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La pandemia nuestra de cada día:  catástrofes y oportunidades por José Manuel Quijano

La pandemia nuestra de cada día:  catástrofes y oportunidades por José Manuel Quijano
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Habitamos una región con altos índices de pobreza. La pobreza, definida por el método de ingreso, alcanza a aquellos que viven con menos de 1.9 dólares por día (o 57-59 dólares al mes). En esta región, los porcentajes de pobreza y pobreza extrema de Uruguay son los más bajos de ALyC y el descenso ha sido muy marcado entre 2006 y 2019 cuando los hogares pobres se redujeron de 24.2% a 5.9% y la indigencia cayó de 1.4% a 0.1%.  Aun así, en nuestro país hay grupos que son excluidos y enfrentan oportunidades desfavorables, como los menores de 17 años, los afrodescendientes, las personas con discapacidad, las mujeres (muy marcadamente las jefas de hogar y con niños a su cargo). Hay evidencias claras de que la pandemia ha tenido efectos graves sobre un alto porcentaje de la sociedad y efectos devastadores sobre los excluidos o con oportunidades desfavorables.

¿Cómo ha enfrentado el gobierno esta pandemia? Mi percepción es que lo ha hecho bastante bien. Sus aciertos han sido contar con un equipo dirigente sólido en el área de la salud, que orientó el trabajo incesante de médicos, enfermeros y asistentes; recurrir al muy serio, oportuno y generoso respaldo técnico del GACH; y a pesar de que se llegó tarde a la disposición de las vacunas, apostar a la vacunación masiva. Sobre este último punto, según un indicador que mide los días que llevará, a partir del 24 de marzo, alcanzar la vacunación del 70% de la población,  la lista del continente americano la encabeza Chile (95 días), seguido de EEUU (101 días),  de Uruguay (107), de Canadá (275), de Republica Dominicana (365) y Brasil (535) (construido por Peter Griggs ,Our World in Data, Timetoherd.com,2021) Si  en tres o cuatro o cinco meses logramos, efectivamente, vacunar al 70% de la población, habremos dado una muestra de perseverancia y  competencia.

Ha tenido también desaciertos.  Las sugerencias de un confinamiento más estricto, que se pueden leer en el documento de febrero elaborado por el GACH, no fueron básicamente tenidas en cuenta. El Poder Ejecutivo se manifestó reacio a seguir esas sugerencias en parte, quizá, porque tendrían el efecto económico de agravar el nivel de actividad y, por tanto, la situación de empresas y trabajadores. Y en parte, según palabras del presidente, por una concepción liberal que lo lleva a oponerse a medidas que serían expresión de autoritarismo. No hay que decirle al presidente, porque él seguramente lo sabe, que el recurso al poder etático, ante situaciones excepcionales y dentro de la ley y la mesura, no es una expresión de autoritarismo.

Es de notar, además, que la pandemia ha puesto en evidencia, una vez más, la necesidad de mejorar la información sobre la pobreza y la indigencia.  Debemos seguir trabajando en una definición de pobreza que complemente el método de ingreso y la privación severa de las necesidades básicas con una aproximación multidimensional, más compleja de medir.  Una aproximación semejante debe contemplar las condiciones educativas del hogar, las características de la vivienda, el acceso a servicios domiciliarios (públicos o privados), las condiciones laborales (en buena medida formalidad o informalidad), la atención de la salud y el acceso a la asistencia, así como el entorno cualitativo en que se forman los niños y los jóvenes. Se dirá que es un esfuerzo mayúsculo. Si, lo es y quizá habría que seleccionar las áreas de expansión hacia una o dos, cuantificables y de fuerte carácter explicativo.

El gobierno y la sociedad tienen la necesidad imperiosa de atender a los seriamente afectados. A los que estaban en la pobreza y a los sumergidos, pero también a los que empiezan a engrosar el grupo de los desempleados y los nuevos pobres.  También a las empresas, principalmente a pequeñas y medianas que no han podido superar las limitaciones que trajo la pandemia y han reducido su actividad o han cerrado. Por el bien de todos, por imperativo ético y necesidad económica, tenemos que encontrar la manera de ir en el auxilio de los damnificados y salir de esta situación.  Y esto conduce al tema del gasto. Hay cierta percepción de que mientras el mundo, aferrado a la concepción keynesiana, gasta para atender a los necesitados, Uruguay no lo hace o lo hace por debajo de lo necesario.  Esta aproximación merece alguna reflexión.

