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La mano

La mano
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Me sacan brillo a diario. No me quejo. Pero, en el fondo, estoy insatisfecha. Usted se preguntará por qué digo esto. Sucede que siento que he perdido mi razón de ser. Comprendo que no pertenezco a esta época, que me he transformado en una especie de reliquia. Ahora se comunican con el interior de la casa con ese aparato de plástico que está pegado ahí, al lado de la puerta. ¡No sabe cómo chilla y zumba! Antes era otra cosa. Las visitas llegaban y me hacían dar el golpe que las anunciaba. Quizá se imagine que, por ser de metal, hacía uso de la fuerza bruta. Nada más lejano de la verdad. Nunca ha hecho falta. Estoy tan bien diseñada que cuando toco, se escucha mi llamada hasta en el último rincón de esta vivienda.

A veces, en uno de esos momentos en que vuelvo la vista atrás y miro mi vida, me doy cuenta de que en alguna oportunidad, antaño, me preocupé por cosas banales. Recuerdo, por ejemplo, cuando se pusieron de moda las imitaciones de mí en aleaciones baratas. Me parecía una grosería. No comprendía cómo, existiendo otras como yo, fundidas en el bronce hecho con las cantidades exactas de cobre y estaño, y luego pulidas hasta transformarnos en verdaderas obras de arte, alguien podía preferir aquellas burdas copias adocenadas. Pero ahora estoy de vuelta. Sé que todo pasa y nada importa.

¿Lo molesto si le pido un favor? Tome la mía en su mano. Aprecie lo fácil y cómodo que resulta hacerlo. Sienta mi textura. Compruebe lo que le decía sobre mi forma de llamar… ¡Ah, hacía tiempo que no experimentaba esta sensación! Ha hecho que me vuelva a sentir viva.

*

–¿Qué desea, señor?

–No, nada. Disculpe. Es que vi este llamador tan lindo y no pude resistirme.

–¡Vergüenza debería darle! ¡Estoy trabajando y usted viene a hacerme perder el tiempo con sus jueguitos infantiles!

(Ubicación: Zabala 1479).

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