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José Miguel Onaindia La burguesía no consume cultura

José Miguel Onaindia  La burguesía no consume cultura
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Hace años que es más uruguayo que muchos de nosotros y trabaja por la cultura en nuestro país. Por su formación y experiencia ha sido un aporte enorme al arte escénico local y ayudó a catapultarlo al mundo. Es hombre de ciclos cortos, -por autodefinición-  y culmina este mes su rol en el Sodre y viaja por un tiempo a España. El Uruguay no debe ni puede prescindir de su talento. Les dejamos una síntesis de la charla que mantuvimos en su apartamento en la plaza Zabala.

 

Por Leonardo Flamia y Alfredo García / Fotos: Rodrigo López

 

PERFIL:

Nació en pleno centro de Buenos Aires, en 1954. Vivió su infancia en Caballito, y después en Recoleta. Viene de una familia de docentes. El abuelo era profesor de Matemática y fue presidente del Consejo Nacional de Educación. Su padre murió cuando él tenía once años y fue muy perseguido durante el peronismo. Llegó a estar exiliado en Montevideo. Su madre también fue docente. Tiene una hermana mayor. Es abogado.

¿Dónde nace el interés por las artes escénicas?

Fui al teatro y al cine antes de aprender a leer. El primer código simbólico que aprendí fue el audiovisual y el escénico. Frente a casa había un cine donde íbamos a ver todo lo que había. En casa eran muy liberales, y el contacto con la cultura fue directo. En casa no había artistas, pero en la familia de mi madre hubo músicos de tango. No vengo de una familia de intelectuales, pero sí de una familia donde había un gran valor por la cultura. En mi casa no se admiraba ni el dinero ni el poder de las armas. Eran valores que no estaban presentes. Pero sí la inteligencia. Y con una apertura de mente importante. En el respaldo de mi cama teníamos un crucifijo, porque éramos católicos. Había también un retrato de Alfonsina, suicida, y otro de Sarmiento, odiado por el catolicismo argentino. Tuve un noviazgo con una bailarina del Colón, que me permitió ingresar al mundo de la danza. Después terminé siendo abogado y amigo de todos esos bailarines que conocí en mi adolescencia.

Tu juventud se dio en una época muy efervescente.

Ingresé a la universidad entre Montoneros, las FAR y los grupos católicos. Era una efervescencia enorme. Estaba el Che Guevara al lado de Cristo. La guerrilla argentina estuvo muy mezclada con la derecha católica, con la religión. Recuerdo el grupo Tacuara. Había una mezcla de mate, poncho, Perón, Che Guevara, en una mélange ideológica importante. Después resultó lo que resultó.

El golpe del 76 te toma ya en la universidad.

Sí. Estudiábamos ciencia ficción, decía yo. Lamentablemente mi formación más fuerte fue entre las dos grandes dictaduras argentinas, encadenadas por ese peronismo que se parecía más a una dictadura que a un gobierno electo. El elemento militar y autoritario del peronismo es algo muy visible aunque intenten taparlo. El otro día Página 12 le dedicó una tapa a la ministra de Educación de Buenos Aires, que hizo unas declaraciones sobre la educación pública, y la vinculan con que estudió en el Colegio Alemán. Lo que no dicen es que todos esos alemanes llegaron en la época de Perón, cuando fundaron ese proyecto pedagógico amparados por el peronismo. Hay un periodista, que hizo un ensayo muy interesante sobre la llegada de los nazis a Argentina y su relación con Perón. Perón nunca visitó un país democrático. Antes de ser presidente visitó la Alemania nazi, la Italia fascista.

Estuvo exiliado en la España de Franco.

Sí, en el Santo Domingo de Trujillo. Eran sus amigos. Pero nos vamos de tema. El final de mi infancia y mi adolescencia coincidieron con la dictadura de Onganía, que fue muy fuerte desde el punto de vista del proyecto católico. Luego pasó por ese peronismo y esa cosa mezcla de Cámpora y Solano Lima con ciertas liberaciones, pero siempre con una carga autoritaria. Por eso para nosotros venir a Uruguay era venir a un territorio de libertad.

¿Venías de vacaciones?

Vine de vacaciones por primera vez en el verano del 78. A partir de ahí conocí prácticamente cualquier punto del país. Me parecía increíble que Uruguay tuviera como candidato a Ferreira Aldunate y nosotros a Cámpora y a Balbín. Nosotros decíamos que el que pierda en Uruguay, que venga a gobernar la Argentina. Era un chiste de mi adolescencia. O el que perdiera la Intendencia de Salto, al final (risas). Tenía más mérito que el presidente. La cultura uruguaya. La primera poesía que aprendí fue La Higuera, de Juana de Ibarbourou. Tenía libros de José Enrique Rodó, Delmira Agustini, Horacio Quiroga… Después apareció Benedetti, las canciones, las novelas, los poemas. Hay un gran recital de Nacha con Favero que se llama “Nacha canta a Benedetti”. Ahí empecé esa relación con Benedetti, que es tan fuerte. Después Galeano, con Las venas abiertas.

¿Cómo llegás a la gestión cultural?

Lo que hoy se llama gestión cultural empecé a hacerlo en las asociaciones de apoyo a la música y a la ópera que había en Argentina. Ahí me hice fanático, iba mucho a la ópera y al ballet. Me integré a la Institución Richard Wagner, una institución musical. Estas instituciones culturales se dieron en toda la región, como aquí con el Centro Cultural de Música. Son grandes promotores de la cultura. No me gusta la palabra gestión, la uso porque es lo que se comprende en la jerga de hoy. Pero me parece que es bajarla de categoría.

Suena a empresarial.

