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La tierra y el poder por Isabel Viana

La tierra y el poder por Isabel Viana
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 En el número 586 de Voces (16 del cte.) Sarthou describió los rápidos cambios que ocurren en el país, señaló que lo han convertido en algo muy diferente a lo que era sin que pudiera constatarse presión ciudadana o política para que se llevaran a cabo y ejemplificó los mismos con las modificaciones ocurridas en tres factores: la tierra, el agua y el dinero. El agua y los problemas referentes a su calidad y conservación siguen siendo temas vigentes. Son realidades de nuestra vida cotidiana los efectos de la ley de inclusión, la progresiva disminución del dinero efectivo y la intervención bancaria en todas nuestras operaciones.

De la tierra, poco se habla y menos se trasmite. No sabemos de su situación material (los opositores a los monocultivos forestales y de soja señalan la degradación que esas actividades imponen a los suelos) y de vez en cuando se mencionan los problemas de erosión. No vivimos como problema las formas de apropiación de la tierra (antes el slogan “Reforma Agraria” jamás faltaba en las plataformas políticas de izquierda); no se analiza la naturaleza de su precio y de los cambios que en él ocurren; no solemos tener una visión ajustada de las modificaciones del uso productivo del suelo y poco sabemos de la distribución territorial de las labores agropecuarias y por ende, de las oportunidades laborales y de la radicación  de nuestra población rural. Tampoco tenemos presente la relación que existe entre el poder y la apropiación – por la vía que sea – de territorios.

El aire y el agua de mares y océanos son bienes libres. Esto quiere decir que no pertenecen a estados, sociedades o individuos y que todos pueden hacer uso de los mismos.

No sucede lo mismo con la tierra. Ésta es un aún un bien común para muchos pueblos, no incluidos en el mundo capitalista. En nuestro país, indígenas y gauchos la recorrían libremente y de ella obtenían lo necesario para satisfacer sus necesidades.

 

Desde tiempos remotos, ocurrieron también procesos de apropiación, asociados al dominio de unos pueblos o individuos sobre otros. La adquisición de tierras se instrumentó a través del ejercicio de la fuerza. Los poderosos definieron entonces los usos de la tierra y las normas que los regían y la transmisión de derechos sobre ella, como, por ejemplo, los hereditarios.  La asociación de la posesión de tierras con el poder justificó que quienes habían acumulado riquezas por otras vías (guerras, comercio), desearan adquirirlas. Pasó así de ser un bien libre convertirse en una mercancía de características muy especiales, que en nuestra sociedad mercantil genera un mercado con características y funcionamiento especiales.

 

La primera es que es un bien finito: una vez apropiada, no hay más tierra accesible y si los pueblos o estados que quieren  incrementar su patrimonio territorial deben recurrir a la conquista y en algunos casos, a la compra (por ejemplo venta por Rusia de Alaska a Estados Unidos). El deseo de apropiarse del patrimonio territorial de otros ha sido causa de incontables acciones de conquista (militar, económica, cultural) y de liberación, que fueron definiendo la geopolítica global contemporánea.

En segundo término, no todos los territorios tienen importancia igual desde el punto de vista del poder: su ubicación estratégica (controlando rutas terrestres, fluviales, marítimas – ver Inglaterra reteniendo Gibraltar o las Malvinas); la riqueza presente en su subsuelo, suelo o recursos vivos vegetales o animales (incluso humanos esclavizables); su ubicación geopolítica potencialmente articuladora; la posesión de costas y otra serie de factores han generado enfrentamientos de todo tipo para asegurar la posesión de puntos clave (la historia de Oriente Medio puede relatarse en términos de la voluntad de apropiación de un territorio charnela ente oriente y occidente).

En tercer término, el precio de la tierra no depende de sus características intrínsecas sino de donde está ubicada y que la rodea. Imaginemos dos campos con suelo, relieve e irrigación similares, uno situado entre Tacuarembó y Treinta y Tres y otro entre Salto y Paysandú. Su precio de mercado no será el mismo, porque el primero se encuentra en una zona muy despoblada del país, servido escasamente por la red vial y las demás prestaciones públicas y el segundo tiene buena accesibilidad, transporte, redes de energía, acceso a mercados, etc. Imaginemos dos lotes urbanos en la misma ciudad, de idénticas dimensiones, orientación y subsuelo. Si uno está en la periferia y el otro en Pocitos, el precio será netamente diferente. El que está en Pocitos permite aprovechamientos muy superiores por la normativa que lo rige permitiendo construir en altura, habilita la instalación de negocios de todo tipo, tiene servicio de agua potable y red de saneamiento, red vial, transporte, redes de energía y comunicaciones, proximidad a la costa y por tanto posibles usos turísticos. Esto significa que el precio de la tierra depende de lo que la sociedad ha construido, construye  o proyecta construir en su entorno.

