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Izquierda y pandemia por Hoenir Sarthou

Izquierda y pandemia por Hoenir Sarthou
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Uno de los muchos efectos perturbadores del coronavirus ha sido poner en evidencia a ciertas estructuras de poder, más o menos subterráneas, que actúan en forma cada vez más determinante en el mundo.

Ningún Estado tenía el poder para decretar la cuarentena universal que se impuso. Y prácticamente ningún gobernante deseaba paralizar la economía de su país como se lo hizo, porque habría sido políticamente suicida. Los que se resistieron o lo intentaron (Johnson, Trump, López Obrador, Bolsonario, el gobierno sueco, algunos gobernantes africanos), sin importar que fueran de derecha, de izquierda, o de centro, han sido descalificados, bombardeados por un demoledor ataque mediático y, en algunos casos, saboteados en el ejercicio de su poder.

¿Quién determinó la cuarentena, el encierro (alegrémonos de que en Uruguay no fue obligatorio), la paralización económica y las políticas autoritarias que los acompañaron?

La primera respuesta es “la OMS”. Y es cierto, la OMS estimó la letalidad y la capacidad de contagio del virus, y difundió pronósticos aterradores. Antes ocultó el inicio de la enfermedad en China, luego desaconsejó la realización de autopsias y aconsejó tratamientos inadecuados (¿notaron que ya no se habla de carencia de respiradores?).

Pero la OMS es una entelequia, un organismo político-técnico que depende de sus financiadores para existir y del acatamiento de los gobiernos para hacer efectivas sus recomendaciones. La cuestión, entonces, es quién financia a la OMS y quién le aporta la dosis de acatamiento estatal necesaria.

En los últimos meses hemos visto a gobernantes de Estados económica y territorialmente poderosos (EEUU, México, Brasil), enfrentados a los protocolos de la OMS e intentando resistirlos. Y los hemos visto en dificultades. ¿De dónde obtiene la OMS el poder para desafiar a esos gobernantes?

La estructura real de las fuerzas que, a través de la OMS, han impuesto las políticas pandémicas no es pública ni transparente, sobre todo para un modesto habitante de un pequeño país de Sudamérica. Lo único que puede decirse es lo que se percibe a simple vista, en base a información oficial de la OMS, así como a declaraciones de gobernantes y de algunos locuaces voceros de los intereses económicos que se mueven en torno a la OMS. Como siempre, ayuda mucho a orientarse ver hacia dónde circulan el poder y el dinero, es decir quién gana y quién pierde en el asunto.

Es inocultable que China se va consolidando como el nuevo Estado más influyente. El crecimiento de sus empresas e intereses, antes y durante la pandemia, así como la imposición en el mundo de sus políticas y tecnologías de control, son evidentes. Lo confirma saber que grandes intereses occidentales vinculados a las finanzas, la biotecnología, la industria farmacéutica y las telecomunicaciones (Soros, Gates, cuándo no), se han asociado a las empresas chinas en muchos de esos rubros. Y es un hecho palmario que sus fundaciones financian a la OMS y están operando sobre los gobiernos, y presionándolos a través de los medios de comunicación, para prolongar y profundizar las políticas de miedo, cuarentena, encierro, paralización, aislamiento y control.

El resultado de esas políticas es, hasta el momento, una creciente crisis económica mundial, graves trastornos psíquicos por la angustia y el encierro, millones de puestos de trabajo perdidos, rebajas salariales, un aumento atroz de la pobreza y de las muertes por hambre y por otras enfermedades desatendidas durante la cuarentena. Además, un fuerte endeudamiento de los Estados y de las personas, que empeorará aún más las cosas en el futuro cercano.

Lo que llama la atención es la ausencia de un discurso propio de la izquierda ante ese panorama. Los partidos que se declaran de izquierda, los sindicatos y la red de organizaciones sociales cercanas a la izquierda, parecen haber asumido con naturalidad tanto a la declaración de pandemia como a las políticas adoptadas ante ella, y también a sus gravísimas consecuencias sociales. Ninguna duda sobre los datos que difunde la prensa, ni sobre la razonabilidad de las medidas impuestas. Ninguna protesta por el cambio del esquema de poder global, ni por la extraordinaria concentración de riqueza que recibirán unos pocos a costa de la miseria de millones de personas, ni por la pérdida de salario y de puestos de trabajo, ni por los niños privados de escuela o asistiendo -si sus padres quieren- a una parodia de ella.