Sí. Pero son instituciones que pueden producir algo, promoviéndolo, con una posibilidad de operar sobre el sistema. Mi formación más académica en la gestión está muy vinculada al Derecho, porque empecé dando Derechos Humanos en la Facultad, cuando se inauguró la cátedra después de la dictadura militar. De ahí me fui perfilando hacia los derechos culturales.  El contenido de la gestión cultural es un poquito difuso. No es una ciencia, es una práctica que se nutre de la administración, de la economía, del derecho y, fundamentalmente, de una comprensión de la cultura. Creo que a mucha gente que se dedica a esto, lo que le falta es una formación y un compromiso cultural. Se pone mucho acento en la técnica, en cómo planificar, pero no en el contenido. Veo una visión empresarial o superficial de lo que realmente es la gestión cultural.

Pasa en varios ámbitos eso. Mucha técnica y poco contenido.

Bueno, pasa en la política. Ayer leía una nota de Emmanuel Macron. Podés discrepar, pero hay pensamiento, hay una idea nueva, no se repiten clichés ni fórmulas todo el tiempo. Es alguien que, frente a un mundo totalmente desbaratado, frente a circunstancias no previstas, al menos plantea otra organización del mundo, una visión nueva de la democracia. Hay repetición, hay exceso de información. La ilusión de que sabés mucho, porque te pasan mucha información, no te posibilita profundizar.

Falta profundidad. Hay un gran conocimiento general pero superficial.

Muy superficial. Incluso lo digo como autocrítica. Yo tenía una visión del panorama de lo que sucedía en el mundo que era muchísimo más completa cuando existía el diario en papel y podía leer uno o dos diarios, con suerte. Ahora accedo a artículos y opiniones de todos lados, y realmente no me queda nada bien armado en la cabeza. Es difícil, pero tengo cierta sensación personal de agobio. Se nos ha desarticulado. Ahora te despertás y tenés ese teléfono con todas esas posibilidades, con las redes sociales. Tal vez el juguete nos canse en algún momento, y volvamos a algún método un poco más orgánico.

En el 2000 tenés la primera experiencia pública.

Trabajé en el Poder Judicial, fui asesor en el Poder Legislativo, y en el Ejecutivo, en un cargo que me ofrecieron en el gobierno de Fernando de la Rúa. Fue una sorpresa. Yo simpatizaba con la Alianza, pero no vengo de la militancia política. Es una de mis pasiones, pero tengo una relación más de estudio que de militancia. Pero sí durante los años noventa, con la reforma constitucional del 94 y después con la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires, escribí dos libros que fueron los primeros comentarios a esas constituciones. En esa década tuve mucha participación académica, y sobre todo en los medios públicos en temas vinculados a lo constitucional, lo político y lo cultural. Justo cuando asumió de la Rúa, yo manejaba un conflicto con los bailarines del Colón. Me vinculaban como un abogado que tenía una inserción en el mundo cultural. Recibí el siglo XXI en Punta del Este, y después me fui a hacer un curso a la Universidad de Salamanca. El día en que llegué, empecé a recibir faxes pidiéndome que me comunicara con Casa de Gobierno. Sonó el teléfono. “Habla el edecán del presidente de la República”. Era un 5 de enero, noche de Reyes. Me ofrecieron la dirección del INCAA (Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales). Y la verdad es que no tuve ninguna duda. Toda la racionalidad indicaba que debía decir que no, porque no conocía al grupo político ni era un medio en el que yo estuviera referenciado, más allá de mis inquietudes por el cine.

¿Por qué te lo ofrecieron?

Me lo ofrecen porque el menemismo había tenido, como director del Instituto, a Julio Mahárbiz, que era una persona que venía de los medios, con un alto grado de conflictividad. Un hombre vinculado a la derecha, muy nacionalista, y que había hecho una administración muy desprolija. Yo era como la contracara, el abogado especialista en derecho constitucional, transparente, culto, o por lo menos con apariencia de culto (risas). De la Rúa me conocía de la universidad. No es que tampoco les pareciera un extraterrestre. Y les voy a decir la verdad: no fui muy bien recibido, porque no me conocían los radicales, ni los peronistas. Pasé a un cargo que es el que tiene mayor presupuesto. Yo tenía más presupuesto que toda la Secretaría de Cultura de la Nación, porque se nutre de impuestos propios.

¿De qué monto hablás?

En dos años, en esa época de presupuestos de recortes, administré ochenta y tres millones de dólares. Y además la visibilidad que te da el cine en sí mismo, el cine de ese momento producía treinta y cinco o cuarenta películas al año. Acepté el cargo, y la inserción fue dura, pero después fui logrando apoyatura. Pasó que, mientras el país pasaba por una crisis política y económica severísima, el cine iba por un camino paralelo. Por ejemplo, El hijo de la novia, había ganado el premio del público en el festival de Montreal. Cuando volvimos, se hizo una sesión en Olivos, el presidente vio la película y nos dio una cena. Veintinueve de noviembre, pocos días antes de la caída del gobierno por lo que yo llamo un golpe de Estado.

¿Los ves así?

La caída de De la Rúa fue muy bien planificada por el peronismo desde que asumió. No puedo decir que me haya tomado totalmente por sorpresa, pero todos suponíamos que iba a imperar un poco más de racionalidad, o que el ataque iba a ser menos abrupto de lo que fue. Pero ese es otro tema. Esa fue mi primera experiencia y la ajenidad de la política creo que me granjeó un gran respeto en el mundo del arte y de la producción. Es un mundo muy complejo, con una producción cinematográfica, donde el Estado es la columna vertebral, sin el cual no hay cine. Llegué al cine argentino en un momento en donde se produce una gran renovación. Empezó a aparecer una nueva generación, no solamente de directores, que generan un lenguaje y una estética nueva, sino que también se renueva el mundo de la producción. Aparecen los canales de televisión, aparecen Polka, Patagonic. Las empresas apostaron a un cine industrial de calidad. Se abarató la posibilidad de filmar cine de autor en mejores condiciones tecnológicas.

