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El miedo y los votos

El miedo y los votos
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Es difícil escribir hoy sobre este tema porque hace pocas horas fue asesinada otra persona durante una rapiña, esta vez una mujer, madre de un niño pequeño, en la zona de Marindia.

También es difícil, al menos para mí, decir que la iniciativa del senador Jorge Larrañaga, que propone hacer participar al ejército en el cuidado de la seguridad y suprimir algunas garantías constitucionales, tiene más apoyo del esperado en la opinión pública.

Me cuesta decirlo porque no estoy de acuerdo con esa iniciativa. Pero los hechos son los hechos, y negarlos no sirve para nada. Cinco personas de mi entorno, en un mismo día, me sorprendieron diciendo que no veían mal la intervención del Ejército. Estadísticamente, no es un dato significativo, lo sé. Pero existe otra estadística, la del olfato, que funciona antes y a veces mejor que la estadística formal, que suele llegar tarde. En este caso, la estadística olfativa me está oliendo mal.

Sin embargo –como mucha otra gente-  sigo sin estar de acuerdo con dar intervención al Ejército, ni con permitir allanamientos nocturnos, ni con establecer formas de reclusión que se parezcan a la cadena perpetua.

Respecto al Ejército, no se trata de capricho, ni de principismo, ni de un resabio personal por la dictadura militar. Admito que puede haber circunstancias que hagan necesaria la actuación militar. Pero no estamos en ese caso y la medida no es conveniente ni necesaria. Porque los costos superarían en mucho a las posibles ventajas.

Los allanamientos nocturnos y la reclusión perpetua son formas de llenar el ojo, de aparentar la aplicación de medidas radicales. Si el delito no es controlado no es por la falta de allanamientos nocturnos o porque las penas sean breves. Las bocas de pasta base operan a plena luz del día, a la vista de todo el barrio. Los hurtos y rapiñas también se producen en la calle en pleno día. Y los policías de las Seccionales ya no se atreven a entrar en ciertas zonas ni siquiera de día. ¿Por qué creer que se combatirá mejor en la noche lo que no se combate durante el día?

Pero vuelvo al caballito de batalla de la propuesta de Larrañaga: la intervención del Ejército.

Es una medida innecesaria.  La administración Bonomi organizó un cuerpo policial militarizado y de élite, la Guardia Republicana, que cuenta con armamento y formación igual o superior a la del ejército. En 2011, con apoyo interpartidario, se decidió darle a ese cuerpo un papel importante en la represión y control del delito. Este año, el Ministerio del Interior hizo un llamado para incorporar otras trescientas personas a la Guardia Republicana. ¿Cómo es posible que ahora se nos diga que toda esa estructura es inútil y que se necesita al ejército?

La actuación militar en lo interno tiene costos. Cualquiera lo sabe. Una organización preparada para la guerra no es apta para tratar con civiles. De hecho, piensa al mundo en términos de amigo- enemigo. Y está formada para eliminar a los enemigos, como ocurre en las guerras. ¿Se entiende por qué no es apta para controlar piquetes callejeros o desbordes en partidos de fútbol, ni para allanar casas en la madrugada?

La intervención militar causa siempre bajas, violencia y riesgos innecesarios para vidas jóvenes. Eso deberían tenerlo muy presente las madres, padres y abuelos que hoy claman por ayuda militar.

Por otro lado, cabe preguntarse por qué el ejército sería inmune a las mismas influencias que debilitan a la policía. En México y en todos los países en que se ha dado al ejército un papel protagónico en la lucha contra el narcotráfico, el resultado ha sido que el ejército se corrompe y termina siendo parte de la estructura delictiva del narcotráfico. Las decenas de generales mexicanos procesados por eso son un dato a no olvidar.

Por último, toda corporación a la que se le asigna un rol salvador tiende a sobredimensionar su propia importancia y a aspirar a más poder. ¿Deseamos realmente que un cuerpo de decenas de miles de hombres armados experimente esa sensación de autoimportancia?

Sin embargo, para identificar bien el problema, hay que reconocer otra cosa. La delincuencia violenta aumenta y –lo que es más grave- aumentan los ámbitos sociales de los que se nutre.

Basta leer al Che Guevara para saber que una pequeña organización armada (es el caso de las bandas que hoy controlan muchos barrios) no puede subsistir aislada, sin un entorno social que le proporcione apoyo, cobertura, información, recursos materiales y humanos.

