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Femicidios, poder y pasión por Rafael Porzecanski

Femicidios, poder y pasión por Rafael Porzecanski
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Por más besos, poemas y regalos de aniversario que la adornen, una relación de pareja es también una relación de poder, una constante negociación de derechos, deberes, recursos, permisos y prohibiciones. Timonear estos vínculos, que exigen importantes sacrificios y renuncias cotidianas, no es tarea sencilla, menos aun cuando en el teatro de la intimidad aparecen terceros personajes como hijos que demandan cuidados y cuando se lidia simultáneamente con fuentes de gran malestar como la fragilidad económica o el stress laboral. Al incorporar la dimensión del poder, se hacen mucho más inteligibles los naufragios vinculares, moneda bastante corriente en un tiempo en que nos es posible elegir y descartar prójimos eróticos cual productos de supermercado.

 

En estos hundimientos, hay modalidades de ruptura más o menos dramáticas. En el peor extremo se hallan aquellas relaciones que desembocan en la violencia física, incluso en la muerte de uno a manos del otro. Estadísticamente, aquí son los varones quienes presentan una propensión abrumadoramente mayor a agredir e incluso asesinar a sus parejas o ex parejas por desavenencias o separaciones resistidas. Como es sabido, la altísima correlación entre violencia física y masculinidad excede al ámbito doméstico: basta recordar que en cualquier país del globo la población carcelaria se compone abrumadoramente de varones. En otras violencias domésticas, como la verbal, las tendencias son mucho más matizadas.

 

Tradicionalmente, el sistema judicial y la sociedad en general trataban la violencia física hacia la pareja como “crímenes pasionales” y manifestaban condescendencia hacia los victimarios, interpretándolos como sujetos presos de emociones incontrolables hacia el supuesto ser amado. Mas recientemente, con la emancipación de la mujer y la consolidación de los movimientos feministas, nos topamos con un combate contundente de esta línea interpretativa. Con el paradigma feminista, cada vez más en boga, estos delitos pasaron a considerarse “violencia de género” y los homicidios a llamarse “femicidios”, siendo inscriptos en el marco de estructuras de poder y de una división sexual del trabajo que consagran y reproducen la dominación masculina tanto en el ámbito público como privado.  Mientras en el viejo paradigma la fuente de la violencia doméstica era la pasión exacerbada, en el nuevo es la dominación despiadada (de allí la consigna “el machismo mata”).

 

Con la nueva perspectiva hay un aporte fundamental: el poder es incorporado explícitamente como un factor insoslayable para entender las violencias de pareja más problemáticas. Hay, al mismo tiempo, un problema decisivo con las versiones más dogmáticas de esta concepción. Al erradicar del todo el papel de la pasión en el fenómeno de la violencia doméstica, se desconoce o subestima la andanada de mecanismos e ideologías que incentivan a convertir a la pareja en el ámbito por excelencia de lo romántico y lo sensual. Ilustrando el poder social de la ideología de la pasión erótica, tenemos productos culturales de los más diversos: avisos de desodorantes, películas de Hollywood, promociones variopintas de San Valentín y melodías pegadizas que exigen al ser amado desde un “beso que dure hasta el lunes” hasta el cuerpo, la piel, el aliento, la sed, la niebla, la luz, la fuerza y el fuego o, en resumidas cuentas y al cantar de Gilda, “todo”.

 

Sin reconocer que la pasión amorosa y su dimensión posesiva es constantemente alentada y reproducida en nuestra sociedad, no se comprende porqué, de vez en cuando, algunas mujeres también agreden físicamente a sus parejas o amenazan suicidarse en caso de ser abandonadas ni porqué, en tantos vínculos, ellos y ellas buscan convertir a sus parejas en meros funcionarios de sus demandas emotivas. A la inversa, incorporando este enfoque, arrojamos luz sobre los miles de varones y mujeres uruguayos que se arrogan el derecho de revisar sin permiso celulares y bolsillos, de utilizar a los hijos como rehenes de sus venganzas conyugales y de pelear encarnizadamente por la propiedad de una licuadora cuando los besos no duraron hasta el lunes. Y, al mismo tiempo, se hace posible reconciliar a las dos narrativas en disputa y catalogar a los femicidios domésticos como crímenes de poder en una doble veta: la que hunde sus raíces en el viejo esquema patriarcal que jerárquica pero mutuamente construyeron hombres y mujeres durante miles de años (y que se halla en creciente descomposición en nuestra sociedad) y la que consagra a la pareja como el campo de cristalización de un erotismo donde el otro es concebido como un siervo del corazón propio.

 

Revisando la historia de la desigualdad de género, se hace entendible porqué el movimiento feminista suele oponerse tanto a la lógica de los crímenes pasionales y reivindicar tanto la dimensión del machismo. Es una respuesta a siglos de dominación en clave patriarcal y a toneladas de procedimientos policiales y sentencias judiciales benevolentes con los femicidas, que no incorporaron como debían el sagrado valor de la vida y la integridad personal. Esta comprensión y esta empatía, sin embargo, no debe volvernos a quienes nos aproximamos al tema analíticamente, meros anexos y reproductores del discurso militante, sea feminista o de cualquier otra especie. Si la función de la militancia es transformar el mundo ganando adeptos con consignas simples y potentes, la del análisis es interpretar tales consignas marcando sus aciertos y sus distorsiones, empleando rigor argumentativo y apegándose a la mejor evidencia disponible. Por eso, como sostengo asiduamente, ser al mismo tiempo analista y militante de un mismo problema es un desafío mayúsculo. Tan grande es el desafío, que habitualmente termina mal resuelto.

 

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