Hubo una especie de boom.

Fue un momento de gran efervescencia, donde todo el mundo puso el ojo en el cine argentino. Lucrecia Martel era disputada por Cannes y Berlín, y estábamos con La ciénaga decidiendo a qué festival ir. Finalmente fue a Berlín, y en Cannes la llevaron de jurado. Todo se produjo en muy poco tiempo, esa impronta internacional. Lo conecto con Uruguay, porque acá llego en un momento en donde también hay una renovación en las artes escénicas, tanto en el teatro como en la coreografía, y un movimiento muy importante que ya estaba desarrollado cuando llegué pero que, un poco con mi gestión en el Solís y después en el INAE, tuvo un cauce y el diseño de una política de apoyo a estas expresiones. Y también la atención internacional, algo parecido a lo que sucedía con el cine argentino en los foros internacionales, que se dio acá con el teatro y fundamentalmente con la dramaturgia uruguaya.

¿Qué te lleva a venir?

Una desazón profunda de sentirme en una sociedad en la cual ya no tenía vínculo. Ya en mi madurez, sentí que no encontraba elementos en ninguno de los sitios posibles para ubicarme y tener una misma percepción de la realidad. Esa cosa de forzadamente tener que estar en un lugar o en el otro, esa cultura del amigo-enemigo, que además se traslada a la vida cotidiana. Había gente que te saludaba mal porque habías escrito un artículo crítico que no le había gustado. Una sociedad con una carga de violencia importante. Vine exploratoriamente. Lo decidí en 2011. Sentía un divorcio muy grande con lo que era el poder oficial. Vine a hacer todos los trámites cuando ya se sabía que Cristina Kirchner reiteraba su mandato. El día de las elecciones, cuando ya se sabía el resultado, voté y me tomé el Buquebus. El lunes siguiente señé un apartamento. Pero no vine por una fobia con el kirchnerismo. Tampoco coincidía con el resto. No había algo que me amparase. Era muy difícil licuar un pensamiento intermedio. Eso me tensaba mucho.

¿Tenías contacto con gente de la cultura uruguaya?

Pocos. Tenía muchos más contactos en España. Me precedió Facundo Almeida, director del MAPI, que fue uno de los que me impulsó a quedarme aquí. Después conocí a Gabriel Calderón, a Mariana Percovich, a Marianella Morena. Conocí a Gerardo Grieco, con quien habíamos recibido un mismo premio el año anterior en el Cervantes. Pero no tenía amistades profundas. Empecé a escribir para Perfil, en una columna que se llamaba Desde la otra orilla. También escribía algunas colaboraciones para ADN, la revista cultural de La Nación. Empezaron a pasar cosas. Publiqué un artículo en Perfil sobre Antígona oriental en el Solís, diciendo que me llamaba la atención que esa obra, que cuestionaba la política gubernamental, estuviera en un teatro oficial, con auspicio de la Secretaría de Derechos Humanos del gobierno al que estaban criticando. Después, no sé cómo, me hice amigo de Margarita Musto. En ese momento, Ana Knobel era la directora de Artes y Ciencias de la Intendencia y me encargó un trabajo. Estaba por armar el Distrito de las artes, y le hice un proyecto de ordenanza. Ahí lo conocí a Héctor Guido, quien termina ofreciéndome trabajar en el Solis, en 2013, con Cacho Bagnasco.

Y luego fuiste al INAE.

Cuando asumió el segundo gobierno de Tabaré, Mautone y María Julia Muñoz me propusieron hacer el FIDAE, primero, y después el INAE. Fue en esa secuencia. Donde hubo una obra más desarrollada fue en las ediciones de 2017 y 2019. Dentro de mi mundo profesional es lo que conservo como el momento de mayor plenitud, donde pude hacer muchas cosas, tuve un gran acompañamiento de todos los sectores, y de gente muy joven. Fue muy interesante. Dentro de lo que es la gestión cultural, creo que pudimos hacer algo bastante arquitectónico para la cultura uruguaya y específicamente para las artes escénicas.

Hay voces críticas a la continuidad de determinadas políticas culturales en el Uruguay.

Estoy de acuerdo. Uno de los graves problemas que tienen las políticas culturales es que cada cosa que llega se queda como una capa geológica. Se hace una biblioteca en Casavalle, que después no tiene sentido, porque no va nadie, porque Casavalle se convirtió en un barrio “burgués” y la gente ya tiene computadoras en la casa, pero hay que seguir con esa biblioteca porque si la cerrás parece que estás atacando la libertad de expresión y la cultura. Creo que lo importante es encontrar políticas. Por eso me pareció interesante esta cuestión de ciclos. Me hubiera sido bastante complejo si me hubieran ofrecido continuar en el INAE, porque para mí era un ciclo cumplido. Esta fue mi obra. Después corrés el peligro de repetirte, de no comprender lo que viene detrás de ti. Corrés el peligro de aburrir, de no ser imaginativo. También las políticas culturales están en un contexto social determinado. A mí me tocó un contexto interesante, porque pasaban cosas en la creación, y había mucho interés del mundo por Uruguay, que sigue siendo un país con un prestigio del que no sé si los uruguayos tienen consciencia.

Creo que no hay consciencia.