Cada banda de las que trafican droga, realizan asaltos grandes, practican el sicariato y se apoderan de barrios, cuenta necesariamente con un entorno social que, por adhesión, interés o miedo, constituye la atmósfera vital de la banda.

L a mayor parte de la delincuencia violenta que sufrimos (no hablamos de la delincuencia “de cuello blanco”, que tiene otras reglas) es la punta del iceberg de un extenso sector social y culturalmente marginado que hemos dejado crecer durante demasiados años.

Setenta por ciento de deserción educativa, el crecimiento de los asentamientos, la pérdida de fuentes de trabajo, no son inocuos. No solo generan pobreza e ignorancia. Generan también marginalidad cultural y delito.

Trece años de políticas sociales equivocadas han contribuido en gran forma a desarrollar ese medio cultural. Cada niño que abandona la escuela o el liceo sin que la sociedad tome medidas, cada recurso material que se brinda a los adultos sin que deban esforzarse para recibirlo, alimentan a mediano plazo la inseguridad.

Las políticas de criminalidad son el broche de oro. Actuar sólo ante delitos graves, permitir que menores de edad con decenas de “anotaciones” vuelvan una y otra vez a sus casas, a la misma familia que les permitió o alentó a delinquir, creer que un rapiñero se redime con trabajos comunitarios, permitir que una madre que aporrea a la maestra de sus hijos vuelva a la puerta de la escuela, procesada sin prisión, a jactarse de su hazaña, es simplemente suicida.

La forma en que se actúa ante los delitos es un mensaje muy fuerte dirigido al conjunto de la sociedad, y en particular al entorno social del delincuente. Si pegarle a la maestra no cuesta ni un día de cárcel, pegarle a la maestra será, para los cientos de niños de la escuela afectada, una actitud admisible. Todo lo demás es literatura.

Se dice que el trasfondo anímico del fascismo es el miedo. En especial el miedo de la clase media y media baja. El trabajador y el pequeño comerciante que tienen miedo de ser asaltados, el dueño de casa sin recursos para pagar seguridad privada, la jubilada que teme ser arrastrada para robarle la cartera, los habitantes de barrios dominados por bandas, son el material humano que, lenta pero sostenidamente, va desarrollando en la sociedad uruguaya las condiciones para un clamor autoritario. Intervención del Ejército, allanamientos nocturnos, mano dura, cadena perpetua, pena de muerte, gatillo fácil, son sus primeras expresiones.  Empezaron murmurándose apenas, como deseos reprimidos, pero poco a poco van tomando fuerza y se transforman en demandas políticas, como las que estamos empezando a ver.

Hace más de diez años sostuve que las políticas sociales, las educativas y las de criminalidad eran erradas y que darían lugar a mayor marginalidad y más tarde a reclamos autoritarios.  Se me dijo que apostar a la educación sólo daba resultado diez o quince años después y que la miseria necesitaba soluciones inmediatas. También se dijo que la delincuencia requería medidas urgentes y que no se podía esperar a mejoras educativas para contenerla.

Pasaron trece años. Seguimos teniendo setenta por ciento de deserción educativa y además le sumamos una criminalidad cada vez más violenta. Ahora ya se siente el clamor por salidas autoritarias.  Me pregunto en qué aprovechamos estos diez años que deberíamos haber dedicado a incluir obligatoriamente a todos los niños en el sistema educativo y a generar posibilidades y hábitos de trabajo.

Así las cosas, nos enfrentamos a dos salidas falsas. Una es seguir confiando en un discurso pseudoprogresista, que apuesta a la transferencia de recursos y a la eliminación de la cárcel. Es el discurso que critica al miedo como si fuera la causa del delito, y no al revés. La otra es virar hacia medidas represivas, como llamar al ejército, o meramente simbólicas, la cadena perpetua, los allanamientos nocturnos  y la demolición de los “palomares”, como lo pretenden parte del gobierno y parte de la oposición.

La alternativa sería cambiar radicalmente de políticas. Hacer al sistema educativo de verdad obligatorio. Sustituir de plano a las políticas sociales asistencialistas por otras orientadas hacia el trabajo (mientras sea posible). Y transmitir al poder político (legislativo, ejecutivo y judicial) el mensaje inequívoco de que las conductas ilícitas deben ser reprimidas, con los medios que la Constitución ya pone en manos de la policía y del Poder Judicial.

No sé si es posible ni si estamos a tiempo de hacerlo. Pero es seguro que los otros caminos, más allá de captar algunos votos, no conducen a nada distinto.

 

 

 

 

 

 

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