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José Joaquín Brunner, sociólogo chileno: Hoy día no hay un horizonte de sustitución del sistema capitalista.

José Joaquín Brunner, sociólogo chileno:  Hoy día no hay un horizonte de sustitución del sistema capitalista.
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Fue el orador estrella en la celebración de los sesenta años de la fundación del CLAEH, -hoy convertido en universidad- y aprovechamos la oportunidad para entrevistarlo. Es un reconocido académico pero tuvo sus andanzas por la política y llego a ser ministro en Chile. Hoy es una referencia obligada cuando se habla de la educación universitaria en América Latina.

Por Alfredo García / fotos Rodrigo López

 

¿En treinta años el 90% de los jóvenes va a ser estudiante terciario?

Así es.

¿No es mucho?

Pero es inevitable a medida que la secundaria se universaliza en términos de graduación, cosa que ya ha ocurrido en varios países de América Latina y en todos los países desarrollados. La siguiente etapa, naturalmente, es que todo el mundo luego de la secundaria entre en la educación superior, aunque tal vez no inmediatamente. Pero a lo largo de la vida todos los jóvenes en algún momento van a hacer su educación superior.

¿La masividad no va en contra de la calidad?

No necesariamente, pero constituye uno de los desafíos más serios: cómo una educación masificada puede ser, a la vez, de calidad y pertinencia para las necesidades de la sociedad y el desarrollo de las propias personas. Ya esa experiencia la hemos vivido con primaria y secundaria. Hay muchos países en el mundo —hoy en día más desarrollados que los nuestros— que han logrado combinar masividad completa con buena calidad. Países con muy distintas organizaciones en su educación lo han logrado hacer, no veo por qué en América Latina no podamos. Entre otras cosas deberíamos tener políticas muy claras en cuanto a priorizar la calidad de la educación temprana, primaria y secundaria, y eso sí que no lo estamos haciendo.

Ayer decías que los primeros cinco años son cada vez más importantes. Si realmente es irreversible lo que pasa en esos cinco años, es complicado llegar a niveles terciarios.

Así es. Está claro que igual pueden llegar, y aun con formaciones muy débiles, pero es claro que eso no se puede resolver a nivel terciario. Es lo que trataba de trasmitir. Muchas veces decimos que no importa mucho que no esté funcionando bien o que no sea de mucha calidad y que no todos terminen la secundaria, porque eso se va a solucionar en la terciaria y ahí vamos a poner el énfasis en la equidad. Esto se usa muchas veces para justificar que los recursos que el Estado destina tienen que ser, principalmente, para la educación superior. A esta altura hay abundantísima evidencia de que eso no resulta así, y de que si uno no compensa las desigualdades lo más cercanamente posible al momento del nacimiento, efectivamente el día de mañana vamos a tener una educación universitaria bastante universal pero de muy mala calidad.

El tema es que los recursos son finitos. ¿A qué hay que apostar primero, en América Latina? ¿A los niños chicos y recién nacidos o a los universitarios? Porque no tenemos recursos para todo.

Tenemos que ir combinando, porque tampoco podemos concentrarnos completamente en la educación temprana y dejar todo el resto, construyendo esto como si fuera un edificio desde la base hacia arriba. Ya tenemos el edificio. Se trata, entonces, de cómo combinamos políticas donde la prioridad efectivamente esté puesta en la primaria, pero eso no significa que el 100% de los recursos van a ir ahí ni tampoco sería lógico, porque los costos son distintos en distintos niveles. Y cada país parte de realidades distintas. Lo que es claro es que la prioridad que le damos a la educación temprana es muy baja, entre otras cosas porque no hay quien presione a favor de eso. Son mayorías sin voz. Y luego es la propia clase dirigente, política, intelectual y académica la que tiene que tomar la voz y decir: “Miren, tenemos que hacer esto como una prioridad, y veamos cómo lo organizamos, de tal manera que lo podamos hacer en un plan”. También esto requiere tener una visión no de cuatro o cinco años, que es lo que duran los gobiernos nuestros, sino de largo plazo.

El movimiento estudiantil chileno habló mucho de la gratuidad de la enseñanza, no se dedicaba demasiado al tema de la educación primaria.

Efectivamente. Y así terminó la demanda de la gratuidad de la educación universal superior a plazo fijo, que tenía un planteamiento de base equivocado, creo yo. Se dijo, incluso, que íbamos a llegar en 2020 a la gratuidad universal. Lo prometió nuestra presidenta, y luego han tenido que reconocer que, efectivamente, nuestro país no tiene ninguna capacidad —ni hoy día ni para el año 2020 ni para el año 2050— de poder financiar universalmente una buena educación superior en Chile, que ya está universalizada. Por lo tanto también ha vuelto a plantearse con mucha fuerza este problema de las prioridades. En esta campaña presidencial todos los candidatos de derecha e izquierda discursivamente están diciendo que una prioridad va a ser la política infantil.

Ese discurso prendió.

Está mucho más asentado.

¿Cuánto importa la autonomía universitaria, hoy por hoy?