No la hay. Hoy Uruguay es una carta de presentación en el mundo, porque está vinculado al respeto por los derechos, a la democracia. Es un ejemplo para el mundo. Cuando hicimos la semana del teatro uruguayo en el Teatro Español, todas las grandes avenidas, los metros y las estaciones estaban tapizadas con ese cartel, y en la Plaza del Callao, que tiene la pantalla más grande de Madrid, veías a Estela Medina, a Malena Muyala, a Marianella Morena. Y eso pasó porque era Uruguay. No sé si le hubiera pasado a otro país latinoamericano. Y pasó porque era muy interesante lo que teníamos para mostrar. No es que hacían una concesión artística a un país que políticamente resultaba simpático. Pero creo que en Uruguay no hay percepción de eso.

Al ballet en Uruguay nadie le daba corte, hasta que llegó Bocca.

Igor Yebra dice que tuvieron que venir un vasco y un argentino a hacer el ballet.

¿Ningunea el uruguayo a la cultura?

Hay un problema de autoestima baja. La concentración de talento que hay en tres millones de habitantes es muy alta. Si decís: “escritores del siglo XX”, aparecen tres o cuatro uruguayos, pero no tres o cuatro de otro país sudamericano. ¿La tregua es menos leída que Cien años de soledad? Quiero hacer esa investigación. Creo que son las novelas más traducidas y leídas de la literatura hispanoamericana del siglo pasado. Borges y Cortázar eran grandes figurones, pero de una literatura que leía muy poca gente. Cortázar se leía un poco más, a Borges no lo leyó casi nadie, ni aun los que los adulan. Hablo de títulos, no de escritores. No creo que  ningún Vargas Llosa haya tenido tantos. Me encanta como novelista, lo disfruto mucho más que leer a García Márquez. Pero ni Vargas Llosa, ni Carlos Fuentes. A lo mejor Isabel Allende puede ser que tenga más lectores. Lo que pasa es que algunos uruguayos consideran a Benedetti como una especie de Paulo Coelho. No lo valoran.

Hubo una especie de parricidio de las nuevas generaciones y Benedetti fue el blanco.

Es el más famoso. Me llama la atención que sesenta años después de escrita una novela se siga imprimiendo. Hay pedidos de traducción al chino y al árabe para La tregua. Me llama la atención que haya un equipo de artistas contemporáneos creando sobre esa novela un nuevo formato audiovisual. Algo pasa con esa novela, y permite que sea todavía fuente de inspiración. Habrá franceses a los que les guste menos Madame Bovary y más algún Balzac. Me pasa con la literatura argentina que algunos autores están sobrevaluados.

También son muy antihéroes, Santomé y Avellaneda.

Son muy ordinary people. Capaz ese es el problema, que le da categoría literaria a lo que realmente no lo tiene. Generalmente están o los malditos o los héroes. Él no, él tiene oficinistas, empleadas, una historia común, aunque un amor truncado por una muerte inesperada tampoco es que esté narrando una tragedia griega. Creo que el poder de la novela está ahí, en esa sencillez que la torna muy existencial. Casi todo el mundo, al final, se parece más a un personaje de Benedetti que a uno de otros autores. Si la transferencia marca el gusto, todos somos más parecidos a Santomé que a algún otro héroe literario.

Tenemos que traer a un argentino para que revolucione el cine uruguayo.

Tuvo algunos puntos interesantes. Whisky es una gran película. 25 Watts también está muy bien. Todo lo de Stoll, en general. Una película que me encanta se llama La demora, de Rodrigo Plá, con un protagónico de Roxana Blanco que es extraordinario. Es una película de gran nivel. El problema del cine uruguayo es que es muy difícil tener una producción que te permita tener una posibilidad de impacto. El cine, como el teatro, es muy de prueba y error. Tal vez habría que apostar más a la ficción televisa, a que hubiera un entrenamiento. Es raro que un país de la población y el tamaño de Uruguay tenga cine. Que tenga técnicos y actores de calidad. O un movimiento teatral. En Montevideo tenemos un entramado de salas públicas que la mayoría de las capitales latinoamericanas no tienen. Hay más movimiento teatral en Montevideo que en Roma. Roma tiene menos teatros que Montevideo. Vas a la Cinemateca y está completa. Hay una efervescencia cultural. No hay una autopercepción de la relevancia que tiene la cultura.

Cada uno quiere tener su obra, su teatro, su murga, su cuadro de fútbol. Hay un individualismo.

Es un tema interesante para desarrollar. Es una tendencia peligrosa, pero no es solamente en Uruguay. El sistema teatral porteño está absolutamente implosionado. No hay ninguna claridad de lo que se te ofrece, de profesionalización de las artes. Hay un conflicto bastante complicado en este parate. Deberíamos repensar. Hay un tema interesante en cuanto a revisar la legislación, generar una nueva institucionalidad. Hay un hecho que no se ha percibido públicamente, que es la creación de los institutos, apostar a una gobernanza cultural nueva. Me parece una apuesta interesante, que haya un instituto de artes escénicas creado por ley, con presupuesto.

¿Hacia dónde va la cultura? ¿Se está globalizando de tal manera la cultura que no va a haber lugar para las culturas nacionales? ¿Cómo lo visualizás?

Vamos a un mundo de una gran multiculturalidad, de una enorme cantidad de expresiones que van a convivir. Es un gran momento de confusión, también. Hay una explosión de la tecnología, que vimos todavía más clara con la pandemia. Lo que va a haber es una posibilidad de expresión enorme. La pregunta es cómo lo ordenamos. Vengo de un mundo cultural donde era posible estar al día en materia literaria, cinematográfica y teatral. Se veían cuatro películas por semana y escribía un universo limitado de personas, que publicaban. Yo hoy entro a una librería y me voy con una gran angustia porque no sé qué comprar, cosa que no me pasaba antes. Ya no se puede estar al día ni siquiera en literatura. Si te digo literatura uruguaya contemporánea, cada vez veo un escritor que desconozco. ¿Cuántos libros tenés que leer para poder tener una noción de lo que pasa en el mundo? Entramos en una etapa donde vamos a tener que tratar de organizar mejor los contenidos. Pareciera que todo puede estar en cualquier lado. En este momento estamos frente a un espejo roto.

