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Entre la revolución rusa y los robots sexuales por Hoenir Sarthou

Entre la revolución rusa y los robots sexuales por Hoenir Sarthou
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En Japón y en otros lugares del mundo se trabaja en la creación de robots destinados a satisfacer sexualmente a sus dueños. “Satisfacer sexualmente” es decir muy poco. Lo que se intenta, utilizando los avances de la llamada inteligencia artificial, es que los robots sean capaces de “tener sexo” y de “sentir” orgasmos, pero también de “conversar”, “aprender”, “recordar” y adaptarse a los intereses, gustos y pasiones de su dueño o dueña humanos.

Puede parecer raro que un artículo sobre la Revolución Rusa comience hablando de robots sexuales. Sin embargo, quizá nada muestre mejor el enorme salto histórico ocurrido desde la Revolución de 1917 hasta el presente.

Para  Carlos Marx, cuyo pensamiento fue el inspirador oficial de la Revolución Rusa, el trabajo, en tanto transformación y humanización de la naturaleza, era lo que nos caracterizaba como humanos y, a la vez, la medida de valor de todo producto y el factor que, cuando se liberara de la alienación propia del sistema capitalista, traería la emancipación de la humanidad.

Es probable que haya varios Marx. Quizá el agitador que coorganizó la Internacional y redactó “El manifiesto comunista” no coincidiera estrictamente con el Marx teórico de la economía y de la historia. Hay además muchas lecturas posibles del Marx teórico, algunas de las cuales pueden salvarlo más que otras (descuento que mi amigo Juan Grompone hará alguna de las primeras). De lo que hay pocas dudas es de que, para cierta versión simplificada, militante e hiperactiva del pensamiento marxiano, como la que en buena medida compuso Lenin, los robots sexuales son un golpe mortal.

Un nuevo fantasma recorre Europa (y América, Asia, África y Oceanía). Es la falta de trabajo. Mejor dicho: la sustitución del trabajo humano por máquinas. Si la tecnología puede aspirar a sustituir lo más íntimo de lo humano,  las emociones sexuales, comunicacionales y afectivas, ¿cómo no va a poder sustituir al trabajo en las fábricas, en los establecimientos agrícolas, en los comercios y en las oficinas?

El proceso ya empezó. Ya se han perdido en el mundo millones de puestos de trabajo. No afecta sólo al trabajo manual. Hay computadoras capaces de evacuar consultas médicas, de impartir cursos didácticos y de ganarles partidas a campeones de ajedrez. La robótica y la inteligencia artificial, aun si esta última no alcanzara los niveles con que nos ha asustado la ciencia ficción, están o estarán en muy poco tiempo en condiciones de cumplir la mayor parte de las tareas que hoy realizamos los trabajadores manuales e intelectuales. Lo harán más barato, sin límite de horario, sin aportes jubilatorios y sin conflictos sindicales.

Lo que estoy diciendo lo anunció hace más de veinte años Jeremy Rifkin, en “El fin del trabajo”. Entonces parecía mentira. Pero ya está pasando.

Hay que reconocerle a Marx que no se equivocó en que las relaciones de producción determinan  muchísimas cosas en una sociedad. Seguramente lo confirmaremos cuando miles de millones de personas dejen de ser necesarias para los procesos de producción.

El cambio será profundo. Porque el trabajo no es sólo un medio de producir riqueza. También ha sido hasta ahora el principal modo de repartirla, incluso más que los impuestos. Las clases poseedoras siempre tuvieron necesidad de pagarles a las desposeídas por su trabajo. Y los desposeídos tuvieron en la huelga, en la negativa organizada a trabajar, un arma poderosa, un instrumento de poder, que desaparecerá si el trabajo se vuelve prescindible. Por otro lado, el trabajo fue siempre un mecanismo de educación, disciplinamiento e integración social. La convivencia en los lugares de trabajo crea identidades, códigos comunes, estados de conciencia compartidos, solidaridades e intercambios de saberes que podrían desaparecer junto con el trabajo.

Se podrá pensar que estoy describiendo el apocalipsis. Pero no es necesariamente así.  Un mundo sin trabajo podría ser un paraíso o un infierno, parecerse a una colonia de vacaciones o a un campo de refugiados, dependiendo de quién y cómo lo controle y administre.