Creo que importa, entendida como capacidad de autogobernarse en el plano académico y de asumir, desde dentro de la universidad, compromisos con la sociedad y el Estado. Lo que pasa es que en América Latina llamamos autonomía a algo que en verdad es autarquía. En la tradición latinoamericana se desarrolló algo que en realidad tiene poco que ver con la autonomía de las universidades europeas,  que son el modelo histórico de las universidades. Siempre el peso del Estado fue mucho mayor. Nadie dice que en Alemania, Francia o Inglaterra no hubiese plena autonomía de los académicos para dirigir y orientar su institución con libertad de enseñanza e investigación, pero acá llegamos a entender en un momento que nuestro poder de disposición sobre las propias universidades, particularmente las estatales, tiene que ser total y que el Estado lo único que tiene que hacer es meter dinero a la universidad, en una relación de mecenazgo, digamos, donde el Estado tiene una obligación ético-política de financiar completamente una universidad, y sin pedirle cuentas ni hacerle ningún tipo de evaluación. Estoy exagerando el discurso, porque hoy en día esto ha empezado a cambiar, pero en realidad eso no era autonomía sino autarquía, que incluso llegó a plantearse en muchos de nuestros países —en Chile muy fuertemente— como la autonomía territorial, con esta idea de que llegado el momento tampoco podía entrar físicamente la fuerza pública. La idea de la extraterritorialidad. Nos hemos movido entre esto y, en el otro extremo, con el compromiso político radical con gobiernos o movimientos sociopolíticos de poder, donde la universidad se despega de su propia identidad para volcarse al compromiso

Vincularse a la política.
Exacto. Y obviamente que hoy en día estas universidades tan complejas que hemos ido organizando en el mundo tienen que tener esta mezcla entre su propia autorregulación, autonomía, capacidad de dirigirse y orientarse, y una enorme sensibilidad y muchas redes de vinculación con la sociedad civil, con el sector productivo y con el Estado.

En el Uruguay la universidad tiene autonomía y cogobierno, y son vacas sagradas que no se pueden ni discutir. Es el modelo de Córdoba de 1918, que se da acá y en Argentina, no sé si existe en algún otro país del mundo.

No, pero en América Latina todavía tienen una influencia muy grande. Volveremos a verlo ahora que se van a cumplir cien años de la reforma de Córdoba. Nadie recuerda que los sistemas universitarios y las propias universidades en el año 1918 eran pequeños colegios de elite, tremendamente simplificados, sin investigación, sin profesores de jornada completa. O sea, desde el punto de vista global de la sociedad, lo que se decidiera dentro de estas pequeñas células no tenía mucha importancia, mientras que hoy día las universidades son una parte muy importante de la sociedad. La idea de que la universidad puede corporativizarse radicalmente y ser una especie de propiedad de los profesores en realidad tampoco tiene sentido para lo que la historia de las universidades ha sido en el mundo. No son propiedad de los profesores, son organismos que están al servicio de la comunidad nacional y que tienen que tener unos espacios muy grandes de autorregulación, por las características de su trabajo, pero que obviamente tienen que dar cuenta y mostrar un desempeño que las valide frente a la sociedad, y tienen que hacer un esfuerzo especial por ayudar a financiarse, no solamente dependiendo del mecenazgo sino que también contribuir ellas a su propio financiamiento, a tener inversiones de largo plazo, etcétera. Esto es clarísimo hoy en las universidades estatales europeas. En eso nuestras universidades estatales han seguido una ruta que es completamente distinta. Aun en las universidades de los países más socialdemocráticos, como son los nórdicos, si uno mira cómo se han ido organizando las universidades en los últimos veinte años en Dinamarca, Suecia, Finlandia y Noruega, se ve que es una cosa radicalmente distinta a la que estamos haciendo en América Latina.

Siempre tuvieron mucha vinculación con la industria.

Y muchísima más hoy en día, y siguen teniendo un financiamiento que es estatal básicamente, pero donde el Estado usa instrumentos para transferir ese dinero de modo de permitirle condicionarlo al desempeño, a las tasas de graduación de los estudiantes, a que usted consigue un peso y yo le pongo otro peso de contraparte. Es decir, hay una especie de esfuerzo compartido entre las universidades y los gobiernos, del que acá en América Latina no tenemos ni siquiera la noción.

Se marcan incluso criterios sobre qué carreras seguir, de acuerdo con la necesidad nacional. No estudian veinticinco mil para ser médicos o abogados, es mucho más dirigido el tema, los cupos son limitados.

La mayoría de las universidades efectivamente tienen procesos de selección, y en todos estos países hay una estructura de educación superior no universitaria pero de carácter técnico y tecnológico que son cada vez más sofisticadas.

Y hay una variedad de oferta mucho mayor.

Exactamente.

El gran tema que acá se cuestiona es que el Estado no puede intervenir en lo que se estudia. Acá restringir el acceso a la universidad es un pecado mortal. Entonces tenemos siete mil estudiantes de psicología, por ejemplo. ¿Cómo tiene que jugar el Estado en estas situaciones?