No es para extrañarse que eso ocurra a nivel de las cúpulas partidarias, sindicales y de las ONGs. Hace mucho que esas cúpulas han aceptado que su papel es mediar entre los proyectos del capital transnacional y las demandas populares, es decir posibilitar esos proyectos calmando las protestas populares mediante discursos emotivos y dádivas obtenidas de los gerentes de las corporaciones. No es de extrañarse, entonces, que hayan comprado las políticas globales ante el coronavirus y militen por ellas.

Pero, naturalmente, he planteado este tema a amigos votantes del Frente Amplio, muchos de ellos militantes políticos y sociales desde hace muchos años, que no son dirigentes y no tienen ni han tenido cargos públicos de confianza. En suma, militantes honestos y desinteresados. La respuesta suele ser cara de desconcierto, un leve balanceo dubitativo de la cabeza, y un murmullo en el que a gatas se entiende: “El virus es bravo, se pueden colapsar los hospitales, los respiradores…”.

Gran parte de los militantes de izquierda elude el conflicto creándose un enemigo de paja. Están muy preocupados por Trump o por Bolsonaro, o por Cabildo Abierto, o por la impunidad de los viejos militares de la dictadura, o por la LUC.  Cuando uno les hace notar que ninguna de esas cosas está afectando la vida popular y la de las futuras generaciones como lo hace la estrategia OMS frente al coronavirus, vuelven a balancear la cabeza, encogen un poco los hombros y guardan silencio, o vuelven a hablar de Cabildo Abierto y de la LUC.

Me pregunto qué les impide a tantos militantes de izquierda desinteresados poner en marcha su aparato crítico para analizar lo que ocurre detrás del coronavirus. La vejez suele caracterizarse por la dificultad para asumir e interpretar situaciones nuevas. Se reacciona ante los hechos nuevos con el viejo aparato interpretativo y con el viejo arsenal de respuestas, a menudo oxidadas y obsoletas.

Obviamente, no me refiero a una cuestión de edad biológica. Puede padecerse senilidad de las ideas a los veinte años. La cuestión radica en la capacidad o incapacidad de percibir cuando estamos ante situaciones nuevas, que no pueden resolverse con los instrumentos mentales y políticos de 2005, ni de 1983, ni de 1973, ni de 1968, ni de 1917.

Si realmente se está produciendo un cambio en el esquema de poder mundial, ¡vaya si estamos viviendo un hecho nuevo!  Pero, salvo contadas excepciones, entre las que es imprescindible mencionar a Giorgio Agamben, la intelectualidad de izquierda, en todo el mundo, parece negarse a asumirlo.

Hay un hecho llamativo. La tradicional dicotomía derecha-izquierda parece no significar mucho para el nuevo orden de cosas. Así, vemos a gobernantes autoritarios y “de derecha”, como el húngaro Viktor Orban, que se han plegado y han aprovechado la declaración de pandemia para consolidar y legitimar su autoritarismo. Al mismo tiempo, un gobernante proveniente de “la izquierda”, como el mexicano López Obrador, comparte con los “derechistas” Trump (en guerra comercial con China) y Bolsonaro los denuestos, acusaciones y presiones de la OMS, y un acoso mediático que no se detiene ante sus vidas privadas ni ante sus familias. En cambio,  los “progresistas” Alberto Fernández y el español Pedro Sánchez se mecen en la falda de los “achinados” Gates, Soros y la OMS.

Los motivos son obvios: el nuevo esquema de poder no quiere Estados ni gobernantes fuertes e independientes. Los necesita sumisos, dóciles a las políticas de restricción, control, endeudamiento y -supongo- posterior entrega de recursos. Salvo el Estado Chino, con el que nadie se mete.

Me pregunto por cuánto tiempo la izquierda política podrá seguir esquivando este asunto. Porque no todos los días, ni todos los siglos, el poder mundial se reestructura.

La izquierda, en particular la uruguaya, sobrevive mediante una identidad relacional. Se define a sí misma en relación a lo que considera “la derecha”. Así, muchos creen ser de izquierda porque rechazan a Lacalle y a su coalición, o porque detestan a Trump y a Bolsonaro, o porque quieren ver presos a ciertos militares, o porque repudian a un antiguo y revenido conservadurismo que discriminaba a los homosexuales y prohibía el aborto y las drogas.

La mala noticia es que el mundo que se perfila requiere otras definiciones. Cosas que parecían consagradas, como la libertad individual, el derecho a la intimidad, la democracia, la soberanía popular y la distribución de la riqueza, vuelven a estar en entredicho, no por acción de la derecha o de la izquierda como las conocemos, sino por un nuevo esquema de poder que, basado en el miedo, se está construyendo ante nuestros ojos sin que queramos verlo.

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