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Enseñanza: El estilo de la mentira por Hoenir Sarthou

Enseñanza: El estilo de la mentira por Hoenir Sarthou
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Me puse a leer las páginas virtuales de la ANEP, específicamente lo publicado respecto a la “Transformación educativa”, y hay una impresión que quiero compartir con ustedes.
¿Cómo se reconoce a un mentiroso?
Si, uno puede ir a comprobar si lo que dice coincide o no con la realidad. Pero, en general, esas comprobaciones las hacemos cuando, antes, ¿algo en la persona y en su discurso nos despierta dudas? ¿Y qué es ese algo?
Básicamente es una cuestión de actitud y de estilo.
Para empezar, los mentirosos suelen hablar mucho. Quien tiene una verdad para contar, en general puede transmitirla en pocas palabras. Porque la autenticidad de lo que dice no requiere vueltas ni argumentos. Es verdad y listo. Basta enunciarla para que se abra camino por sí misma. En cambio, la mentira debe marear y confundir a quien la oye, jugar con sus deseos, temores y prejuicios, ponerlo de su lado, alentar su ego, especular con sus expectativas y frustraciones.
Otro rasgo del mentiroso es la espectacularidad. Raramente mentimos sobre cosas vulgares y sin importancia. La mentira tiene que presentarse como novedosa, atípica, excepcional y llamativa para causar efecto.
Después, lo que todos sabemos. El mentiroso tiene dificultad para dar fuentes, pruebas y datos concretos. Está como condenado a la vaguedad, a dar titulares impactantes y, luego, largas sanatas que intentan ser convincentes sin concretar mucho.
Finalmente, al mentiroso le es muy difícil evitar las contradicciones. Como está inventando, y como quiere avanzar por los rumbos que más movilizan al engañado, es usual que la memoria le juegue malas pasadas, que, llevado por la inspiración, diga cosas que se dan de patadas con otras cosas que dijo antes.
¿Es casual que estas reflexiones me hayan surgido leyendo los documentos de la ANEP?
No, no es casual para nada. El estilo de esos documentos respira falsedad, ocultación, hipocresía, algo así como reservas mentales de sus redactores, que dicen una cosa sabiendo que en realidad deberían decir otra que no quieren o no pueden decir.
Voy a ser muy claro. No hablaré aquí sobre el fondo de la pretendida transformación educativa. Hay gente más calificada que yo para eso, y, en todo caso, necesitaría profundizar más en la abrumadora cantidad de textos para fundamentar un juicio. Pero, muchas veces, la forma en que se dicen las cosas -o se las calla- es tan o más reveladora que el contenido mismo.
Agrego que hay un dato más, que no aparece en el texto, que permite una interpretación muy particular de todo ese fárrago de documentos.
Lo primero a señalar es la formidable cantidad de texto con el que se pretende transmitir a la sociedad uruguaya los cambios propuestos para la educación de nuestros hijos. Cientos de páginas, divididas en documentos que, además, se niegan a ser definitivos y se titulan “Marco curricular”, “Progresiones de aprendizaje”, “Documento preliminar del Plan de Estudios de Educación Básica Integrada” “Programas preliminares de Educación Básica Integrada”. Documentos que anuncian otros documentos, quizá definitivos, pero que no concretan lo que supuestamente quieren decir.
Un ingenuo podría pensar que tal incontinencia textual refleja un análisis técnico profundo de la realidad educativa y una propuesta sesuda de cambio. Gran ingenuidad. Los documentos están ilustrados con fotos como las que se usan para publicitar productos destinados a los niños, y redactados en una extraña jerga que mezcla el lenguaje pedagógico, respaldado por breves y muy generales citas de pedagogos célebres y fuertes toques de corrección política (todo es “inclusivo”, “diverso” y “garantiza derechos”), con el lenguaje publicitario y el empresarial, caros a los “emprendeduristas” (por eso abunda tanto la “innovación”, todo es “de calidad”, y se administran tantos “insumos”).
