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El día que me echaron de una librería por Eduardo Gudynas

El día que me echaron de una librería  por Eduardo Gudynas
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Todo comenzó por una mezcla con pizcas de vanidad y dudas. Desde el norte, un colega me indicó un libro, publicado en Argentina, donde aparentemente citaban algunas de mis ideas, y eso despertó mi curiosidad. Busqué en la web y lo encontré en una librería en el barrio de Palermo que vende libros usados y algunos nuevos. Decidí comprarlo, aunque dudé porque ya había estado un par de veces en esa librería y el trato era muy rudo, y porque de alguna manera era como traicionar a otro librero, ese sí muy querido, y que intenta sobrevivir en mi barrio.

Fuera como fuere, llegué a aquella librería, como siempre con mi libreta (donde están listados los títulos que tengo) y la bolsa de tela que llevo a todos lados. Hablé con el encargado, encontró el libro reservado, le dije que lo llevaría pero que aprovecharía a mirar otros libros. Estaba totalmente concentrado recorriendo los estantes, localicé otro libro usado que probablemente llevaría, confirmé en mi libreta que no lo tenía, y como muchas otras veces puse todo, la libreta y el libro, dentro de la bolsa de tela para tenerlos siempre a mano. Así fue como comenzaron los problemas.

Se me aproximó el encargado, enojado, me pidió ver la bolsa de tela, me sacó el libro. Expliqué que seguramente lo llevaría, que estaba revisando los estantes, y aunque no le estaba dando mucha importancia al asunto, le pedí disculpas para retomar mi búsqueda. Pero el empleado continúo enojándose, como a ritmo lento, pero sin pausa, hasta que me dijeron que tenía que salir del local. Era la primera vez en mi vida que me echaban de una librería.

Aunque la ira se está volviendo más común en estos tiempos de pandemia, recordé las librerías de viejo que he visitado en Montevideo en centenas de ocasiones, en el centro, en Tristán Narvaja o en los barrios, sin tener problemas. Pero además, la memoria me llevó también a otras tierras. Si me expulsaron por la bolsa de tela, de la librería de Célico me tenían que haber echado dos o tres veces seguidas, porque siempre lo visitaba con más de una. Necesitaba varias porque su local son tres pisos de libros usados, alojados en un caserón sobre la Carrera 8, en Bogotá (Colombia). En esos corredores vagaba solo y sin vigilancia. Claro que Célico es el ejemplo del librero de alma, porque entiende de libros y disfruta de su oficio.

No es sencillo describir esa condición, pero el comprador de libros usados enseguida reconoce a un librero cuyo espíritu está conectado a textos y autores, por sus modos, la conversación, la pregunta por algún título o la referencia a alguna temática. Es como si el comprador y el vendedor, más allá del intercambio comercial, se confesaran en una misma espiritualidad.

Ese sentido no se aprende en la academia. Un ejemplo era el propietario de una librería de usados que ocupaba dos locales en la Avda. 12 de Octubre, sobre la plaza Lincoln, en Quito (Ecuador). Siempre lucía un traje, prolijo pero con muchos años de uso, con corbatas estridentes, recreando algún personaje propio de tangos y milongas porteñas que parecían gustarle. Esa impostura de alguna manera disimulaba que poco o nada sabía de literatura o ensayos, y eso quedaba muy en claro porque había colocado todos los títulos en ciencias sociales y política bajo un cartel que decía “libros difíciles”. Pero a su modo era un pasional de los libros, especialmente de historia. Allí también llegaba con mis bolsos de tela, y él me dejaba solo en uno de sus locales mientras tomaba su café en el otro. Jamás me echó.

Es que esos libreros de alma finalmente son autodidactas que van aprendiendo poco a poco de los libros que rescatan, y encadenan títulos unos con otros, y a ellos con sus clientes. Eso hacía el dueño de la librería Cultura Peruana, alojada en un pequeño garaje en la calle José Gálvez, casi enfrente a la plaza de Miraflores, en Lima (Perú). Aquel veterano, que carecía de diplomas, aunque muy adusto nunca me expulsó ni me revisó la bolsa, pero en cambio compartía sus hallazgos como si fuera un arqueólogo que confesaba sus secretos mejor guardados.

En cualquiera de esas librerías el tiempo tiene un ritmo lento, pero fluía de otro modo en esa de Montevideo que tuve que abandonar. A medida que pasaban los minutos, aquel funcionario no me escuchaba y seguía en un monólogo que se hundía en un dialecto que me resultó cada vez más incomprensible, aunque podía sentir su enojo. Los minutos en lugar de calmarlo, lo irritaban.

Por supuesto que en las librerías puede haber enojos. Los he presenciado, y el más reciente ocurrió en el “sebo do Mesías”, una enorme librería de usados en el centro de São Paulo. Allí, la irritada fue la cajera ante un problema con las facturas, pero no sus vendedores. Se podrá decir que en ese caso, como lo ocurrido en Montevideo, se debe a funcionarios que venden libros como pueden vender tornillos en una ferretería o camisas en una tienda. Pero la librería es un comercio muy distinto porque es un espacio de interconexión de saberes y sensibilidades. El librero no es un guardia de seguridad, sino quien muchas veces teje las redes que vinculan autores y lectores, clientes y amigos. Un libro recomendado, a diferencia de tornillos o camisas, puede cambiar el humor de la semana o incluso una vida, y por eso no es una responsabilidad menor.

Por suerte en las librerías que venden solamente títulos nuevos también se encuentran personas que comparten esa espiritualidad por la cultura. Aquí en Montevideo, en mi barrio, hay una gran librería de ese tipo donde Soledad y Facundo saben de libros y atienden con calidez, y en su patio, al fondo, Romina, nos sirve el café que disfrutamos en familia. Lo recuerdo porque la última vez que estuve allí, dejé mi bolsa de tela, esa de la discordia, olvidada en aquel patio. Cuando salía del local, por mi propia decisión y no porque me habían echado, Romina me detuvo para devolverme la bolsa.

Es la misma bolsa de tela con la cual visito al librero de usados del barrio, Jorge. Nunca me vigiló, tampoco me echó, e incluso llevo libros que pago días después, lo cual sospecho que por estar desligado del mercantilismo convencional resultaría inconcebible para aquella librería de la que me expulsaron. Es que una librería puede ser tanto más que un negocio como sus encargados lo quieran, y la de Jorge es el ejemplo, porque organiza una olla popular todas las semanas.

Lo que sucedió en la librería del barrio Palermo es un ejemplo de la obsesión con vigilar y castigar, con pagar y consumir, unas condiciones que se repiten en otros ámbitos, y que teñida de irritación, se difunde en toda la sociedad. Frente a esto, entre los posibles antídotos está el ejemplo de ese librero de barrio, quien además de mantener esa olla, regala, al que quiere, un libro. Esos actos tan simples, como ayudar y obsequiar, otra vez convierten a los libros, y a ese tipo de librerías, en un instrumento de cambio.

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