El Estado debiera tener todos los instrumentos, lo que pasa es que aquí no se han desarrollado fuertemente. Tiene que tener una forma de monitorear y evaluar la calidad, la gestión y los resultados de las instituciones, y tiene que usar los instrumentos del financiamiento público como se usa en todos los países democráticos, que efectivamente tienen muchos recursos pero que cuidan cada euro que destinan a la educación superior, con la idea de contrato y desempeño, que originalmente viene de Francia y que implica que la universidad convenga con el Estado un cierto financiamiento a cinco años, plazo pero que se va a ir entregando a medida que se vayan cumpliendo las metas que se acordaron. Y  el Estado respeta que la universidad le diga qué es lo que quiere hacer, pero se ponen de acuerdo y la universidad queda comprometida a cumplir con objetivos, metas y plazos determinados, con unos ciertos niveles de calidad. Y mientras no haya eso en realidad tampoco va a ser posible sustituirlo por una intervención puramente cuantitativa del Estado, porque el Estado tampoco tiene hoy en día la capacidad de decir que “Uruguay a quince años de plazo necesita tantos ingenieros informáticos y tanta gente trabajando en nuevas energías y tanta gente para el mundo de la salud, en sus muy diversas carreras”. Lo que hay que tener son mecanismos mucho más flexibles, pero que efectivamente ordenen una cierta estrategia de mediano plazo del desarrollo del sistema.

Habló ayer de agencias autónomas que controlen el nivel de calidad. ¿Existen en América Latina?

Existen en todos los países de América Latina, sí, con distintas formas, con más o menos éxito, pero desde hace diez o quince años Argentina, Chile, Colombia, Ecuador, y ahora Perú, que acaba de editar su nueva ley, tienen agencias que se llaman agencias o consejos de evaluación, de acreditación o de aseguramiento de la calidad. Tienen distintos nombres pero todas cumplen la misma función. Ya lo decía yo anoche: más de ciento ochenta países en el mundo las tienen. Todos los Estados han logrado, finalmente, conseguir alguna forma de mecanismo que les permita conducir a distancia al sistema. Se usa sobre todo en Europa, de donde viene el término. Antes el Estado estaba muy metido en la administración de las universidades, y en muchos países europeos era el ministerio el que nombraba al rector y a los altos cargos de catedráticos, y todos los profesores eran funcionarios públicos, y manejaba el dinero de la universidad muy ceñidamente.

¿Y ahora?

Hace quince años el Estado ha dicho: “Miren, en realidad yo no puedo hacerme cargo de esto, se ha vuelto demasiado complejo, ustedes están especializados en su propia institución, manéjenla, pero yo voy a timonear y conducir a la distancia, de alguna manera”. Y entre las cosas que tienen para conducir a distancia una principalísima es esta, pero luego ha alimentado miles de instrumentos específicos para dirigir. Dinamarca, por ejemplo, financia una parte del presupuesto de  sus universidades por el número de créditos que van cumpliendo los estudiantes a lo largo de sus carreras. Entonces, por un lado le da un tremendo incentivo a las universidades para decirles que no pueden tener a un alumno diez años ahí adentro pidiendo que el Estado financie todo esto. A medida que se cumple con un crédito o se da un examen y se pasa bien, el Estado va pagando. Entonces lo llamaban “el taxímetro”, porque iba cayendo la bandera. La gente dice que como en América Latina somos pillos la gente va a empezar a regalar los exámenes para ganar plata. Allá son gente seria, son protestantes, muy autoexigentes, y por cierto que el Estado el día que dijo eso al lado creó una potentísima agencia de evaluación y por lo tanto está mirando en qué consisten los exámenes que se toman y cómo se está midiendo la experiencia estudiantil. Y el Estado en todos estos países usa después muy sofisticadas encuestas de experiencia de los estudiantes, para conocer qué es lo que el estudiante efectivamente piensa de lo que le ocurre a lo largo de los años, y tiene mucha información sobre eso. Acá casi partimos del supuesto de que si el estudiante está en la universidad es obvio que va a estar feliz y contento y que le está yendo muy bien y que está aprendiendo muchas cosas, y que da lo mismo si se demora cinco u ocho años, o si se va en la mitad. Bueno, eso no ocurre en ninguno de esos otros países.

Se habla de que pasar por la universidad forma ciudadanos. ¿El rol de la universidad es formar ciudadanos o investigadores?

