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La renta de los robots por Hoenir Sarthou

La renta de los robots por Hoenir Sarthou
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Me atrevería a apostar a que, dentro de 50 o 100 años, cuando los historiadores tengan que caracterizar a estos inicios del Siglo XXI (si es que para entonces no se han abolido la escritura y la historiografía, como teme Aldo Mazzucchelli) los describirán como una época de luchas sociales y políticas por el control de la renta tecnológica.

Sé que suena raro, y que, si uno oye a los dirigentes políticos y a los grandes medios de prensa, los temas importantes son otros (la pandemia, qué partido debe gobernar, qué “candidate” tiene mejor sonrisa, la LUC, la equidad racial y de género, cómo llegar al mundial de fútbol, las noticias policiales, los hábitos y vicios privados de las figuras públicas, etc).

Sin embargo, como siempre, bajo la superficie y en silencio se procesan los fenómenos que determinarán nuestras vidas. ¿O acaso alguien cree que los viajeros y contadores de historias de otras épocas alguna vez empezaron sus relatos junto al fuego diciendo “se inventó la agricultura y ahora dejaremos de ser nómades e inventaremos la escritura y la contabilidad”. No, los hechos decisivos suelen no ser percibidos mientras están ocurriendo, o no al menos en su verdadera dimensión.

Hace ya casi treinta años, Jeremy Rifkin, un sociólogo y economista estadounidense vinculado al Partido Demócrata y asesor presidencial de Bill Clinton, escribió un libro titulado “El fin del trabajo” (no digo que Rifkin haya inventado el concepto, sino que fue el primero al que yo vi analizarlo).

En su libro, Rifkin analiza la cantidad de tareas humanas que se volverían obsoletas en las próximas décadas, ante el desarrollo tecnológico informático y robótico, y estima la cantidad de puestos de trabajo que se perderían por esa causa. Su conclusión es que el desarrollo tecnológico haría innecesaria e insostenible a la cultura del trabajo productivo como la conocemos y que el mundo debía pensar en formas de organización económica y social que no dependieran del trabajo contratado por el mercado ni por el Estado.

Con cierto optimismo bonachón, Rifkin apuesta a que un “tercer sector” de la economía, algo así como una “economía social”, centrada en actividades sociales y culturales y en servicios personales, sobre todo a niños y a ancianos, podría desarrollarse y absorber parte de la mano de obra que dejarían vacante el mercado y el Estado. Pero hay señales claras de que incluso eso es una ilusión.

El tiempo del que Rifkin hablaba está llegando. Hoy existen los medios técnicos para sustituir o reducir al mínimo a la mayor parte de las actividades laborales humanas. Por supuesto, a casi todos los trabajos físicos y administrativos, e incluso, “inteligencia artificial” de por medio, a gran parte de los trabajos considerados “intelectuales”.

¿Por qué ese proceso no se ha dado por completo y se siguen manteniendo muchas tareas que podrían ser realizadas por máquinas?

Bueno, es un problema político. ¿Cómo decirles brutalmente a millones de trabajadores públicos y privados que no son necesarios, que una máquina puede hacer su tarea sin sueldo, ni descanso, ni reivindicaciones laborales? ¿Cómo evitar un estallido social de resultados imprevisibles si eso se procesa de golpe?

Sin embargo, la posibilidad está. Y, si algo enseña la historia, es que toda posibilidad de hacer cosas con más eficiencia y menos costo tiende a imponerse. Es, a lo sumo, cuestión de tiempo y de aplicar las estrategias necesarias para implementar el cambio neutralizando las resistencias.

La gran diferencia con anteriores saltos tecnológicos (la piedra pulida, el uso del hierro, la agricultura, las máquinas a vapor, etc.) es que este cambio se presenta con una celeridad y universalidad nunca vistas. Sus impulsores, es decir quienes crean, financian y controlan la tecnología, están apurados y disponen no sólo de los medios técnicos sino de medios económicos, comunicacionales y de traslado que eran impensables en otros saltos tecnológicos.

Así las cosas, la Humanidad se encontraría ante la posibilidad de disponer de riqueza abundante (a eso, seguramente con imprecisión técnica,  le llamo “renta tecnológica”) que, por primera vez, no requeriría de la explotación ni del sacrificio de quienes trabajan.

Eso abre dos caminos posibles. Uno es el camino político de la distribución razonable de los bienes materiales generados por la tecnología con miras a cubrir las necesidades de todos. El otro es una mirada economicista, que considera prescindible a todo aquello que no es necesario para la generación de riqueza, o sea, los trabajadores. En suma, como siempre, el debate es entre la distribución y la concentración de la riqueza, que en el fondo es equivalente a la distribución del poder. Sólo que esta vez a niveles globales.

Hay un aspecto más a considerar. En la ecuación del debate entra la tesis de que, aun sin necesidad del trabajo, la energía disponible en el mundo es insuficiente para sustentar los niveles de vida a los que aspira su población. Confieso que me faltan datos técnicos para juzgar el asunto, pero constato también que ese argumento proviene de los sectores interesados en acaparar la renta (en bienes y en poder) que genera la tecnología.

El tema da para muchísimo más, pero sólo planteárselo permite leer de otra manera a muchos fenómenos. Entre ellos:  la pandemia y los anuncios catastrofistas, climáticos, energéticos, alimentarios, monetarios y comunicacionales, que provienen de lugares como el Foro Económico Mundial, los organismos internacionales, muchos gobiernos y sectores de la Academia curiosamente financiados por fundaciones dependientes del sistema financiero. También permite otra lectura del sistemático descrédito de las estructuras políticas nacionales basadas en la legitimidad democrática; las apelaciones a “la ciencia” como forma de legitimar las decisiones sociales; las insistentes propuestas de creación de un ámbito de gobierno mundial (Klaus Scwab); el resurgimiento de la “renta básica universal” en el horizonte, la incansable “agenda políticamente correcta” que pone invariablemente en el centro de atención problemas no centrales; y la sistemática crisis educativa, que dificulta percibir todo lo anterior.

Tengo claro que lo escrito es apenas un punteo, muy tentativo, de temas enormes que merecen y recibirán más desarrollo e investigación.

 

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