas que esta obra es un encuentro entre dos personas rotas, en el caso de El Cabeza por haber sido un “outsider del sistema”. No conocemos mucho de la vida de El Cabeza, pero sí sabemos que está marcado por el abandono, que tiene un “expediente” duro, que Juan fue una esperanza de “integración” al sistema y que ese abandono que sufrió hace diez años fue determinante por refugiarse en los estigmas que la sociedad le endilgó. Así como el Genet de Sartre es perseguido por el juicio de “ladrón” y “delincuente” hasta que el acusado termina haciéndose cargo de esos juicios, y asumiendo el rol que la sociedad le asignó desde niño, el Cabeza  termina por dejar de pensar en integrarse y asumir el rol de “joven infractor” y estructurar su personalidad a partir de ese reflejo que la sociedad le ha vomitado. “Empecé a matar -le dice a Juan- Maté una vez, dos y tres…. Y después ya te da lo mismo, querés matarlo todo, querés matar a todos (…) Negros, blancos, chinos, qué mierda me importa, es la misma basura. Todos ustedes hicieron mierda este mundo, lo envenenaron con sus verdades, y todos tienen una verdad. Sí, bueno, yo tengo la mía. Me gusta limpiar este mundo de los deshechos humanos. Total… ¡somos muchos! Me gusta apretar hasta que caiga una peste, porque créanme que va a caer. Nos la merecemos. Va a caer la peste para que yo tenga que dejar de apretar”.

El personaje de El Cabeza es interpretado por Franco Rilla y dispara sus frases de forma acelerada, demostrando una personalidad neurótica. Rilla arquea su cuerpo, se dobla, sus gestos parten de esos seres que habitan las calles con la mirada en el piso, buscando con desesperación algo de esa química berreta que los consume y los envenena. Pero ese es el punto de partida, el Cabeza no es un reflejo naturalista de esos jóvenes sicarios que han llegado a nutrir libros de ex jerarcas del ministerio del interior, el Cabeza parte de esas historias pero aparece exasperado en el escenario a partir de una estética alucinada, característica de algunos trabajos de Dodera.

Horacio Camandulle tiene una tarea más difícil, su contundencia corporal debe manifestar resignación, su historia es compleja. Su Juan carga con el peso de haber habitado esos espacios institucionales en que a la marginalidad se le vende espejos de colores, ofreciéndoles re-integrarse a una sociedad que no para de expulsar seres a la indigencia material y espiritual. Una sociedad hipócrita, que luego de marginar hacina a los que se rebelan en espacios de tortura, y allí les dice que los va a “reeducar”. Juan es un profe que intenta maquillar y tender un puente entre la marginalidad y la sociedad “integrada”. Pero aquellos hechos de los que hablábamos al principio, aquellos hechos que se interpretan “vacíos de los sentimientos que los habitan” determinan que el aparato moral-judicial opere y margine al protagonista. Camandule debe expresar desde lo corporal esa otra forma de estar roto, como nos decía Dodera la semana pasada, una forma que deviene ser “pisado por el sistema”.

El encuentro entre Juan y el Cabeza se sucede en tres escenas, a modo de tres rounds, en que se aproximan a aquel vínculo en el pabellón, a la desaparición de Juan, a las razones tantas veces buscadas para explicar esa separación. Es un combate entre dos sobrevivientes, y entre dos “criminales”. El diseño de luces sugiere momentos del día y subraya emociones, al igual que la música ejecutada en vivo por Federico Deutsch. Lo más interesante del espectáculo son los personajes. Un joven sicario, consciente de que su vida no vale nada y que desde esa conciencia anula el valor de la vida de los demás. Un hombre que abusa de su poder, en tanto ocupa un lugar en la estructura institucional que disciplina a jóvenes marginales, pero al que no se le permite expresar los móviles que mueven sus acciones, que no puede mostrar “el alma de los hechos”.

Pedófilo, sicario, violador, asesino, abusador, ladrón, todas son categorías que dan cuenta de algunas acciones concretas, pero que pueden determinar la totalidad de una personalidad cuando en vez de dirigirse a señalar una conducta puntual se convierten en una cárcel de la que el acusado ya no podrá salir. Ese parece ser uno de los temas de El último encuentro, y aquí Dodera no lima responsabilidades, pero problematiza los procedimientos que la sociedad asume para castigar y eliminar a quienes protagonizan algunas prácticas condenables en un contexto social. Si pensamos a quien abusa de su poder como a un ser patológico nos vamos a sentir tranquilos, ya que el problema es individual y alcanza con omitir al monstruo. Pero si es la propia estructura social la que genera esas prácticas, si estamos involucrados en la reproducción de la marginalidad por ejemplo, ya no podemos quedarnos tan tranquilos. Juan y el Cabeza son responsables de sus hechos, pero son un producto genuino de la sociedad que los produce, no anomalías patológicas.

Por supuesto, el amor y la soledad son parte estructurante de la historia, pero nos parece pertinente señalar la complejidad de los personajes, arquetipos de criaturas que solemos percibir de un trazo, determinados en su totalidad por algún hecho puntual. En octubre El último encuentro volverá a estar en cartel, así que a estar atentos.

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Leonardo Flamia Periodista, ejerce la crítica teatral en el semanario Voces y la docencia en educación media. Cursa Economía y Filosofía en la UDELAR y Matemáticas en el IPA. Ha realizado cursos y talleres de crítica cinematográfica y teatral con Manuel Martínez Carril, Miguel Lagorio, Guillermo Zapiola, Javier Porta Fouz y Jorge Dubatti. También ha participado en seminarios y conferencias sobre teatro, música y artes visuales coordinados por gente como Hans-Thies Lehmann, Coriún Aharonián, Gabriel Peluffo, Luis Ferreira y Lucía Pittaluga. Entre 1998 y 2005 forma parte del colectivo que gestiona la radio comunitaria Alternativa FM y es colaborador del suplemento Puro Rock del diario La República y de la revista Bonus Track. Entre 2006 y 2010 se desempeña como editor de la revista Guía del Ocio. Desde el 2010 hasta la actualidad es colaborador del semanario Voces. En 2016 y 2017 ha dado participado dando charlas sobre crítica teatral y dramaturgia uruguaya contemporánea en la Especialización en Historia del Arte y Patrimonio realizado en el Instituto Universitario CLAEH.