 

¿Qué se debe hacer?

Tenemos que empezar a recomponerlo. Y eso en un país con gran institucionalidad. La diferencia de Uruguay con el otro país que conozco bien, que es Argentina, es la fuerza que tiene lo institucional. En Argentina en algún momento el Teatro San Martín ordenaba, pero no siempre. En cambio, aquí hace muchos años que la Comedia Nacional tiene un peso en lo que sucede en la cartelera teatral. Las instituciones tienen peso. En Uruguay, al menos, hay un gran desafío y una gran responsabilidad en las personas que están en la esfera pública, en cuanto a tratar de organizar todos esos materiales diversos.

¿La institucionalidad fuerte no es un freno, también?

No. La institucionalidad acá también es privada, no viene solamente del Estado. En otros países de Latinoamérica no hay un Teatro El Galpón. O El Circular. Esos grupos, que normalmente son uniones transitorias. Es un sistema cultural propio. No sé si es peor o mejor.

¿No han surgido por fuera de esta institucionalidad?

Muchas cosas sí.

En la época de Rosencof la Comedia Nacional tenía que hacer Florencio Sánchez.

Hay una discusión sobre qué es lo que tiene que hacer un elenco oficial, o cuál es su misión, en un sistema en el cual hay muchos otros actores. Ahí hay muchas lecturas posibles. Más que el tipo de repertorio, lo que marca la diferencia son los sistemas de producción. Eso es lo que verdaderamente divide los circuitos. Vos hacés teatro independiente, con subsidio estatal o de alguna forma, y eso te marca una posibilidad. El teatro oficial, que cuenta con infraestructura, con tiempos de ensayo, con salas, puede optar en una diversidad de paletas. No creo que haya que oponerse a los repertorios clásico o popular, o la experimentación… Pero lo podés hacer con un sistema de producción y trabajo que marque una diferenciación. Si el público no va al teatro oficial a recibir algo que no va a recibir en los circuitos privados,  ahí hay un problema, porque se empieza a perder el sentido de la existencia del teatro oficial.

¿Cómo fue tu experiencia en continuar en la Dirección de Cultura una vez que cambió el signo de gobierno?

Recibí la invitación por parte de Martín Inthamoussú para integrarme al gobierno. No tuve ningún inconveniente.

Lo conocías de antes.

Por supuesto, tanto a él como a Mariana Wainstein. Los conozco desde que llegué acá. Con Mariana nos tratamos más en Madrid que en Montevideo. Pero son personas con las que he tenido una relación artística, desde proyectos para el Solís y el INAE hasta charlas e intercambios de pensamiento. Obviamente percibo las diferencias, y no conocía en forma personal al ministro Da Silveira y a la viceministra Ribeiro, pero los he leído. No tuve duda. Por otro lado, lo consulté, acerca de cómo podía ser recibido. No tenía esa experiencia, porque yo había pasado de un gobierno del Frente Amplio en la Intendencia a un gobierno del Frente Amplio en el gobierno nacional. Este cambio de pasar a un gobierno de signo diferente no lo había vivido. Lo testeé con gente del medio, con amigos, con algunos referentes políticos que habían sido los que me habían convidado a estar en las gestiones anteriores. No pedí permiso, cosa que nunca hago, pero sí pedí opinión, porque la opinión me nutre. Me pareció algo natural.

En Argentina habría sido más complicado.

Habría sido muy complicado. En Argentina no es que no suceda, lo que pasa es que cuando sucede te exigen que te pongas claramente el nuevo uniforme y manifiestes tu adhesión. Pasa por otro lado. Como dije antes, yo no milité políticamente y me llamaron de un gobierno en el que había varias fuerzas políticas, eligiendo a un “independiente”, para ocupar un cargo de gran relevancia. La UBA también es un sistema político. Y yo no venía de ninguno de esos grupos, no había participado tampoco de la política universitaria militante. Era un profesor más, pero me invitaron. Acá no sentí ningún problema. A la mayoría de los que están los conocía.

Asumiste pensando en un proyecto a desarrollar, me imagino.

Escribí un proyecto, que era prepandémico, para otra realidad.

Y ahora te vas.

Me parece que la noticia adquirió una visibilidad inesperada porque se coló una decisión que yo había tomado hacía un tiempo, que había sido conversada. Pero claramente no hay ningún conflicto personal. Lo que considero que es la dirección artística de una institución y cuál es la percepción pública que hay sobre eso no es exactamente lo que está sucediendo y puede suceder en una institución donde en realidad la programación artística es el resultado de muchas voluntades y decisiones. En ese conflicto, que no es personal ni de confrontación, no siento que deba permanecer en el cargo.

¿Pensás irte de Uruguay?

Si tuviera alguna propuesta de trabajo interesante en el exterior, lo pensaría.

¿Qué te gustaría hacer? ¿Qué es interesante para vos?

Dirigir una institución. El Teatro Español, el Teatro Colón. Cuando me ofrecieron el Instituto de Cine, lo más lógico en ese momento, por mi situación, hubiera sido ser director del Teatro Colón, que era en lo que tenía mayor contacto y conocimiento. Me lo ofrecieron un poco más tarde, cuando no era el momento oportuno para mí ni para las circunstancias políticas. Pero tampoco me cierro. Puede ser eso o un proyecto privado interesante, que pueda armarse desde el punto de vista privado. Hay muchas cosas para hacer. Ahora quiero frenar.

Pero seguís interesado en trabajar en este ámbito.