Cada vez que se encara una obra o un servicio público se está modificando el precio del suelo en el entorno. Toda vez que se permite la degradación de un sitio, por la causa que sea, se afectan los precios en todo el entorno. Incluso el anuncio de obras que a posteriori no se realizan, genera expectativas que modifican positiva o negativamente el precio del suelo donde se pensó implantarlas (ver precios de la tierra costera en el entorno del puerto de aguas profundas, o descensos de valor alrededor de las tierras reclamadas por Aratirí).

Las características enunciadas del mercado de la tierra lo definen como un mercado diferente, con maneras de funcionamiento propias en las distintas culturas, que definen las posibilidades de disponer de lo que, previamente, fuera un bien común de la humanidad… y del resto de los seres vivos.

En las culturas originales – también en nuestro país – la tierra era el ámbito sin límites donde convivían otros seres vivos y diferentes grupos de humanos. Cuando la apropiación del suelo se impone, hay grupos que son excluidos del acceso a la tierra (“los más infelices”, como los llamó Artigas). La condición finita de la tierra disponible determina su escasez.

En el continente americano, las modalidades de conquista ocurridas a partir del SXVI, definieron situaciones radicalmente diferentes. En América del Norte, diversas naciones lucharon por la posesión de la costa este hasta que se consolidó la dominación inglesa. La colonización se llevó a cabo por grupos que huían de la intransigencia religiosa y que aspiraban a una vida sin opresión. No hubo una apropiación inmediata de las inmensas tierras al este, que quedaron abiertas y disponibles para los nuevos contingentes que llegaban desde distintas partes del mundo en busca de lugares para vivir. En América del Sur, Portugal ocupó formalmente también la costa atlántica y fomentó las “bandeiras” bandas armadas que abrieron territorios con criterios rapaces: buscar indígenas para esclavizarlos y riquezas del interior (diamantes, maderas finas), sin establecer dominio institucionalizado sobre las tierras.

España intentó tomar posesión de la totalidad de  las tierras que le adjudicara el Tratado de Tordesillas y generó estructuras institucionales para ejercer el poder sobre ellas. Desde el comienzo de sus acciones entregó tierras como remuneración por los servicios prestados, o permitió que se escrituraran enormes extensiones de tierra, a beneficio de privados. Rápidamente, fue apropiada toda la tierra disponible, explorada o no. Se quitaron sus tierras a los antiguos pobladores indígenas (en algunos casos exterminándolos, en otros sometiéndolos a distintos tipos de servidumbre). Los potenciales colonos de oleadas subsiguientes no tuvieron posibilidad de acceder a la posesión de tierra: ocuparon puestos en los establecimientos ya creados. Se consolidaron entonces notorias diferencias sociales: la tierra y el poder quedaron rápidamente en manos de españoles y sus herederos criollos. Todos los demás fueron excluidos del acceso a la posesión de tierra, salvo que lo hicieran vía mercado: comprándolas, acción que quedó reservada a quienes tenían u obtuvieron riquezas para ello. El mercado de la tierra quedó así instalado en América hispana.

La escasez de tierra y las normativas que regulan la adquisición de las mismas determinaron y determinan hoy el alto precio de la tierra. Hay dos modos de acceder a las mismas: el mercado y la ocupación. A mayor escasez de tierra (aún en un país cuya población crece poco como el nuestro), mas alto su precio y como consecuencia, se incrementa la ocupación y movimientos como los de los “sin tierra” en Brasil.

El mercado de la tierra tiene dos submercados en los que se producen compraventas y que se realimentan mutuamente: el de la tierra que se comercializa siguiendo las normas y procedimientos estatales y las que se adquieren en el mercado informal, en que la tierra de compra y se vende sin formalidades.

Las inversiones públicas y privadas incrementan el valor de la tierra que se expresa en su precio de mercado. Ni siquiera son necesarias obras. Una sola ley, autorizando usos más intensivos del suelo, afecta subiendo o bajando el precio de los terrenos próximos. Puede aumentar la exclusión y  generar enormes ganancias que alimentan la concentración de la riqueza en pocas manos.

Los sectores excluidos, en el país y en todo el planeta, sólo tienen opción de acceder a tierras rurales y urbanas por medio de acciones ilegales de ocupación o de compraventa informal. Se forman y crecen así los que llamábamos cantegriles (hasta que adoptamos el inocuo nombre de asentamientos informales), las “villas miseria” argentinas, “favelas” brasileras,  “campamentos”, “barriadas”, etc. Viven en esas condiciones quienes están excluidos de la posesión y uso de las tierras y fuera de las roscas de acumulación de riqueza y poder.