Es formar integralmente personas con un énfasis en la profesionalización, y finalmente por algo las universidades su docencia la tienen estructurada en términos de carrera y títulos profesionales, pero también las buenas universidades aspiran a darles un cierto sentido más de carácter ético y cultural a las personas. Y esa formación de ciudadanos es muy importante pero también de hacerlos conscientes de sus derechos, pero tan importante como eso es hacerlos conscientes de sus responsabilidades, de sus compromisos, de un sentido de vocación social. Y eso tendemos a no entenderlo por ciudadanía. Miramos una cara, la de que ojalá tenga capacidad y reflexión crítica, pero también tiene que tener capacidad de responsabilidad, de ser autocrítico con respecto a cómo él mismo cumple con sus deberes, si paga o no paga sus impuestos. Esas cosas son esenciales y desde la cuna deberían ser parte de la socialización, en la familia, luego en la escuela y también en la universidad. Pero claro, el foco de la universidad es otro. Cuesta decirlo, porque estas cosas se ponen de moda y formar ciudadanos se vuelve una especie de consigna que se repite y que es políticamente correcto repetir. Está bien, me hago cargo que efectivamente una parte de la educación tiene que tocar estos aspectos, pero centralmente la universidad está formando personas que manejen un conjunto de capacidades, de conocimientos, de destrezas y de habilidades en el plano del ejercicio de sus roles adultos, en el trabajo y en sus responsabilidades como ciudadanos, como padres de familia en día de mañana. Pero no tenemos muy en serio un análisis y un debate sobre materias curriculares en América Latina. Es curioso. Discutimos sobre el gobierno, sobre la participación estatal y muchísimo sobre financiamiento, pero uno se pregunta qué significa formar sociólogos en el siglo XXI, y si realmente necesitan estudiar lo mismo que estudié yo en los años sesenta, cuando la sociología estaba naciendo como disciplina. Desde el día en que esto se masificó, el 10% va a trabajar a una universidad, mientras que el 90% va a trabajar en empresas, en municipios, en ministerios, va a hacer encuestas, va a estar en relaciones públicas, va a ser asesor de partidos políticos. ¿Y qué le estamos enseñando en esta otra parte que va a ser la mayor parte de su ejercicio profesional? Y eso vale para todas las profesiones. La discusión que uno ve que tienen los países de Europa a propósito del acuerdo de Bologna, que les dio vuelta completamente la organización y la arquitectura curricular, es algo que acá ni soñamos tener.

Hay más de cuatro mil universidades en América Latina. ¿Cuántas son de investigación y cuántas son con investigación?

De investigación propiamente uno puede decir que son cuatrocientas, el 10%. Y ahí estoy contando universidades que si uno usara un parámetro americano o europeo nadie diría que son de investigación, pero sí con un parámetro más laxo, latinoamericano. Universidades donde se tome en serio la investigación pero donde se reconozcan los límites de lo que estamos invirtiendo en investigación y del número de doctores que tenemos, haciendo efectivamente investigación, son cuatrocientas universidades. Si queremos ir a universidades de investigación con sentido de cuántas están dentro de las famosas primeras quinientas midiendo con el método chino de Shangai o de los ingleses, no son probablemente más de quince o veinte.

Medio bajo, ¿no?

Es bajo. En realidad lo que debiéramos discutir es si debiéramos tener una o más universidades de clase mundial, entendiendo por clase mundial las cien o quinientas mejores del mundo. Entre las quinientas hay algún país como Brasil que tiene cinco o seis. Chile tiene dos, México y Argentina tienen una o dos. ¿Tiene sentido pensar en una universidad que esté en la liga de las cien primeras y cuyo presupuesto, en cualquier parte del mundo, debe superar los mil quinientos o dos mil millones de dólares? Tengo esta anécdota de una visita de gente de la Universidad de Michigan —que está entre las cien mejores de los Estados Unidos— donde en un momento nos dicen que la Universidad de Michigan tiene un presupuesto de cinco mil quinientos millones de dólares para treinta mil estudiantes. Yo interrumpí y dije: “Mire qué interesante, Chile para su millón doscientos mil estudiantes, con toda su investigación incluida, con doscientas instituciones universitarias y no universitarias, gasta cinco mil quinientos millones”. O sea, lo que ellos gastan en una universidad. Por eso es que yo no creo que en realidad nuestro desafío sea estar en esos rankings ni competir en esa liga, sino que es mucho más importante tener un sistema de educación superior que sea de una calidad razonable para las necesidades de nuestras sociedades, y eso, efectivamente, significa cambiar muchísimas cosas para llegar a ese nivel. Pero no es tener una, porque habría que poner todos los recursos en una sola universidad, y eso no tiene mayor sentido, porque nunca va a poder ser más que para una pequeña elite. Nosotros necesitamos tener doctores, pero que estén en muchas disciplinas y universidades, haciendo avanzar la calidad de la docencia y del país en ese nivel. Y las buenas universidades de América Latina debieran estar preocupadas por la formación doctoral, por ejemplo. Siguen discutiendo apasionadamente la formación de pregrado, pero se supone que una buena universidad por cierto que va a tener un buen pregrado, y su desafío es cuántos doctores está formando para que hagan clase de nivel en estas otras muchas universidades que el país tiene.

Se ha corrido la vara, antes el pregrado era “la” formación universitaria, ahora es muy masiva y los niveles son menores, y es grado y postdoctorado.

