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El otro experimento por Hoenir Sarthou

El otro experimento por Hoenir Sarthou
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Una duda incómoda se esparce por el mundo con la lentitud y la constancia de una mancha de humedad o de aceite.

Como señala Luis Anastasía en su artículo “Exceso de muertes no-Covid19 en todo el mundo. Datos oficiales”, publicado en el último número de “extramuros” desde comienzos de 2021 y en lo que va de 2022, las cifras mundiales de mortalidad (incluidas las de Uruguay) superan en mucho los promedios de años anteriores, especialmente los del año 2020, cuando teníamos pandemia pero no teníamos vacunas, que fueron las cifras más bajas en muchos años.

Hablamos de un exceso de mortalidad verificado por los organismos oficiales de países como EEUU, Alemania, España e Inglaterra, y que, según las regiones y épocas, oscila entre un 20 y un 50% más de lo habitual y previsible. Con la particularidad de que la mayor parte de esas muertes no son atribuibles a Covid-19 (son infartos, ACV, cánceres, etc.) y de que los vacunados, de todas las edades, mueren en mucho mayor proporción que los no vacunados.

La mancha de humedad o de aceite que se expande por el mundo (creo que la metáfora del aceite la usó hace poco Marcelo Marchese para referirse a otra cosa) es la duda-cuasi convicción sobre la relación entre las vacunas anti Covid-19 y el exceso de mortalidad.

¿De qué otra forma explicar esos cientos de miles de muertes y de tragedias inesperadas que, en forma de afecciones cardíacas y circulatorias, cánceres y abortos, han superado las estadísticas de tantos años anteriores?

Ese es el dato duro que hay que asimilar y explicar. Y, claro, no es fácil asumir y digerir esa evidencia. Dos largos años de miedo y de publicidad vacunatoria reproducidos sistemáticaticamente por los medios de comunicación formales y las redes sociales no pueden borrarse así nomás. Mucho menos la jactanciosa seguridad con que muchos vacunados miraban a los no vacunados.

¿Cómo asumir que uno pudo ser engañado para que se sometiera voluntariamente a un experimento biológico hecho sin escrúpulos? ¿Cómo aceptar que la “Ciencia” (esa falsa cientificidad financiada por los laboratorios que se difundía por TV), así como el sistema político y los grandes medios de comunicación se hayan prestado para engañar a la gente haciendo que se inyectara un producto desconocido que hoy muestra tantos casos de efectos terribles? ¿Cómo asumir que no se sabe todavía qué efectos futuros producirá, incluso en los niños?

Ese es el otro gran experimento. Un experimento sociológico y hasta antropológico. ¿Cómo reacciona una enorme masa social cuando empieza a sospechar, o a toparse con la evidencia de que fue engañada?

Al principio parece haber desconcierto. Silencio. Menos fervor para atacar a quienes dudaron del producto y denunciaron el experimento. Una especie de alelamiento generalizado.

Después es previsible la negación. Ignorar los datos. Hablar de otra cosa. Negarse a oír versiones críticas, aunque los datos y versiones provengan de organismos oficiales. Es tentador aferrarse a las inverosímiles explicaciones que la prensa inventa para las muertes inesperadas. Aldo Mazzucchelli recopiló unas cuantas de ellas: el calentamiento global, el hábito de dormir siesta, fumar marihuana en forma desordenada, palear nieve, comer carne, presenciar partidos de fútbol o pagar altos consumos de energía podrían explicar, según la gran prensa y las redes sociales, ese plus de muertes inexplicables. No, no es posible reírse, porque los muertos son reales.

Las dos primeras etapas, desconcierto y negación, las estamos viviendo. Resta saber qué ocurrirá en el futuro.

Ya es un hecho que muchos médicos, al recibir a un paciente que consulta por problemas de salud repentinos, lo primero que le preguntan es si se vacunó. Hasta hace poco esa pregunta estaba dirigida a decidir si se atendería o no a la persona. Ahora empieza a tener otra intención. La de establecer una hipótesis sobre la causa de la enfermedad. Es que, digan lo que digan los protocolos, quien atiende a decenas de pacientes por día termina por descubrir la relación entre la vacuna y ciertas enfermedades. La descubre en los hechos, por pura empiria, razonamiento inductivo y comprobación de hipótesis, que es como se supone que debe funcionar la verdadera ciencia.

Esa conducta médica puede ser corroborada por muchos uruguayos, que, si no son tontos, aunque se hayan negado a informarse sobre la pandemia y las vacunas, no pueden ignorar que el médico en el que confían se plantea esa relación entre vacuna y enfermedad.

La gran pregunta es cómo reaccionará –cómo reaccionaremos- una gran masa humana al descubrir que hemos sido sometidos, con engaños, a algo que oscila entre un experimento y un acto criminal.

Un aspecto nada menor del problema es que la responsabilidad por ese engaño recae en médicos y científicos en los que confiamos, políticos a los que votamos, y periodistas a los que les creemos, o creíamos. Con el penoso encubrimiento por parte de los jueces.

¿Es posible fingir demencia colectiva e ignorar los hechos para siempre, o tarde o temprano la contundencia de los hechos nos obligará a asumir la realidad? En el segundo caso, ¿cómo explicarán su papel los médicos, políticos, jueces y periodistas?

En otras tragedias colectivas, por ejemplo, la última dictadura militar, el reconocimiento de la realidad y la atribución de responsabilidades llevó décadas. ¿Ocurrirá lo mismo en este caso?

Que el reconocimiento de la realidad se imponga cuanto antes es vital, porque, en los mismos lugares en que se cocinaron la pandemia, los confinamientos y las vacunas, se están cocinando nuevas epidemias, guerras, crisis climáticas y energéticas, desabastecimientos y desastres monetarios.

De alguna manera, dependemos de una carrera entre la percepción masiva de la realidad y un proyecto político global que se basa en el miedo, el desconocimiento y el sometimiento.

Paradójicamente, el apuro y las mentiras groseras de quienes promueven el miedo son, quizá, nuestras mayores o únicas ventajas.

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