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Gerontofobia: un maltrato aceptado, por Miguel Pastorino

Gerontofobia: un maltrato aceptado, por Miguel Pastorino
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Vivimos en una sociedad del rendimiento y la productividad, en la que un ser humano es lo que rinde, lo que produce. Cuando el valor de la propia vida depende del tipo de trabajo que se realiza, de la productividad, de la influencia y posición social, de la apariencia y la fuerza física, de la independencia económica, de la eficiencia profesional, y estas cosas comienzan a perderse por la edad, aparecen sentimientos de una gran frustración e impotencia, al tiempo que una desorientación general sobre el sentido de la vida y el sentimiento creciente de sentirse una «carga» o un «estorbo» para los demás. Pero esto se recrudece cuando los más jóvenes ven a los ancianos como cargas y estorbos, llegando a vivir con «normalidad» situaciones de auténtico maltrato y vulneración de los derechos de las personas ancianas.

En recientes entrevistas la filósofa española Adela Cortina ha denunciado lo que está ocurriendo con las personas mayores en nuestras sociedades asustadas con la pandemia y marcadas hace ya tiempo por una mentalidad utilitarista que hace depender la dignidad humana de la productividad. Denuncia una especie de gerontofobia, donde los ancianos pasan a ser seres sin valor porque no son productivos, en sociedades que se van convenciendo de que hay vidas “sin valor social”, discriminando por razón de edad o de discapacidad.

La desvaloración de la ancianidad.

La falta de valoración hacia los que se van haciendo mayores, y especialmente los más dependientes, naturaliza su olvido y consecuente maltrato. Se pierde la sensibilidad ante un dolor que pasa inadvertido, en el silencio de personas que no se quejan, porque tampoco se valoran a sí mismas en una cultura donde solo vale lo que “produce”, donde solo es buena la vida si es “activa”.

El abuso y el maltrato de nuestros mayores no es algo que vemos solo en la calle o en centros de salud, sino que se da especialmente en el propio hogar, de la mano de hijos y nietos. Y las formas de abuso y maltrato van desde la apropiación indebida de sus ingresos, hasta la omisión de asistencia, desde el maltrato psicológico y físico, hasta el abandono total.

El problema es que cuando en una sociedad se imponen valores que clasifican a los seres humanos por su “productividad”, los más vulnerables se terminan despreciando a sí mismos y aceptando con naturalidad ser “una carga” para otros. En cambio en culturas donde lo valioso es la sabiduría antes que la información, la experiencia acumulada antes que la utilidad, la contemplación antes que el activismo, naturalmente se vive distinto la vejez.

Los miedos que se esconden.

Actualmente el modelo de realización personal parece ser un adolescente crónico, y así la adultez, y peor aún, la ancianidad, parece una etapa a la que no se desea llegar y a la que no se quiere ver. Y es que el contacto con personas mayores es siempre una silenciosa confrontación con nuestro propio envejecimiento y nuestros propios miedos. Quien rechaza su propio envejecimiento trasladará ese rechazo a las personas que ahora son ancianas, porque la vida del anciano es un espejo de un futuro posible y un envejecimiento inevitable de cada uno de nosotros.

En algunos países donde es legal la eutanasia y el suicidio asistido, hay personas que lo piden por miedo a la dependencia, a la soledad y al deterioro natural del envejecimiento. Ellos mismos se van convenciendo de que “sobran” y no le encuentran sentido a sus vidas, porque el horizonte cultural en el que viven no les permite verse de otro modo. El valor que una persona le de a su vida depende mucho de cómo sea tratada por los demás, de cómo sean vistas socialmente y de los valores de la comunidad.

En cambio, quienes en su juventud logran aceptar al anciano en sus limitaciones, amarle, respetarle y cuidarle, es porque son capaces de abrazar su propia vulnerabilidad. A su vez, la valoración de virtudes propias de la ancianidad, nos prepara mejor para envejecer. De hecho, la independencia total es una vana ilusión abstracta, porque los seres humanos somos siempre seres dependientes, frágiles y necesitados, desde que nacemos hasta que morimos. La cultura del cuidado es algo que se aprende cuando las sociedades agradecen a los que cuidaron primero, para cuidarlos al final de la vida, en una mutua solidaridad. Pero el individualismo narcisista de nuestro tiempo, el pragmatismo y la cultura del éxito, dejan al costado del camino a los que ya “no sirven”.

Un necesario cambio de mentalidad.

Todos reconocemos (teóricamente) que todas las personas, sin importar su edad o condición, tienen la misma dignidad, el mismo valor, y eso ya debería ser suficiente para no justificar ningún desprecio a un ser humano por la razón que sea. Pero ciertas formas de ver la vida tienen como consecuencia el desprecio naturalizado de lo que no se valora. Nos educan para la vida laboral, pero no para envejecer con sentido mirando a la vida en su totalidad como un valor en sí mismo.

Estoy convencido de que es necesario ayudar a las personas a valorarse por quienes son y no por lo que hacen, a descubrir el sentido de sus vidas en cada nueva etapa, a descubrir sus talentos para ponerlos al servicio de las nuevas generaciones, a aceptar sus límites y a vivirlos con alegría y a agradecer a quienes nos cuidaron. Y es que educar a los niños y jóvenes sobre el valor de la vejez despierta una nueva sensibilidad y un nuevo modo de ver la propia vida y la de los otros. Porque toda vida es limitada y frágil, por eso, una vida auténtica es una vida que sabe aceptar la realidad y mirar lo que no se puede eludir, es una vida que sabe asumir el límite de la propia finitud como la verdadera posibilidad de una existencia verdaderamente humana. Cada etapa de la vida tiene sus propias tareas, su propio encanto y belleza, así como sus peligros y límites. Y cuanto más comprendemos la vida de los otros en sus diversas etapas, más nos comprendemos también a nosotros mismos. Cuidar a nuestros mayores es cuidar nuestra humanidad.

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