Y luego es cómo elevar el nivel medio de la calidad de todas las instituciones. Uruguay tiene un sistema pequeño y entonces estos problemas no aparecen tan dramáticos, pero uno mira en Perú, Brasil, Colombia, México y también Chile, donde tienen cientos de instituciones, y el gran problema es cómo lograr unos estándares de calidad que vayan subiendo progresivamente. Porque tenemos unos sistemas como una cordillera, con puntas de cinco mil metros, y otros que viven allá abajo a ciento cincuenta metros. Ahora en varios de estos países el problema de la equidad no es el del acceso —como Chile y Argentina, donde el acceso se completó en términos razonables— sino que el problema es la desigualdad de la calidad de oportunidades que ahora se ofrecen a todos. Lo que estamos haciendo es llevar a las universidades que están a cinco mil metros de altura a aquellos que vienen de hogares con mayor capital cultural, económico y social, y que pasaron por la mejor franja de todo el sistema escolar, mientras que el joven que viene de un hogar de bajos recursos va a las otras. También él termina en una universidad, eso es lo increíble: va a una universidad, y tiene derecho a hacerlo, pero claro, si le vamos a dar una oportunidad a ciento cincuenta metros en comparación con las oportunidades a cinco mil metros eso quiere decir que no va a poder volar a la misma altura en la sociedad a lo largo de su vida. ¿Cómo logramos un término medio, que sea mucho más equitativo? Bueno, eso significa mejorar mucho la formación de pregrado en el conjunto del sistema. ¿Cómo están contribuyendo las principales universidades? ¿Cuánta gente están formando que el día de mañana van a ser estupendos académicos en una universidad privada y en una nueva universidad estatal que se acaba de crear? Esas son las grandes preguntas, y supone tener, otra vez, una cierta visión de conjunto del sistema.

Pesa mucho el tema de la educación terciaria privada en América Latina.

Muchísimo.

En Brasil el 70% son privadas.

O más, y en un 80% en Chile. Perú tiene más del 50%, Colombia el 50%, Argentina un 20% y México un tercio.

¿Eso no atenta contra la equidad?

No directamente, porque en muchos países esto obviamente hace una contribución al acceso. Luego lo que hay hoy día es que así como vemos una gran desigualdad entre las universidades del Estado —en los países donde hay muchas universidades estatales obviamente que son muy desiguales en recursos, capacidad y calidad— lo mismo ocurre en el sector privado, donde pensar que hoy en día no hay nada más que mediocridad es muy equivocado. Cuando uno toma más bien nuevas universidades, en los nuevos rankings internacionales, y se comparan universidades creadas durante los últimos cincuenta años en  América Latina, aparece ya un número muy interesante de universidades privadas de Colombia, de Chile, de Argentina, de México. De modo tal que el problema no es que la calidad entera esté en lo público y que la mediocridad entera esté en lo privado, sino que el sistema completo tiene calidades y mediocridades mezcladas trasversalmente, y el desafío de los gobiernos es entender que tienen que gobernar con un sistema que es público-privado. Nuestros gobiernos en general —progresistas o conservadores— tienden a concentrarse en una parte del sistema, que puede tener cierto sentido cuantitativo en países donde la matrícula efectivamente en su mayoría es pública, como en Uruguay, pero que no tiene mucho sentido en el resto de América Latina. Decía ayer que si tomamos América Latina como un gran país, vemos que más de la mitad de los estudiantes está en universidades privadas, y son jóvenes mexicanos, brasileños, chilenos y uruguayos exactamente igual que los jóvenes que están al otro lado, en las universidades estatales. Entonces, cuando se crea un sistema de créditos pero solamente para los estudiantes estatales, se está cometiendo una discriminación y una exclusión que no es compatible con ningún ideal de equidad.

Me chocó el tema de las universidades con fines de lucro. ¿Es muy extendido el modelo?

No es muy extendido salvo en Brasil, donde tiene muchos estudiantes.

¿Cómo se mide el nivel ahí?

Porque efectivamente a lo largo de la historia las universidades idealmente siempre fueron concebidas como corporaciones sin fines de lucro, lo que no significaba que no pudieran generar excedentes, pero sí que si de alguna u otra manera los generaban era para usarlos dentro de la propia universidad y no para sus propietarios. Y estas son las combinaciones del nuevo mundo, son los nuevos tipos de proveedores, que han surgido hace ya más tiempo en países más desarrollados como Estados Unidos, donde ocupan una franja muy especial, que es básicamente la de educación a distancia para adultos jóvenes y gente que trabaja, y no tienen más que el 10% de la matrícula total de un país como Estados Unidos.

¿Y en Brasil?