Me encantaría seguir, creo que tengo muchas cosas para aportar. Esto no es pretencioso. Estoy en un momento en que tengo un mundo de relaciones internacionales que es bueno que se aproveche. No le puedo sacar provecho propio, pero sí lo puedo brindar. Queda mal que yo lo diga, pero me siento en plena vigencia. Soy muy abierto y me gustan las nuevas expresiones. Me produce una gran satisfacción todo lo que es el arte joven. Siempre me gustó estar, aunque no las comprenda o no sea mi gusto primario. Me gusta saber qué es lo que pasa en las vanguardias. Creo que tengo una posibilidad de realización. Pero hoy no tengo ningún proyecto. Lo que sí quiero dejar bien en claro es que mi renuncia no se debe a ninguna otra posibilidad de trabajo. Hubo una primera conversación sobre el tema en el mes de agosto y luego la puesta en conocimiento de que ese deseo mío de no continuar se mantenía vigente y se iba a concretar en diciembre. No hubo nada más que eso. No hay ninguna tentación, ni local ni internacional. Termino el 15 de diciembre y el 30 me voy unos días a Madrid. Obviamente veré teatro y me veré con gente.

Cada vez que vas a Madrid te proponen algo.

El día de Reyes. Sí, es una buena conexión (risas). Madrid es una ciudad que me trae muchas sensaciones. Mi plan para ahora es disfrutar de La tregua, que me produce una enorme satisfacción. Si cuando lloré con las películas alguien me hubiera dicho que cuarenta y cinco años después iba a estar vinculado a un proyecto de esta magnitud, habiendo sido en esas cuatro décadas un amigo personal de Sergio Renán y de gran parte del elenco. El otro día hicimos una conferencia de prensa por el streaming que va a haber con Chile, donde participaron Anita Picchio y Marilina Ross. Me parece algo importante, como proyecto de creación. Luego se verá qué perdurabilidad tendrá la obra de ballet, pero hoy es un acontecimiento cultural para Latinoamérica.

¿Tan así?

Y se produce con un material uruguayo que ha despertado el interés de chilenos, españoles y argentinos. Va a ser una obra de impacto, en algo que es absolutamente inhabitual, que una compañía de ballet clásico cree una obra contemporánea sobre elementos culturales propios. No hay tantas versiones en ballet de la literatura. No hay un ballet de Cien años de Soledad. Más allá de la dificultad o no, no la hay. Y con mucho presupuesto. Me parece que es un hecho relevante. Quiero disfrutar mucho esta puesta de La tregua, y del streaming internacional, que está muy vinculado al poco aporte que pude hacer a la cultura uruguaya, que era facilitar la apertura de algunos canales internacionales. En esta etapa del proyecto fue lo que pude realizar, esta conexión con Santiago para que esto se pueda ver en toda Latinoamérica el 5 de diciembre. Luego tomaré unos días de descanso, y ordenaré mi biblioteca, que la tengo bastante desordenada. Después el destino dirá. No planifico excesivamente. Cuando vine acá no tenía la más pálida idea de lo que iba a suceder. Creo que en eso hay una cuestión de azar que juego. Uno puede manejarse en ese azar como un jugador de ajedrez, con mayor o menor acierto. Pero me parece que hay cosas que suceden porque suceden.

¿No estás pensando en escribir nada?

Sí, estoy pensando en escribir.

Es una asignatura pendiente. Escribiste a nivel de derecho.

Y algún libro sobre cultura. Coordiné una obra sobre Manuel Puig. Hice el compendio de un libro maravilloso sobre cine argentino y español, publicado por el Centro Cultural de España, que se llama Imágenes compartidas. Pero pienso en algo más personal, algo que me saque del ensayo académico y me lleve a otro terreno.

Apurate.

Apurate que te queda poco (risas). Tal vez sea un plan interesante. Pensé en hacer unas misceláneas culturales. No me gusta mucho la autorreferencialidad. Prefiero superar la anécdota, y que de eso surja un contexto. Por un lado, quiero escribir algo muy técnico sobre derechos culturales. Este año reabrí el postgrado que hago sobre Derecho y Cultura, con bastante éxito. El Zoom es maravilloso, porque se puede inscribir mucha más gente. Pudo participar Mariana Wainstein, Facundo de Almedia, gente que nunca hubiera viajado a la Facultad de Derecho. El Zoom permitió que lo pudiéramos hacer. Quiero escribir algo sobre eso. Y después una especie de memorias culturales. No nos dimos cuenta, pero el siglo XXI nos pasó por encima. Veinte años en una vida es mucho tiempo.

Pasó muchísimo.

Me acuerdo que en el Instituto de Cine tenía un celular que era de un tamaño enorme. Si estabas en el exterior te mandaban un fax. Todo este mundo de mensajes de texto, de WhatsApp, no existía. Hoy nos reunimos por Zoom. Es algo impresionante.

Me acordaba de novelas de ficción en Instagram, como la que hizo Burel.

Ahora estoy con una amiga argentina, actriz, que quiere hacer una novela sueca por WhatsApp, haciendo una dramaturgia. No le podemos hacer entender a los representantes qué carajo es lo que quiere hacer. Yo participé, como público, de un proyecto que escribió Santiago Losa y que se hizo acá en Uruguay, sobre los mensajes de amor. Vos elegías a quién. Yo elegí a una española joven, que me mandaba mensajes de amor. Era una experiencia dramatúrgica, porque había una historia, una forma de sugerir. Había una construcción. No es ni teatro ni cine, es algo que te sucede por el teléfono, algo nuevo.

Se dispararon un montón de posibilidades. Algunas se van a cerrar, pero otras se van a desarrollar y van a surgir híbridos nuevos, formas nuevas.

