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Izquierda y Derecho

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Quizá la relación de buena parte de la militancia de izquierda uruguaya con el fenómeno jurídico sea fruto de un gran malentendido.

Lo pienso al ver hechos como el intento de procesar penalmente a un militar retirado (Mermot) por una frase que, aunque conceptualmente inadmisible, no es en sí misma un delito. Lo pienso al ver que se redactan y aprueban, casi con nombre y apellido, leyes técnicamente mal concebidas y de dudosa constitucionalidad, para satisfacer la presión de intereses particulares o corporativos, e incluso individuales, sin importar si la nueva ley es congruente con el resto de la legislación, o si es aplicable, o si resulta apta para producir el efecto en teoría querido, o si crea problemas más graves que los que pretende resolver. Lo pienso al oír a legisladores que, muy sueltos de cuerpo, admiten que un proyecto de ley es malo, pero afirman que lo votarán “por disciplina partidaria”, o “para dar una señal política”, o para “dar visibilidad” a alguna situación social. Tal vez la noción paradigmática de esta forma de entender lo jurídico la haya formulado Pepe Mujica, con su célebre “lo político está por encima de lo jurídico”.

Esa forma de entender lo jurídico, en buena medida convertida en doctrina oficial no dicha, está muy relacionada con cierto clima de desazón e incertidumbre que viene campeando en los últimos años en el Uruguay.  Pero veamos los orígenes del malentendido.

En el Siglo XIX, Carlos Marx, que entre otras cosas había estudiado derecho en su juventud, caracterizó al derecho como uno de los fenómenos superestructurales de la sociedad. Eso significaba que, al igual que la religión, la moral, las ideas políticas, las concepciones filosóficas, la producción artística, etc., el derecho estaba condicionado por la base material de la sociedad. Marx nunca cumplió su proyecto de escribir un texto específico sobre el derecho, por lo que su posición profunda sobre el tema es objeto de controversias. Algunos de sus seguidores más influyentes, partiendo de ciertas citas, dedujeron y difundieron que, para Marx, el derecho sólo reproducía, legitimaba y garantizaba unas determinadas relaciones de producción. En otras palabras: su función era asegurar la propiedad de los medios de producción (la tierra, las máquinas industriales, el capital) en manos de la burguesía y mantener el orden social, de manera que la propiedad no fuera puesta en duda ni atacada por quienes carecían de ella, a que sólo podían trabajar como obreros por un salario. Cuánto hay de Marx en esa opinión tan concluyente sobre el derecho es algo que no podemos afirmar. Lo cierto es que es la versión más vulgarizada y difundida del marxismo respecto a lo jurídico.

Como es lógico, esa concepción hizo que muchos marxistas despreciaran al derecho, considerándolo mecánicamente un instrumento de dominación utilizado para legitimar un orden social injusto y someter y reprimir todo intento de los desposeídos de subvertirlo. Los marxistas no estaban solos en esas acusaciones. Los anarquistas, y en particular Pierre Proudhon (autor en 1840 de la frase “La propiedad es el robo”), y antes que ellos el propio Rousseau (“Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres”), ya habían denunciado a la propiedad privada como base de la injusticia social, lo que comprometía al derecho en tanto instrumento destinado a preservarla.

Es probable que, a mediados del Siglo XIX, la versión vulgar del marxismo fuera acertada. En esa época, en la mayor parte de Europa, el poder político oscilaba entre monarcas absolutistas y monarcas relativamente condicionados por parlamentos corporativos. Incluso la Revolución Francesa, que se pretendió democrática, concedió el voto solo a los varones que supieran escribir y fueran propietarios. En ese contexto, afirmar que el derecho era puramente la voluntad de las clases poseedoras parece coincidir con la realidad. Y verlo como un arma del enemigo seguramente resultaba inevitable para los incipientes movimientos obreros y revolucionarios.

Sin embargo, nos separa de esa época todo el Siglo XX. En ese tiempo, el marxismo se escinde en dos grandes corrientes: la revolucionaria y la socialdemócrata.