En Brasil es distinto, porque efectivamente son instituciones propias del sistema presencial las que han empezado a estar bajo corporaciones con fines de lucro y ya hay varias de ellas, y algunas han crecido enormemente en términos de cobertura. Hay un grupo brasileño de capitales económicos que ha ido adquiriendo y creando instituciones muy variadas y que hoy día tiene alrededor de doscientas instituciones y más de un millón de estudiantes. Ahora, el Estado tiene mecanismos para actuar frente a este tipo de instituciones. Si es una institución con fines de lucro entonces de partida tiene que decidir si acaso le va a cobrar impuestos y de qué tipo, y si la va a tratar igual que a otras industrias. Segundo, tiene que decidir cómo quiere que esas organizaciones con fines de lucro se organicen. Mire usted los bancos en cualquiera de nuestros países: el Estado les dice con detalle cómo se tienen que organizar, ante quién tienen que informar y qué cosas se consideran hechos fundamentales que obligadamente se tienen que informar, como cuando cambia un socio. Luego puede someterlas a una superintendencia que, igual que sucede con los bancos, controle todo lo que pasa en esas universidades con fines de lucro. Luego puede limitar el lucro, puede decir que va a aceptar que en ese servicio público, dado que el Estado no tiene por sí solo la capacidad de expandirlo, que ellos participen y tengan un cierto retorno a su capital, pero que va a esperar que ese retorno sea como el del promedio de la industria. Es lo que se hace en todas partes del mundo con las compañías eléctricas, por ejemplo. Puede, además, y ahora mucho más académicamente, decir que pueden existir pero que se tiene que acreditar exactamente igual que cualquier otra universidad, y que se va a acreditar a la Universidad de San Pablo, que es estatal, a la Universidad Católica de San Pablo, que es privada sin fines de lucro, y también a la que tenga fines de lucro, y que con los mismos criterios se acreditará si tienen la calidad académica, si los profesores hacen lo que tiene que hacer, etcétera. Ahora, a mí me parece que en esta discusión un poco religiosa sobre la cosa de lucro —y digo religiosa porque además de ahí viene— la oposición no es marxista como a veces se cree en América Latina, y este “antilucrismo” no es un invento del Partido Comunista ni de la gente de izquierda sino estrictamente de la Iglesia Católica, y del siglo de los Concilios Lateraneses,  o sea, esto viene de muy antiguo, y es ahí que se declaró por la Iglesia el principio de gratuidad y desde el principio se tuvo el problema de definir si esa gratuidad era para los pobres o para todos, y de ahí partió la discusión.

¿Lo ve como una tendencia creciente?

Me parece que en lo regular del mundo la educación superior más bien presencial e integral va a seguir en manos de instituciones sin fines de lucro, porque tiene un sentido de bien público muy grande, y el bien público tiene que ser financiado por la renta nacional. Creo que la tendencia de los últimos veinticinco o treinta años muestra que en general el Estado va a tratar de asociar los privados a través de distintos medios, y que por lo tanto se van a crear esquemas de costos compartidos. Y el lucro va a entrar por la provisión de educación superior en las nuevas tecnologías. El mejor ejemplo es mirar lo que están haciendo las más prestigiosas universidades, que si bien siguen siendo universidades sin fines de lucro cobran a todo el mundo, como Harvard o Yale o el MIT, pero siguen siendo sin fines de lucro y toman la plata y la meten por último en un endowment y con eso financian en parte sus programas de equidad y qué sé yo. Pero en paralelo todas están creando sociedades comerciales estrictamente, por ejemplo para ofrecer estos grandes cursos, los famosos MOOC, Massive Open Online Courses, y para eso crearon una sociedad y ahí lo que están viendo es cómo lograr un modelo de negocios que haga sustentable y que dé excedentes, que en ese caso se podrán usar para distintas cosas. Y lo mismo ocurre con otros tipos de emprendimientos. La información científica que proviene básicamente de revistas hoy en día es un gran negocio, desgraciadamente. O sea, Thomson Reuters, que maneja parte de las publicaciones del mundo y provee las bases de datos con las cuales calculan la productividad de cada uno de nosotros, nos miden de acuerdo con un indicador que viene de una empresa privada. Está lleno de operaciones. Los textos carísimos que uno compra. Tampoco tenemos que pensar que esta es la esfera que ha logrado totalmente extraerse de los mercados. Más bien estamos viendo lo contrario. Esto es parte de la gobernanza de los sistemas: tener mucha lucidez en cómo uno maneja estos sistemas. Por ejemplo, si uno hace investigaciones con fondos públicos, como se hace en general, ¿puede uno a partir de eso generar patentes que entonces le den dinero al propio investigador, o no? Hace veinte años Estados Unidos dictó una ley, muy discutida, que permitió eso. Entonces las universidades hoy en día ya no se rigen por la ética científica comunista, o comunitaria, como se llamaba a veces, donde uno descubre algo y lo primero que quiere hacer es publicarlo lo antes posible, porque uno recibe dinero público y dice que el conocimiento tiene que estar en manos del público y hay que abrirlo lo más rápido posible. El día que al departamento de Biología Celular de Berkeley, una universidad pública, después de dictada la famosa ley se le acercó Novartis, la gran empresa farmacéutica, y le dijo que le daba tanto dinero anualmente por los próximos quince años pero que se reservaba el derecho a pedir que se postergara la publicación de algún artículo donde hubiese material de conocimiento que el día de mañana por su potencial de mercado podría resultar en un nuevo fármaco y transformarse en un bien privado para la empresa. Y claro, esas son las grandes discusiones contemporáneas en países donde la investigación aplicada es muy fuerte. La universidad hoy en día puede usar parte de lo que viene de recursos públicos para investigaciones, y tantas cosas del Silicon Valley resultaron de Stanford y de la investigación en universidades, y muchas veces los investigadores hoy en día son los dueños de Google. Hay un tránsito muy grande y hay que saber regularlo, sobre todo en países donde la investigación es todavía bastante más artesanal que en estas otras realidades.