No será teatro, será otra cosa. ¿Por qué tenemos que encerrar todo en los moldes? El videoarte no existía cuando yo era chico. Se abren posibilidades. Ahora eso se tiene que encauzar de algún modo. En ese gran espectro hay que ver cuál es el mundo profesional, cuál es el de la experimentación, y a dónde apuntamos. Ahí es donde se han mezclado las fichas del puzle.

¿Cuál es tu concepción de cultura?

Tengo una concepción de cultura amplia, pero no creo que todo tenga valor cultural. Son expresiones culturales, pero algunas son de mayor complejidad que otras, obviamente.

¿Complejidad es sinónimo de calidad?

No necesariamente. Vos podés hacer muy bien una tortilla de papas, o un huevo frito, y te puede salir pésimo una sofisticada torta francesa. Pero que sí tuviste aspiración de hacer algo más sofisticado, es cierto. No me parece que sea lo mismo escribir la letra de un rap que Ulises de Joyce. Hay una cierta tentación contemporánea en esta mal usada democratización. No creo que todo dé lo mismo. Pienso que no es lo mismo. Hay que discrepar. Tampoco me niego a la palabra calidad. Creo que existe la calidad. Lo que pasa es que el concepto de calidad suele ser dinámico. Lo que hoy se considera cantar bien puede ser que dentro de cuarenta años no se considere de la misma forma. Hoy hay un concepto de cuáles son las reglas de calidad para la escritura. Podés querer romper esas reglas, pero para eso las tenés que conocer.

Plantear alternativas.

Sí. Me parece que pensar que todo da lo mismo y que tiene el mismo valor una cumbia que una sinfonía de Mozart no es acertado. Tengo mucho respeto por la cumbia, pero es mucho menos complejo interpretar una cumbia que una sinfonía de Mozart. Así como para bailar el Pericón no necesitás la misma técnica que para bailar El lago de los cisnes. Podés bailar mal las dos cosas, también. Pero no son lo mismo. Por eso hay distintos escenarios. Es interesante, porque ahí apuntamos a algo, que es el todo mezclado.

El vale todo.

El vale todo. No. Si tenés un escenario para hacer danza clásica y música académica, es para eso. Usalo. No hay muchos, son pocos. Usalo para eso.

La prueba de fuego: ¿te gusta el carnaval?

Me gusta. No soy un fan. Pero me gusta, lo aprecio, me gusta la murga, el espectáculo. He ido, sobre todo al Teatro de Verano. No soy muy de las multitudes, que me producen una sensación de inquietud. Pero he ido al Teatro de Verano, y me parece que los espectáculos son extraordinarios, en ingenio, en guion. No sé si es murga o parodistas, porque no soy experto, pero está el grupo que tiene Jimena Márquez.

Cyranos, son humoristas.

Me pareció un espectáculo. Había un número donde las dos Jimenas iban con las letras y en cada letra aparecía un personaje político con la cara de la letra. Hacían un juego que era de mucho ingenio y lucimiento. Me parece que hay muchísimo talento, y que hay escenarios. Me gusta ver esos espectáculos en los escenarios para los cuales fueron creados.

El parodismo y el humorismo rinden así en el Teatro de Verano, y no en un tablado.

Sí, claro. Creo que es una definición un poco caduca, la de lo popular contra lo académico. Son categorías que no existen. La sinfonía 40 de Mozart la gente la silba sin saber qué es, digamos. No hay una diferencia. Y después, en esa postura de calificar, creo que a veces se cae en un pecado un tanto autoritario de pensar que nosotros podemos adivinar qué es lo que el público quiere. ¿Por qué la gente con poco nivel de instrucción, o que no estuvo muy expuesta a expresiones culturales, no puede disfrutar de una sinfonía o del ballet clásico? Puede perfectamente. Hay muchísima gente que tiene siete másteres y está discapacitada emocionalmente para cualquier emoción estética. Creo que pasa más eso, con la gente con mucha formación. El gran drama del consumo cultural contemporáneo es que no van las burguesías ilustradas. ¿Por qué la mayoría de la burguesía profesional no es público habitual del teatro, aunque no tienen problemas económicos para pagar la entrada, y han estudiado y por tanto se supone que pueden entender y que tienen los elementos educativos para eso?

Leo Maslíah decía que la burguesía del siglo XIX escuchaba a Beethoven y la del siglo XX, a Julio Iglesias.

Es un fenómeno a analizar. La gente de la cárcel de Punta de Rieles, en un acto de reparación social que me parece muy bien. A ese señor excluido, que está castigado, le llevás una obra de teatro. No va a ser público, porque ese señor no va a tener el hábito del ir al teatro. Que le acerques el teatro a gente que está en situaciones de mucha carencia puede hacer que de eso salga una vocación. ¿Por qué no pensamos que la clase media, la pequeña burguesía y la alta burguesía, que es el gran segmento que tendría que estar llenando las clases de cine, no lo hace? Ahí es donde está el gran desafío. Pensar políticas para que el hábito de la lectura, el cine y las artes escénicas vuelva a ser un mucho más generalizado. Lo decía Malraux: el Estado es un facilitador. Yo nunca voy a adivinar cuál va a ser tu emoción estética. Nosotros tres, que somos personas con similitudes, seguramente nos aburrimos y disfrutamos de cosas distintas cuando vemos la misma obra. No nos vamos a emocionar los tres al mismo tiempo. El encuentro estético está entre la comprensión emocional y la sensible, en ese equilibrio entre la razón y el sentimiento, y es muy difícil de adivinar. Lo que tenemos que hacer es facilitarlo. Pero para eso entra el tema de la calidad.

¿Cómo?