La corriente revolucionaria (representada por Lenin) sostiene la inconveniencia de someter a la clase obrera a los mecanismos jurídicos e institucionales de la burguesía, y, a lo sumo, admite el uso del parlamento por el partido de la clase obrera como tribuna para la denuncia del sistema.

La corriente socialdemócrata (en particular Eduard Bernstein) sostuvo que la caracterización de la burguesía y de los instrumentos políticos hecha por el marxismo clásico era obsoleta y que la profundización de los instrumentos democráticos (universalización del derecho al voto y lucha parlamentaria –sin excluir a la sindical), junto a ciertas alianzas con sectores de la pequeña burguesía, podían permitir a la clase obrera y a sus partidos la conquista de derechos sociales que la esperanza revolucionaria no aseguraba.

Basta ver los postulados de una y otra corriente para deducir –más allá de los discursos- a cuál ha seguido el Frente Amplio, al menos desde 1984 hasta la fecha.

Los discursos respecto a lo jurídico guardan muy poca consonancia con el camino práctico adoptado. Mientras que el Frente Amplio actúa como una clara alianza de clases, jugada a la vía electoral y parlamentaria, el discurso y la acción práctica de muchos de sus integrantes, respecto a lo jurídico, hace pensar en algún mitin obrero de 1917 encabezado por Lenin.

“No jodas con la ley, la cuestión es política”, “Esas cosas formales después las arreglamos, lo importante es que haya acuerdo político”, “El derecho no existe, es todo política”, no son frases inventadas. Me las han dicho, textualmente, connotados militantes frenteamplistas en ejercicio de cargos oficiales. La famosa frase de Mujica no es una afirmación aislada. Refleja la concepción de mucha gente que hoy está en cargos de gobierno o muy cercana a ellos.

¿Es posible ser, a la vez, un Bernstein político y un Lenin jurídico?

Para responder, es necesario caracterizar al fenómeno jurídico a la luz de los cien años que nos distancian de Lenin y de la epopeya bolchevique. ¿El derecho sigue siendo un mero instrumento de la clase dominante para perpetuar la sumisión de los desposeídos?

La respuesta es sí… y no.

Hace ya varios años, durante una de nuestras conversaciones sobre temas políticos y jurídicos, mi padre, que llevaba más de cincuenta años dedicado al derecho laboral y solía “calentarse” mucho por ciertos fallos judiciales, dijo algo que me sacudió la cabeza:  “¿Sabés una cosa? –me dijo- El derecho laboral es como una foto de la correlación de fuerzas entre las clases sociales en cada momento”. Que yo sepa, nunca escribió ni desarrolló esa idea, a pesar de que se lo propuse muchas veces. Helios era un hombre práctico, y las luchas concretas lo absorbían más que las especulaciones teóricas. Espero rescatar aquí esa idea suya que merece más atención que la que él mismo le dio.

Esa idea permite entender mejor el fenómeno jurídico, incluso más allá del derecho laboral. El orden jurídico expresa las correlaciones de poder existentes en una sociedad en un momento dado. Como cualquier instrumento, no es bueno ni malo en sí mismo. Por lo tanto, atribuirle las injusticias sociales es como condenar a un revólver por los atropellos que un policía haga con él, o al dinero por los abusos que con él cometan los banqueros. Rechazar al derecho, en abstracto, es absurdo, porque no existe ningún orden social, ni bueno ni malo, sin alguna clase de derecho. Con lo que uno puede estar en desacuerdo es con el orden social. Si el orden social cambia, inevitablemente cambiará el derecho. Lo inverso no ocurre. Cambiar las leyes en el papel, cuando el orden social sigue intocado, sólo produce el efecto de desvalorizar a las leyes, ya que serán inaplicables y no se cumplirán.

Soy consciente de estar apenas rozando un tema vastísimo, merecedor de otros desarrollos que espero abordar en futuras notas. Lo esencial es que en la sociedad uruguaya tenemos un problema con lo jurídico. Oscilamos entre el soberbio desprecio y la mágica creencia en que escribir buenos deseos en un papel del parlamento modificará la realidad. Lo curioso es que ese soberbio desprecio y esa mágica creencia conviven a menudo en las mismas personas.

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