Para decirlo en pocas palabras, se trata de una interminable sucesión de textos publicitarios que tienen una doble función. Por un lado, “vender” la necesidad de una transformación educativa. Por otro, ocultar, o hacer incomprensible para comunes mortales, en qué consiste realmente esta supuesta transformación educativa en particular.
¿Cuántos uruguayos van a leer cientos de páginas de vagas generalidades “buenistas” (“desarrollar competencias”, “aprender a ser” y “aprender a hacer”) para detectar qué es lo que realmente se quiere hacer con sus hijos y nietos?
Pocos, muy pocos. Porque, aun en el caso de que tengan el tiempo y los elementos culturales para descifrar los contenidos de todo ese palabrerío reiterativo, la mezcla de conceptos publicitarios y empresariales con los pedagógicos provocará inevitablemente confusión y tedio.
No es una técnica nueva. Los contratos de inversión que Uruguay suele firmar con empresas transnacionales recurren al mismo estilo literario. Cientos de páginas en que se mezclan temas técnicos y comerciales con declaraciones medioambientales y de derechos humanos, matizados con cangrejos bajo la piedra. Cangrejos tales como una larga cláusula que se inicia con la declaración de que Uruguay podrá disponer libremente de tal recurso, y luego, en el literal Z de la misma cláusula, una aclaración que dice que, en los años en que llueva, Uruguay cederá a la empresa ese mismo recurso. Entonces, los ingenuos dicen “¿Viste que conservamos el control de tal recurso”? Pocos llegan e leer, y menos a comprender, el literal Z que habla de la lluvia.
En suma, los textos con que se nos presenta a los uruguayos la transformación educativa tienen como verdadero cometido predisponernos a aceptar una reforma que se presenta como larga y enjundiosa. Y, a la vez, esconder, o pasar de contrabando, cláusulas que permitirán después justificar cambios de los que nadie estará realmente enterado.
Obviamente, si hubiese un proyecto educativo innovador y positivo para la sociedad uruguaya, se lo podría sintetizar conceptualmente en cuatro o cinco carillas fuertes, claras y explícitas, sin argumentos retóricos, ni fotos, ni efectos publicitarios, ni terminología empresarial, en las que se indicará qué de nuevo se enseñará a los niños y con qué fin.
Les anuncié otro elemento que no está en esos textos pero que es fundamental para interpretarlos como es debido: la transformación educativa no es un proyecto uruguayo. Es un proyecto impulsado por el BID, que le ha prestado a Uruguay decenas de millones de dólares para que implemente la reforma de su sistema de enseñanza.
Entonces, lo importante del asunto no es descifrar el palabrerío con el que tecnócratas uruguayos revisten el compromiso contraído con el BID, sino saber qué clase de reforma educativa le interesa al BID.
Y eso es bastante fácil. El BID, como todos los organismos de crédito internacionales, destina sus préstamos y sus proyectos a adaptar a los países que los reciben para que sean hospitalarios con la inversión extranjera. No lo digo yo. Lo dicen cientos de documentos del BID y del Banco Mundial.
Hasta hace poco, los proyectos de inversión necesitaban mano de obra barata. Y a eso se orientaban los planes educativos. Pero ahora la necesitan cada vez menos. Porque la tecnología hace necesarios cada vez menos empleos. Entonces, lo realmente deseable es una población que no obstaculice los proyectos de inversión.
Lo ideal es una población “empática y colaborativa”, ocupada en la identidad sexual propia y ajena, preocupada por el bienestar animal y angustiada por el cambio climático y el calentamiento global. Por eso todos los préstamos de los organismos internacionales se condicionan obsesivamente a esos dos temas.
Queda pendiente desatar el paquete y mostrar su interior. Pero en algunos casos, como éste, el estilo del envoltorio revela más sobre el contenido que el contenido mismo.

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