Si querés enamorar a alguien, el espectáculo tiene que estar hecho con lo mejor con que ese espectáculo pueda estar hecho. Si no se hacen con excelencia, algunas artes es mejor no hacerlas, porque requieren un virtuosismo técnico. Otras no. En otras la exigencia es menor. El término calidad no está de moda en este momento. Calidad y excelencia. Es más, están fuera de los diccionarios, tanto de izquierdas como de derechas. En el mundo cultural actual, con respecto a las políticas culturales públicas, se ha producido una convergencia de diferentes discursos y argumentos ideológicos por los cuales se llega a las mismas prácticas: llenar las salas con cualquier cosa, sin que importe el espectáculo, para algunos por una cuestión de marketing, para otros para la construcción democrática del espectador, pero llegan a lo mismo, que es que no importa qué se da sino cuántos vienen. Eso es precisamente lo que creo que tenemos que poner en crisis.

Los likes en las redes.

Exacto. Vos ponés el aviso de una obra de teatro y tiene cincuenta mil likes pero no van cinco personas. Quiere decir que los likes no significaron nada, o que la mayoría fueron un acto fallido, un acto compulsivo. He estado en algunas mesas de discusión sobre desarrollo de audiencias y formación de públicos, donde hay teóricos que dicen en que no hay que pensar en qué se pone sino en cómo se trae a la gente, como si fueran cosas divorciadas. En primer lugar, si querés traer gente, tenés que pensar para qué. Si no les interesa, ¿para qué querés traerlos? Que se queden en la casa. Insisto, hubo toda una corriente, muy de los noventa, de destrucción de la programación pública, contra los elencos, convirtiendo los teatros en teatros de alquiler. Eso después fue usado por otros movimientos que no estaban ideológicamente en la misma línea, pero que llegan al mismo resultado. Es lo que algunos autores llaman la repetición del esquema del mall, del esquema de los supermercados, con el que hoy se planifican muchos espectáculos culturales, como en una especie de góndola en donde lo que importa es que haya mucho producto y mucho cambio de producto, sin que importe la calidad del contenido.

Es una de las críticas a la política de Socio Espectacular.

Se necesita rotación, sí. Pasa en toda la producción cultural actual. ¿Por qué antes había éxitos teatrales que estaban cinco o seis años en cartel, aun en Montevideo? A veces me quedo muy asombrado en Europa, donde hacen esas producciones que cuestan una década de presupuesto de un teatro latinoamericano, solo para dieciocho funciones. El esquema de producción no permite otra cosa, y por otro lado hay mucha presión política para que las salas estén llenas, siempre calientes. Recuerdo que cuando empecé en el Teatro Solís se volvió a hacer, después de muchos años, un texto de Lope de Vega, con la Comedia dirigida por Levón. Fue una excepcional versión de La dama boba. Claro, no se hacía desde mucho tiempo atrás, y había actores que recién empezaban. Margarita Musto me planteó la posibilidad de tener más días de ensayo en sala, que generalmente son bastante acotados. Me pareció lo más habitual del mundo, porque se trataba de un gran estreno, el primero de la gestión de Margarita en la Comedia. Pero hubo denuncias en la Intendencia porque el teatro estaba cerrado. Llegaron quejas. Me llamó Héctor Guido a preguntarme por qué la sala estaba cerrada. Y no estaba cerrada, estaban ensayando. Se buscaba que hubiera un espectáculo de calidad. Y después el público lo premió, porque fue un éxito, y repitió la temporada, cosa que no sucedía hacía mucho tiempo. Fue una obra vigente, elegida para representar a Uruguay en el Festival de Almagro, aunque por una cuestión presupuestaria no pudo viajar. Hay que desterrar esto de que todo tiene que estar en permanente cambio. A veces como público no llegás, si tenés la película francesa pero solo la podés ver el miércoles a las cuatro y media de la tarde. No la voy a poder ver, porque un miércoles a esa hora ni siquiera estoy preparado psicológicamente para meterme en el cine.

En tu calidad de observador, ¿qué personaje o evento de la cultura uruguaya tiene un potencial fuera de lo común?

Leí un libro de relatos de una escritora muy joven que se llama Rosario Lázaro Igoa, Peces mudos, que me pareció un libro deslumbrante. No lo descubrí yo, me lo regaló Luis Mardones. Creo que es una escritora de menos de cuarenta años.

¿Ves gente con potencial en artes escénicas?

Sí, mucha.

Das un mensaje optimista con respecto a la cultura uruguaya.

No quiero poner un número, pero hay un número importantísimo de dramaturgos y directores que están en la primera línea de la creación en español. Y conversan con sus pares españoles, mexicanos, chilenos, argentinos. No sé si en este momento hay tantos de otros países. Y creo que hay un grupo que todavía no ha pasado a jugar en una liga tan de primer nivel, pero que también es interesantísimo y tiene una enorme calidad, con muchas propuestas. Lo que veo como diferencia es que en el Uruguay hay algo fantástico, y es que se trabaja con mucho rigor. No hay el pulso de la exigencia del mercado, el tener que estrenar sí o sí. La gente se toma ocho meses para ensayar. Investigan, vuelven. Esa pulsión sí está en otros sistemas teatrales, la presión por publicar y escribir. Y si lo tienen acá, lo tienen con un rigor que no está en otros países. Lo digo yo, pero se destaca en general. No incluyo tanto a los españoles porque tienen sistemas de producción y contención más sofisticados y con mayor presupuesto, pero cuando ves mucho teatro latinoamericano, ves esto que digo. Sí creo que está ausente una adhesión mayor del público y la gente. Hay una necesidad de que el uruguayo se apropie más del teatro, como se apropió del ballet o de algunos otros fenómenos culturales. Y que sepa que tiene algunos de los dramaturgos y directores que están más considerados en el mundo en este momento.

 

 

 

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