Si la sustitución del trabajo humano se produce exclusivamente bajo la lógica del mercado, el campo de refugiados parece inevitable. Probablemente la primera señal será la sobreexplotación, de la naturaleza y del trabajo todavía necesario. Dada la reducción de la demanda de fuerza de trabajo y la abundancia de mano de obra disponible, los salarios tenderán a disminuir, al principio para las actividades menos calificadas, y se exigirá mucho más esfuerzo por igual o menos dinero. Los empujes de “flexibilización” laboral, que vemos en Brasil y Argentina, bien pueden responder a ese fenómeno.

Pero incluso esa etapa tendrá un límite. ¿Cuánto se puede abaratar el salario de un trabajador? El límite es lo que el trabajador necesita para mantenerse vivo. Un límite que no existe con las máquinas, que tienden a abaratarse casi ilimitadamente.

Bajo la lógica del mercado, es previsible un mundo en que la riqueza no dependerá tanto de la explotación del trabajo como del control de ciertos recursos naturales (energía, agua, minerales, alimentos) y de la capacidad para adquirir tecnología. Un mundo en que gran parte de la humanidad resultará prescindible, porque no será necesaria como mano de obra y carecerá de recursos para consumir en el mercado.

En un mundo así, la miseria, el hambre, la ignorancia, las epidemias, la corrupción, la violencia, las adicciones, las guerras, los odios raciales, religiosos, sexuales, tribales, nacionales, políticos y hasta deportivos, serán funcionales al sistema. Porque reducirán y neutralizarán a sectores de la población que no tienen lugar en él.

Si los excluidos pierdan la noción de sus intereses, si se ciegan con información, creencias y odios manipulados, o con sueños inalcanzables de consumo, si renuncian a incidir en el gobierno de la realidad, el proceso de exclusión será crudo e inevitable, y la riqueza se concentrará cada vez en menos manos.

Hay cinco señales alarmantes al respecto, todas coincidentes con el proceso de globalización: a) el debilitamiento de los Estados nacionales; b) el descrédito y el vaciamiento de las instituciones y de las decisiones democráticas; c) la decadencia de los sistemas educativos; d) los síntomas de agotamiento de un planeta irracionalmente explotado; e) la expansión global de una ideología pre cocida, emocionalmente manipuladora, a menudo pseudocientífica y siempre “políticamente correcta”, que promueve conflictos secundarios y elude rigurosamente el análisis de los problemas estructurales del sistema.

Pero un mundo en el que el trabajo humano no sea necesario ofrece también esperanzas –y problemas- impensables hasta hace poco tiempo.

La posibilidad de sociedades de relativa abundancia, en las que la subsistencia decorosa de todas las personas no esté atada a la explotación ni a agobiantes jornadas de trabajo, está materialmente casi al alcance de la mano.  Los medios tecnológicos para hacerla posible sin destruir al planeta ya existen. ¿Se imaginan una sociedad en que el problema no fuera subsistir sino lograr que el ocio fuera creativo y no destructivo?

Que el mundo se parezca menos a un campo de refugiados y más a una discreta colonia de vacaciones será una decisión política. Una decisión que probablemente enfrente a la lógica del mercado con la lógica del interés mayoritario.

Este enfoque puede resultar desconcertante para quienes nos formamos en la atmósfera del marxismo militante. Porque siempre se nos dijo que las luchas futuras serían lideradas por los obreros, nucleados en sindicatos y orientados hacia la emancipación del trabajo. Pero es muy probable que el sujeto político del futuro no sean los obreros ni tampoco los trabajadores, sino simplemente las personas, o incluso los ciudadanos, reclamando su modesto lugar bajo el sol, no por ser los creadores de la riqueza sino porque ese lugar bajo el sol es accesible para todos y sería absurdo que sólo lo gozaran, en exceso, unos pocos.

También es necesario decir que, si permitimos la destrucción de los Estados, si no defendemos nuestra capacidad de decisión democrática, si dejamos que la capacidad de pensar y de comunicarse se pierda en un sistema educativo sin Norte, si permitimos la destrucción de los recursos naturales actuando como consumidores angurrientos y no como ciudadanos responsables, si nos negamos a analizar la realidad y nos limitamos a reproducir académicamente discursos pre cocidos por otros, ese futuro promisorio se hará imposible o se alejará en el tiempo. Porque los intereses económicos globales y buena parte de los remedos de gobierno mundial que tenemos, más allá de los discursos, se rigen por la lógica del mercado. Operan para la acumulación y la exclusión, no para la colonia de vacaciones.

Cien años después, es materialmente posible un mundo nuevo. Pero probablemente haya que luchar bastante y explorar caminos desconocidos para merecerlo.

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