¿Qué es ser de izquierda hoy?

Creo que es mantener unos ciertos ideales que tradicionalmente han identificado a la cultura de izquierda y que tienen que ver con rebeldía frente a los abusos y las desigualdades, y con la búsqueda de objetivos de mayor cohesión e inclusión, pero aplicados a la realidad del capitalismo global y al hecho de que hoy día no hay un horizonte de transformación radical de la sociedad capitalista o de sustitución del sistema capitalista. Más bien estamos en otra etapa que es la consolidación de la expansión global del capitalismo, que es el que se está desarrollando básicamente en el mundo asiático y en el arco que va desde China hasta Rusia. Y en esa etapa se ha vuelto muy difícil mantener los ideales de izquierda en cuanto esos ideales se identifiquen con revoluciones totales que cambien radicalmente las bases del sistema. Me parece que la izquierda que puede tener peso político y cultural es aquella que más bien se plantea en un plano de reformismo. Curiosamente lo que terminó apareciendo como el gran derrotado del siglo XX, las propuestas socialdemocráticas que decían que tenía que haber algún tipo de posibilidad de políticas sociales y socialistas dentro del capitalismo de los países europeos, y que fue aplastado por el surgimiento de la alternativa soviética, en realidad en el siglo XXI es la única posibilidad, lo que uno ve como posible en la izquierda. No es políticamente correcto decirlo, porque ser de izquierda implica, al parecer, una pasión determinada en el lenguaje. Yo he optado por no querer tener esa pasión del lenguaje, y entonces uno es sospechoso de neoliberalismo. Abiertamente digo que me parece que una izquierda contemporánea que no esté dispuesta —en su caja de herramientas de política, porque las herramientas son los instrumentos para hacer política pública— a aceptar ni un instrumento que venga directa o indirectamente del neoliberalismo, está equivocada. Nuestra superioridad no está en el plano de qué instrumento usamos, sino en el plano de qué concepción de mundo tenemos. Y ahí podemos y tenemos que seguir aspirando a un mundo constituido de otra manera. El hecho de que quiera saber regular los mercados no es porque haya aceptado el pacto con ellos como si les hubiera vendido mi alma como el Fausto. No es eso. Pero creo que es un error total no meterse a estudiar cuáles son todos los mejores instrumentos para regular los mercados, porque me doy cuenta que hoy día los mercados están ahí como el océano, y decir que no quiero navegar porque navegar es una cosa muy peligrosa y meterse al mar es pactar con los dioses de los mares, me parece que es una actitud que no nos lleva a ningún lado.

¿Cómo ve el problema de la corrupción que es hoy un flagelo no solo en América Latina?

Es mundial y viene con este avance de los mercados, porque en realidad es la racionalidad del mercado, de las transacciones, de los contratos individuales y del dinero la que se ha vuelto expansiva como lógica, como racionalidad, y que entonces lo penetra todo, desde a la política y al Estado en primer lugar pero también a la iglesia y la religión, a la erótica, todo, todo es transformado en contrato individual, y todo es intercambiable en el mercado. De alguna manera no es una novedad, porque la prostitución, por ejemplo, para hablar de ese contacto entre el mercado y el sexo, viene de muy antiguo y por algo se dice que esa es la primera profesión. Pero la manera sistematizada en que el mercado logra ahora hacer estas cosas, ya no como una aventura semiclandestina en pequeños lugares externos a la ciudad, sino que en el centro de todas las operaciones del mercado, efectivamente, plantea una tentación de corrupción muy grande, como vemos ahora.

¿Cómo se enfrenta esto políticamente?

