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El niño y el agua de la bañera por Gerardo Tagliaferro

El niño y el agua de la bañera por Gerardo Tagliaferro
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Cuando Edinson Cavani metió la pelota junto al palo izquierdo del arquero portugués Rui Patricio, el 30 de junio de 2018, el ciclo de Oscar Tabárez como seleccionador uruguayo debió haber llegado a su apoteótico final. Ese día, con los dos goles del Edi, Uruguay selló su quinto puesto en el mundial de Rusia. Faltaba el partido por cuartos de final con Francia, un escollo que se sabía insuperable.

Aquella épica victoria frente al campeón de Europa, con Cristiano Ronaldo enfrente, debió pautar el cierre con honores de un largo proceso que marcó cambios organizativos y hasta culturales en el fútbol uruguayo de los que no se debería volver. La tozudez, la ambición, el ego y el temor se mezclaron para impedir que eso sucediera, y hoy asistimos al escenario donde todo aquello amenaza perderse.

Como suele suceder, cuando lo que funcionó bien desplazando a una costumbre arraigada deja de hacerlo, las voces de la restauración comienzan a oírse. Primero tímidamente, pero apenas los traspiés se consolidan pasan a ser gritos, de gritos pasan a exigencias y de exigencias a imposiciones. Y lo que se consiguió con tanto esfuerzo, valentía y perseverancia puede terminar, en el mejor de los casos, en el recuerdo.

Después de la lacerante cachetada argentina, el domingo 10 en el Estadio Monumental, primero se habló de Muslera y su enésimo error, luego de la incapacidad del equipo uruguayo de sobreponerse a la adversidad y más tarde terminamos en las escasas cinco faltas que se cometieron. Como vemos en la política y en otras manifestaciones de la convivencia social, los experimentos derrotados dan paso a la restauración de aquello que hasta hace poco se ocultaba como vergonzante.

En Europa hace años que los movimientos neonazis o fascistas ocupan un lugar que durante décadas les fue negado, montados en la dificultad de las sociedades democráticas de encontrar soluciones a problemas acuciantes como la inmigración y la falta de trabajo. El fútbol, manifestación humana al fin, se mueve bajo similares premisas: el cambio cultural no sucede de la noche a la mañana ni por arte de fuerzas cósmicas, tiene sus leyes y se mueve en función de encontrar satisfacción a las demandas.

Tabárez lideró un cambio cultural en el deporte uruguayo, pero que está prendido con alfileres. Nos convenció de que se podía jugar al fútbol sin pegar, sin intentar dañar al adversario, respetándolo, tendiéndole la mano cuando se cae, sin protestas violentas, sin enojos desmedidos, sin deslealtades, sin “piñatas” cuando perdemos, sin “viveza criolla”. De la mano de esa prédica se consiguieron cosas y la mayoría de la sociedad uruguaya se alineó tras ella.

Pero había, como en todas las áreas de convivencia, bolsones culturales de resistencia. En la medida que las satisfacciones que otorga el éxito van siendo insuficientes, las voces silenciadas que pregonan la necesidad de volver a lo de antes encuentran terreno fértil. Y así escuchamos que el problema es haber perdido “nuestra” manera de jugar: léase la patada intimidante, la protesta destemplada, el corte desleal, la ventajeada. Si hubiéramos hecho 50 faltas en lugar de 5 al menos habríamos perdido dignamente, es la síntesis.

Tabárez debería haber dado un paso al costado luego de aquel 5° puesto en Rusia. Sus dificultades físicas y su edad (71 años en aquel momento) lo sugerían. Y esto no es hablar con el diario del lunes: mucha gente en el ambiente futbolístico lo veía como un paso necesario, aunque pocos se animaban a decirlo en voz alta. Era el momento de preservar lo sustancial: el cambio cultural que el Maestro había promovido y timoneado con singular eficacia durante diez años.

Se debió cuidar eso, haciendo de Tabárez algo así como “el viejo de la tribu”, dándole un cargo o lugar por encima de los avatares de los campos de juego y poner a trabajar con los futbolistas a alguien de su elección, pero más joven, más actualizado, en mejores condiciones de ser un entrenador de una selección de elite que debe, entre otras muchas condicionantes, lidiar con estrellas que juegan en diferentes partes del mundo.

Tabárez debió pasar a cumplir una tarea de supervisión, atento al mantenimiento y reproducción de su modelo de conducción, estando en los detalles que su salud y capacidad actual le permiten, que no son los que hacen al entrenamiento de altísima competencia. Debió quedar por encima en una estructura de conducción que procurara, antes que nada, proteger a su proceso de los avatares de los resultados deportivos. Evitar la aparición, justamente, de los apóstoles de la restauración de aquello que, mientras los resultados acompañaron, se vio como algo superado.

Pero la ambición y el ego del propio entrenador, unido a la incapacidad de la dirigencia del fútbol de ver más allá lo impidieron. Tabárez es un asalariado –quizás el mejor pago del Uruguay- y es natural que nadie quiera perder su trabajo, nada puede achacársele en ese sentido. Pero su personalidad, su prestigio y sus éxitos en algunas áreas lo transformaron en un ente superior, no sujeto a ningún poder constituido; autónomo, intocable, incuestionable. Parece que el entrenador va a seguir al frente de la selección hasta que él quiera. Y no debería ser así.

En cualquier ámbito de la vida social organizada se imponen los controles en pos del objetivo, las mediciones de resultados, los indicadores de gestión, las evaluaciones, la fijación de nuevos objetivos y la selección de las herramientas para lograrlos. Tabárez no está sujeto a nada de eso, él es algo así como un ente todopoderoso que determina hasta su propia permanencia en el lugar donde está.

Eso hizo, tras Rusia 2018, que siguiera en un cargo para el cual no está hoy en día en las mejores condiciones, privando al fútbol uruguayo de su capacidad de organizador y de su ejemplo. Y eso fue lo que termina poniendo en riesgo toda la enorme obra de cambio cultural que su gestión cimentó.

Tabárez se creyó dios pero resulta que es un hombre, sujeto a los avatares de algo tan díscolo como un resultado deportivo. Y ahora, todos los que confiamos en su prédica de valores vemos con angustia cómo su tozudez da lugar a que aparezcan, como siempre, los que junto con el agua de la bañera quieren tirar al niño.

 

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