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La ciudad ajena

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Subo por la calle Río Negro en medio de la noche. Son las 21:00. Contra una puerta, amontonado sobre un escalón, noto un bulto deforme que se mueve con lentitud. Un auto pasa y me ayuda a ver lo que oculta la oscuridad: una frazada, unas cajas y una bolsa de cuero. Justo cuando paso a su lado el bulto se vuelve a mover y entonces se asoma ella. Tienen unos pocos mechones blancos y unos ojos tan apagados como la vereda en la que apoya una mano raquítica. Avanzo unos metros pero freno, giro y vuelvo. Me agacho al lado del bulto. – Hola. Estás bien? – le pregunto. Y la mano corre la frazada, como queriendo ser amable con la visita. – Si, sí – dice. Y la mano acomoda ahora los jirones de pelo blanco. Debe tener más de 70 años, pienso. Es delgada y ya no le caben arrugas en la cara. – Por qué estás durmiendo en el piso? No tenes dónde ir? – le pregunto en forma casi estúpida. – No, qué voy a tener, mhijo. No – dice hablando en capicúa como hablan casi todos los viejos. Me hace acordar a mi abuela. Y entonces caigo en que estoy hablando con una abuela que a las nueve de la noche de un viernes está durmiendo en la calle, a dos cuadras de 18 de Julio. – Sos de acá? – No. Del sur de Brasil. – Ah. Cuánto hace que vivís acá? – Uh. Hace mucho, mhijo. – Qué precisas? – Y… Comida – dice casi en forma automática. Y se queda callada, cómo disimulando la vergüenza. – Querés que te compre algo ahí enfrente? Una milanesa? – No. Algo que no tenga que masticar. Porque no tengo dientes. – dice y se sonríe con una boca vacía que corrobora sus palabras. – Podría ser algo de olla. Una sopa . O capaz algo con arroz.- agrega. – Bien. Ya vengo. Cruzo al bar de enfrente. Pido la carta y la cajera me comenta el plato del día y algunas otras opciones. Nunca antes había comprado comida para una abuela de 70 años que está durmiendo en la vereda. Me perturba . Le cuento. Y se queda en silencio. – Vamos a darle una tarta de zapallitos. Es verdura. – dice. La apronta. La envuelve. Cuando le pago me cobra la mitad. – Así te ayudo – dice y me guiña un ojo. Vuelvo. La abuela sigue bajo la frazada. Me ve acercarme con el paquete y se asoma. Me siento a su lado. Unas muchachas pasan, nos miran, siguen. – Tarta de zapallitos – le digo. – Gracias. Se queda en silencio. Sin moverse. Mira el paquete y le pasa la mano raquítica por arriba. Como una caricia que reprime la desesperanza. Quizá le dé vergüenza que la observe comer, pienso. – Cómo te llamas? – le pregunto. – Urásica – dice. O es lo que le entiendo. – Cuántos años tenés? – Ah. Los años me pasaron de largo, m’hijo. – dice y se ríe sin dientes. – Bueno. Te dejo comer tranquila. Cuídate. – Gracias – dice. Los ojos siguen posados en el paquete. Me levanto y me voy. Subo por Río Negro y salgo a 18 de julio. Son las 21:20. La ciudad ajena a Urásica sigue su marcha. Me alejo y pienso en sus palabras. «Los años me pasaron de largo». Una tristeza húmeda se me pega por adentro y por afuera. Una abuela duerme en la calle y esta noche siento que quizás, un poco, los años nos pasaron de largo a todos.

 

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