Tomemos el caso de EEUU. Primero apareció el plan Trump (seguido en Brasil por Bolsonaro) que repartía dinero en sobre y arrastraba – sin olvidar el alivio que llevó a muchos hogares –  un tufo de campaña electoral y de búsqueda irresponsable y corrupta de apoyo popular.  Ahora se anunció ahí el Plan Biden (PB), de reciente cocción, que trae a la memoria el plan de obras públicas de Roosevelt en los años 30 del siglo pasado. Este es, según todos los indicios, un plan serio y si bien contempla asistencias en efectivo apunta, principalmente, a una transformación muy ambiciosa de la sociedad y la economía de EEUU.   Promoción de la obra pública; preocupación por la energía renovable; gran impulso a las nuevas tecnologías, de primera importancia en la competencia con China.  Para emprender esta gran tarea tiene financiamiento, probablemente solo en parte, a partir de un incremento del 21 al 28% en el impuesto a las ganancias de las empresas de EEUU (que elimina la rebaja de Trump de 2017). Es el relanzamiento de EEUU, a partir de su gran capacidad productiva instalada y su casi inagotable fuente de recursos que, en buena medida, proviene del poder de emisión de “moneda mundial”, sin que se presenten, a poco andar, grandes perturbaciones.

¿A qué viene este cuento? El tema no es gastar, obviamente, sino hacerlo con sabiduría. Este no es un gasto solo para incrementar la demanda efectiva (política reactivadora de corto plazo de una economía madura con capacidad instalada ociosa, en economía cerrada y sin inflación, que explicó con magistral sabiduría Keynes) sino un gasto para atender una emergencia, incrementar la demanda reactivadora, pero, y aquí está la novedad, provocar, además, con inversiones bien orientadas, una profunda transformación productiva. Este parece ser el gran proyecto de Biden y es lo que lo hace tremendamente atractivo. ¿Se puede sacar alguna enseñanza de esta historia? Quizá sí.

Se puede proponer que gobierno uruguayo se ponga a trabajar, a toda máquina, en un ambicioso plan de desarrollo – a la escala de nuestro país. Pero las limitaciones son evidentes. Uruguay – cuya moneda está muy lejos de ser “moneda mundial” y solo es parcialmente “moneda nacional” – tiene una carga tributaria de las más altas de la región sudamericana, similar a las de Argentina y Brasil. A esa carga explicita agrega una implícita por medio de las tarifas del combustible y la electricidad. Y con esos recursos atiende a sus gastos corrientes que, entre otros, comprenden a las transferencias, crecientes, de la Seguridad Social (en proceso de revisión) y de la salud, así como a los salarios de aproximadamente 300 mil funcionarios públicos, tres de los pilares, aunque no los únicos, del estado de bienestar uruguayo. Para atenuar el impacto tributario explicito e implícito, los gobiernos han recurrido al régimen de promoción de inversiones y al de zonas francas que, en esencia, aminoran o eliminan la carga para las nuevas inversiones. Este modelo, que en buena medida ha surgido de la necesidad, crea en realidad una segregación evidente entre los empresarios de primera y segunda categoría, que limita o restringe las decisiones de inversión. Todo intento de lanzar un gran programa de desarrollo debería avanzar, en un tiempo difícil de precisar, hacia la aproximación del régimen de promoción y el régimen corriente, extendiendo a este último parte de los beneficios del primero, pero, a la vez, sin afectar la necesidad de recursos de los pilares del estado de bienestar. Una tarea, como se ve, nada sencilla.

Un ambicioso plan de desarrollo es inviable sin la orientación del estado. Y debería apuntar al menos a cinco objetivos: primero, asistir a los más damnificados por el gran tropezón sanitario y económico de 2020 y 2021; segundo, diseñar  un gran plan de obras a cargo   del gobierno central y con apoyo de los gobiernos departamentales, generador de nivel de actividad y de empleo; tercero, apostar al desarrollo de sectores, tradicionales o nuevos, con potencialidad tecnológica para el país; cuarto, profundizar la formación laboral de los trabajadores que quedarán al margen por la incorporación de nuevas tecnologías de forma que se puedan insertar en  actividades de nueva generación ; y quinto, orientar de manera preferente una incrementada inversión pública en Ciencia y Tecnología hacia los sectores seleccionados. El problema es siempre ¿cómo se financia un emprendimiento semejante cuando la limitación de recursos es evidente? Un dilema para cualquier ministro/a de economía serio/a.

Se puede sugerir (solo sugerir  y someterse a la crítica): mantener la política contributiva de los asalariados públicos (e incorporar a los privados) con ingresos elevados; perseverar en la detección y eliminación de gastos públicos superfluos ; subir un punto el  IVA y regresar a  23%, que estuvo tan campante durante varios años; orientar las líneas de crédito del BID,  CAF, B Mundial y otras fuentes accesibles así como  emisiones en el mercado de valores (inicialmente solo de Uruguay, procurando reactivarlo) para atender las obras publicas y  el impuso a los sectores  con potencialidad tecnológica; promover las negociaciones de nuevos acuerdos internacionales de comercio y cooperación con aquellos que contribuyan a los objetivos del plan de desarrollo.

Uruguay tiene gente capacitada, deseosa de trabajar en su propio país y en lo que sabe hacer. Si faltaba una prueba, la respuesta de los profesionales, técnicos y empleados de la salud es bien convincente. Dispone merecidamente de crédito dentro y fuera de fronteras.   Y debe cuidar esa condición.  ¿No habrá llegado la hora de orientar este capital hacia una gran transformación nacional?

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