Me parece que lo más grave desde el punto de vista democrático es el uso que determinados grupos y medios de comunicación pueden hacer de los escándalos a propósito de la corrupción, que es un elemento que si uno lo une a una cierta judicialización de la política y al nuevo papel que los fiscales empezaron a jugar en Italia con Mani pulite (Manos limpias), y después en otras partes de Europa y que ahora clarísimamente están jugado en América Latina, uno dice que ahora por primera vez hay un frente nuevo de poder que puede, efectivamente, destruir la política en base al escándalo, derrotando a la política en sus bases morales, diciendo que la política entera es corrupta y los políticos no son sino corruptos, y eso a mí me parece extremadamente peligroso. También es un problema cómo se combate al mercado aceptando que en realidad existe el pecado en el mundo, porque uno cuando habla políticamente de estos problemas termina hablando de religión. Es la idea de que en realidad hay que contraponer al mercado una especie de purismo total en el plano moral y andar todo el día a la caza de pecadores, y esta es la nueva inquisición. En mi propio país hoy día veo a los políticos con la vergüenza con que llegan a los programas de televisión, porque la primera pregunta que les hacen es que cuánto robaron la última semana, mirándolos a la cara, a los ojos, y no hay nadie que le responda al periodista: “¿Y usted qué se ha creído?”. Nadie responde, empiezan a dar malas excusas, a decir que ellos no tienen ningún juicio. Y el periodista siempre tiene la solución de decir que él no lo está enjuiciando legalmente, porque eso le corresponde a la Justicia, pero que él le está exigiendo un parámetro ético. El periodismo se ha ido transformando en el nuevo monopolio de la ética. Y también creo que ese es el tipo de cosa que tenemos que discutir, porque si la sociedad está completamente mediatizada y los medios son un poder y las redes sociales están penetrando también en ese cuadro, entonces son nuevas constelaciones de poder, y nadie se pregunta que cómo se controlan, que quién controla que realmente el periodista tiene el derecho a ser el juez ético de la política. La vieja pregunta: ¿quién es el guardián de los guardianes?

Reivindicás la política como actividad.

Totalmente, la política y el incorporarse en la política, y el defender y argumentar públicamente respecto de la política y de cómo está siendo corroída, a veces por buenas razones —y entonces hay que saberla defender con buenas razones— pero a veces por malas razones, porque son nuevas constelaciones de poder que se están disfrazando de inquisición ética, además sabiendo, con la experiencia del siglo XX, hacia dónde lleva esto: a soluciones de los grandes salvadores éticos, que pueden ser muy de izquierda, como el bolchevismo, o muy de derecha, como el fascismo. No es una sorpresa que esos sean términos que empiecen a aparecer otra vez en la discusión.

¿Quién gana en Chile las elecciones?

Si fueran ahora —o más adelante pero en un cuadro político más o menos que siga evolucionando en los parámetros actuales— ganaría Piñera, el candidato de la oposición de la derecha, o de la centroderecha, como se le suele llamar en Chile. Y tendría que haber cambios muy significativos en algunos de los parámetros en términos de la política del gobierno o de la popularidad de la presidenta actual, o de algunos de los candidatos que aparecen más en la línea de continuidad de centroizquierda o del nuevo tipo de frente de izquierda que está emergiendo con el nombre de “Frente Amplio”, para que pudieran amargar las posibilidades de Piñera. Por el momento no parece darse eso, y más bien las dinámicas con que están operando estos otros sectores del centro hacia la izquierda me parece que no tienen en sí la fuerza para volver a ganar una mayoría en noviembre.

¿Cambia algo el modelo chileno con los cambios de gobierno?

Todo depende de en qué nivel hablemos de modelo. En Chile la costumbre implícita ahora es hablar de un modelo de política, y en el fondo el medidor es cuán neoliberal o estatizante se es dentro del capitalismo. Más capitalismo de mercado o más capitalismo de Estado: ahí se juega la balanza. Nadie ha puesto en juego la estructura del modo de producción, para decirlo en términos de las relaciones de producción. Nadie está proponiendo una alternativa al capitalismo, sino que lo que se propone son variedades de capitalismo. “Capitalismo con rostro más humano”, como se llamaba en mi juventud, y en el fondo seguimos hablando de lo mismo: variedades de capitalismo más sensible o abiertas al mercado o a unos ciertos controles y regulaciones estatales. De modo tal que nada hace presagiar que en Chile va a empezar el desplome del capitalismo, no creo. Las alternativas más bien son estas variedades, como en el resto de América Latina. Desde el momento en que empezó una cierta apertura en Cuba, lo que está buscando Cuba es cuál va a ser su variedad de capitalismo. Por el momento es bastante artesanal y turístico, digámoslo así.

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Alfredo Garcia Nació en Montevideo el 9 de agosto de 1954. Es Licenciado en Historia por la Universidad de Estocolmo, Suecia; que fue su lugar de residencia entre 1975 y 1983. Hizo un postgrado en Marketing y realizó los cursos del Master de Marketing en la Universidad Católica de Montevideo. Trabajó durante veinte años en la industria farmacéutica en el área privada. Su labor como periodista comenzó en los semanarios Opinar y Opción a principios de los ochenta. Participó en 1984 en el periódico Cinco Días clausurado por la dictadura. Miembro del grupo fundador del diario La Hora, integró luego el staff de los semanarios Las Bases y Mate Amargo. Escribió también en las revistas Mediomundo y Latitud 3035. Es el impulsor y Redactor Responsable del Semanario Voces. Publicó el libro Voces junto con Jorge Lauro en el año 2006 y el libro PEPE Coloquios en el año 2009. En el año 2012 publica con Rodolfo Ungerfeld: Ciencia.uy- Charlas con investigadores. En 2014 publica el libro Charlas con Pedro y en 2019 Once Rounds con Lacalle Pou. Todos editados por Editorial Fin de Siglo.