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La fortuna del patito feo Por Hoenir Sarthou

La fortuna del patito feo Por Hoenir Sarthou
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¿Cuántas veces la mirada de los otros, desmintiendo nuestras timideces, ilusiones y complejos, nos hace ver, para bien o para mal, quiénes somos y cuánto valemos realmente?
Hace pocos días, una sentencia del Juez de lo Contencioso Administrativo, Dr. Alejandro Martínez de las Heras, dictada en un proceso de acceso a la información promovido por el docente de la Facultad de Ciencias Sociales, Daniel Pena, dispuso que el Ministerio de Ambiente debía informar cuánta agua y cuánta energía eléctrica consumirá un “Data Center”, cuya instalación en nuestro territorio, concretamente en el Departamento de Canelones, viene negociando en secreto, desde hace años, la empresa Google con al menos dos gobiernos uruguayos.
Para que se entienda: esa sentencia implica que previamente el Ministerio de Ambiente se negó a proporcionar la información requerida por Pena, y que luego defendió en vía judicial su negativa a darla, con el resultado que surge de la sentencia de primera instancia.
Para ser claros, el fallo no es todavía definitivo, porque el Ministerio apeló la sentencia y el resultado final dependerá de un Tribunal de Apelaciones, que puede confirmar o revocar la decisión de Martínez de las Heras.
Sin importar cuál sea el resultado, el episodio es rico en contenidos y muy revelador de algo sustancial que está ocurriendo en la sociedad uruguaya.
¿Cuántas veces se nos ha dicho -o, peor, dado por supuesto- que somos “un paisito” pobre y subdesarrollado, una especie de “patito feo”, que debe resignarse a los vaivenes del mundo porque no tiene nada con qué hacerse valer?
Infinidad de veces. Es el trasfondo de la mayor parte de los discursos, ya sea políticos o tecnocráticos, que nos endilgan nuestros políticos y economistas, actuando como eco de bien pagados tecnócratas extranjeros.
Esa supuesta pobreza e impotencia permite justificar que no tenemos los medios para dar a nuestros niños una educación seria y esperanzadora, ni a nuestros viejos una seguridad social digna, ni a nuestros enfermos una atención sanitaria de primer nivel, y que nuestra única esperanza es mendigar las migajas que nos deje la inversión extranjera.
Por eso nuestros dirigentes se postran y aceptan que el BID y el Banco Mundial diseñen y “financien” nuestras reformas de la enseñanza y de la seguridad social, y que la OMS, los laboratorios y las instituciones médicas dicten alegremente los protocolos de salud, que incluyen miradas de simpatía a la eutanasia, generalizada y sin garantías, como solución práctica y económica.
Pero cada vez es más claro que este “patito feo” está parado sobre uno de los recursos más valiosos y codiciados del mundo. Uruguay tiene agua por los cuatro costados, y acceso a dos grandes acuíferos subterráneos, el Guaraní y el Raigón.
¿Cómo considerarnos pobres e impotentes cuando estamos parados sobre -y rodeados por- una de las mayores riquezas, un recurso que el mundo necesita para el sostenimiento de la vida, e incluso para los negocios faraónicos de las corporaciones transnacionales, que se proclaman muy virtuales y despegadas de los territorios, aunque dependen vitalmente de cuatro recursos esenciales que sólo existen en los territorios: agua, tierra, energía y minerales? De los cuales Uruguay tiene al menos tres, y uno en enorme abundancia.
¿Quieren pruebas?
Es sencillo. Fíjense qué buscan los mega inversores extranjeros. ¿Qué recurso natural codician y reclaman, entre otros, Google, UPM, el proyecto Neptuno y el consorcio que quiere producir hidrógeno verde?
Es clarísimo, todos quieren agua. Además, pretenden energía, tierra, etc., pero el agua es condición indispensable. Ellos ven lo que nosotros no vemos.
¿Podemos considerarnos pobres en esas circunstancias?
No, claro que no. El agua es un recurso valiosísimo y de propiedad pública. O sea, si se lo administra con buen criterio, puede darnos a los uruguayos una riqueza que no imaginamos. Puede ayudarnos a costear una enseñanza, una seguridad social y una salud pensadas para nuestras necesidades, en lugar de resignarnos a reproducir los proyectos “para pobres y desesperados” que nos venden los organismos internacionales.
La situación no es muy distinta a la de países muy pobres que, hace décadas, descubrieron que estaban parados sobre un mar de petróleo. Sólo que nosotros parecemos no darnos cuenta de la riqueza que nos rodea.
El problema es que, por esa falta de consciencia, estamos destruyendo y regalando el recurso que podría no sólo sostener sino cambiar nuestras vidas. Falta de controles, tolerancias criminales con formas de explotación que contaminan y eutrofizan el agua, y sobre todo contratos leoninos que entregan por cincuenta o sesenta años el uso gratuito del agua a corporaciones transnacionales que revolotean como cuervos sobre ella.
Pero hay algo prometedor. Poco a poco, los uruguayos vamos comprendiendo que se nos está robando nuestro futuro. La acción judicial de Pena, las decenas de charlas y actividades que están promoviendo organizaciones defensoras del agua, y el proyecto de reforma constitucional “Uruguay Soberano”, tienen en común, entre otras cosas, ser señales de un despertar. El despertar de los uruguayos respecto a una riqueza vital que nos está siendo destruida y sustraída.
Nos hemos equivocado durante mucho tiempo respecto a nuestras posibilidades. Los que no se equivocan son quienes codician lo que tenemos. Ellos saben lo que valen nuestro territorio y sus recursos.
Sólo falta que todos los uruguayos lo descubramos y actuemos en consecuencia. Para empezar, prohibiendo los contratos secretos que regalan nuestra agua y nuestro futuro.

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