Hoy han aparecido nuevas modalidades de posesión y uso de la tierra rural, definidas por su escala: capitales internacionales compran y arriendan campos hasta formar unidades de gran extensión para explotaciones en monocultivo. Son ejemplos en nuestro país el  forestal, el sojero, el maíz y el arroz transgénicos. Así se creó lo que Syngenta llamó “la república de la soja”, territorios en los que se planta soja casi con exclusividad y que comprenden tierras en Argentina, Brasil, Paraguay y nuestro país, usando procedimientos compartidos que implican el uso de semilla transgénica, procedimientos mecanizados, riego, herbicidas y otros agroquímicos. Esta modalidad  productiva destruye la diversidad de la vida vegetal y animal en las áreas explotadas, acarrea la pérdida por erosión de los suelos y la extinción de su fertilidad por agotamiento. Por ende, expulsa a los trabajadores radicados previamente en el medio.

Cuando se habla de una república para la soja, se refiere a una organización transfronteriza, que toma decisiones de gran escala geográfica y  puede ignorar las normas de los estados (afectaciones al acuífero Guaraní, por ejemplo). Otro ejemplo de organizaciones transfronterizas empoderadas por encima de los estados son las áreas dominadas por los narcos. Allí se impone su ley y su cultura, por encima de normativas nacionales.

Cuando se trata del ramo forestal-celulósico en Uruguay, las decisiones tomadas por los macro inversores pueden ser rastreadas ya en la década de los ’60, en la calificación de suelos de 1982, la ley forestal  de 1988, la realización de  plantaciones masivas en los ´90, a las negociaciones con ENCE, Botnia, Stora-Enso (Montes del Plata) y el actual acuerdo con UPM, en que el país aceptó onerosísimas obligaciones en campos diversos de la actividad estatal (infraestructura, energía, comunicaciones, educación), que deben ser ejecutadas antes de que la empresa decida si construirá o no su nueva planta sobre el Río Negro. El poder real está en manos de las trasnacionales, que imponen la atención de sus requerimientos, sin ofrecer contrapartes. Nuestros gobiernos no han podido  desoír a quienes controlan la tierra, su producto y la comercialización del mismo, aunque sus acciones hayan contradicho los intereses nacionales de largo plazo.

El país real cambió en el período de crecimiento de las actividades forestal-celulósico y sojero.  En el Censo Agropecuario de 1980 (MGAP) se contabilizaron 68.362 predios en actividades agropecuarias. El 51% se dedicaba a la ganadería,  el 7% a la lechería, el 16% a la horticultura, el 11% a trabajos frutivinícolas y otros rubros agrícolas. Solemos imaginarnos que todo sigue así en nuestro medio rural.

 

En el Censo Agropecuario del 2011 (último realizado) el número de explotaciones bajó a un total de 44.890 predios. Se perdieron 12.241 explotaciones, de las que 7.493 provinieron de la ganadería, en su mayoría explotaciones pequeñas de entre 1 a 19 hectáreas. 91 % de dicha disminución se dio en explotaciones menores a 100 hectáreas. 56 % de las explotaciones acumulan el 5% de la superficie y el 9 % acumula más de 50 % de la superficie trabajada.

 

Hasta la entrada en vigencia de la Ley Forestal Nº15.939 de fecha 28/12/87, la superficie de bosques plantados con fines industriales era de 46.000 hectáreas alcanzando en 2011  1,2  millones de hectáreas.

En el 2012 se plantaron 875.000 hectáreas de soja. Para el 2017 las estimaciones van de 1,1 a 1,35 millones de hectáreas sembradas, 45 % más que la zafra anterior.

 

De lo expuesto surge que no sólo cambió la estructura predial, sino que se modificó radicalmente el uso del suelo. Se produjo y se produce la expulsión lisa y llana de la población radicada en áreas rurales, que pasa a sobrevivir en los cinturones informales de las ciudades, en los que debe intentar su reciclaje laboral a actividades urbanas para las que carece de preparación básica. A esos cambios deben sumarse  los ocurridos en materia ambiental: contaminación de suelo y agua el todos la red hídrica, erosión de suelos, desmonte de áreas de vegetación nativa y pérdida notoria de biodiversidad, perdida de tecnologías y cultura local son sólo algunos de ellos.

 

En otras ocasiones he definido al Uruguay como un estado a-territorial. Tenemos población y gobierno. El territorio y sus dinámicas no nos ocupan, no condicionan planes y acciones gubernamentales, ni parecen condicionarse a que se empleen los  procedimientos imprescindibles que la tierra sustente, en el largo plazo, la vida de nuestra sociedad.

Las decisiones tomadas por el Estado respecto al uso de los recursos suelo y agua y las no tomadas para proteger adecuadamente tierras (especialmente costas y recursos vivos), conducen al deterioro y a la pérdida progresiva del rico patrimonio de los orientales.

Si actuamos con un mínimo de responsabilidad respecto a generaciones futuras, es hora de abandonar el pan y circo de los temas instalados y dedicar nuestro esfuerzo a pensar y construir un país des-colonizado y capaz de asegurar, a futuro, el bienestar de su gente.

 

 

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