La vaca

La vaca
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En recuerdo de Iliria Cuncic y de Wilda Belura de Cunha.

Revivida por las redes sociales, me llega una noticia un poco vieja (casi dos años). Viene de Francia e, insólitamente, no tiene que ver con Marine Le Pen ni con Emmanuel Macron, ni con la moda, ni con la gastronomía, tampoco con el fútbol.

El hecho es que en Francia se decidió restablecer métodos tradicionales de enseñanza que habían sido dejados de lado hace casi veinte años: retornan a las escuelas el dictado, el cálculo mental y la lectura en voz alta.

Sí, así como lo leen. Alarmados por el “retroceso educativo” constatado entre sus niños y sus adolescentes, los franceses han resuelto volver a procedimientos pedagógicos que habían sido descartados alegando que afectaban la creatividad y la espontaneidad de los niños y que, al evaluarlos, los sometían a estrés.

Comparo el panorama que pinta esta noticia con el de nuestra enseñanza. ¿Acaso los uruguayos no podemos hablar también de “retroceso educativo”? El hecho de que el PIT CNT haya instalado el tema como punto central de la plataforma del 1ero de Mayo es muy revelador. Como lo es la triple invocación hecha por Mujica al asumir la Presidencia: ¡Educación, educación, educación!, aunque sus hechos después no correspondieran a sus palabras, y lo son también las innúmeras declaraciones de preocupación por el tema de dirigentes políticos de todos los pelos.

Pero, si alguna duda cupiera, recomiendo hablar con gurises egresados de primaria y de secundaria. Es sorprendente la cantidad de cosas que la enseñanza ha dejado de hacer, incluyendo el dictado, la redacción, el aprendizaje de cálculo mental y la corrección de faltas ortográficas. En teoría, esas actividades fueron dejadas de lado para desarrollar aspectos más lúdicos y creativos del niño. En realidad todo parece indicar que simplemente fueron dejados de lado, sin desarrollar ninguna otra cosa alternativa.

Ya sé, me dirán que muchos docentes dan todo su esfuerzo para que el fenómeno educativo siga produciéndose. No lo dudo. Sé que es así. Pero esos esfuerzos parecen no bastar.  La capacidad y la devoción individuales resultan insuficientes cuando el sistema educativo en su conjunto pierde el rumbo.

Si las estadísticas de aprobación y reprobación son más importantes que la formación de los niños, si las tareas administrativas consumen demasiado tiempo que debería dedicarse a la enseñanza, si los ascensos y premios de los docentes dependen más del paso del tiempo que de los resultados pedagógicos, si sus remuneraciones indican que la tarea docente es socialmente menos valorada que otras actividades que requieren menos formación y responsabilidad y generan infinitamente menos beneficio social, si la asignación de cargos sigue dependiendo, como en secundaria, de procedimientos burocráticos que reproducen el caos, ¿cómo no hablar de retroceso educativo?

Hay un hecho evidente: no es posible organizar un sistema de enseñanza coherente sin saber qué clase de personas se quiere formar. Y no es posible saber qué clase de personas se quiere formar sin saber qué clase de sociedad se quiere reproducir, cosa que dista de estar clara en la sociedad uruguaya. Eso marca un límite serio a la tarea docente. Pero, a pesar de los pesares, hay cosas que se pueden hacer, empezando por no desmoronar cosas que tradicionalmente se hacían y eran fortalezas de nuestro sistema de enseñanza.

Voy a quebrar una lanza por una actividad casi olvidada. ¿Quién no recuerda que, entre el aprendizaje de las tablas, problemas matemáticos, historia nacional y dictados, una o dos veces por semana, en la escuela se nos exigía hacer “una redacción”? Los temas no solían brillar por su originalidad. “Lo que hice en mis vacaciones” y “La vaca”, por ejemplo, eran clásicos de todos los tiempos. ¿Quién, que haya pasado por la escuela hace algunas décadas, se libró de escribir sobre alguno de esos tópicos?

La teoría aplicada para eliminar la redacción, el dictado  y tantas otras prácticas tradicionales  –reitero- es conocida. Sostiene que esas formas estructuradas, exigentes, impuestas y evaluadas por los docentes, afectaban la creatividad de los niños y los sometían a estrés y frustración. En su lugar, se propuso desarrollar lo lúdico y creativo de cada niño mediante prácticas más espontáneas y menos estructuradas de aprendizaje, asumiendo que el resto (las herramientas formales para la comunicación escrita y verbal, el razonamiento y el cálculo) serían adquiridos por el niño en el curso de su vida o suplidas por instrumentos tecnológicos, como la calculadora, el celular e internet.

No soy pedagogo, ni maestro, ni profesor de secundaria. Por lo tanto, lo que voy a decir es fruto de la mera observación. Y no se necesita ser un experto para percibir que los resultados del abandono de esas prácticas tradicionales son preocupantes. Quizá no deba sorprender a nadie que quien no aprende de chico a escribir sin faltas ortográficas siga cometiéndolas toda la vida, o que quien no aprende las tablas de multiplicar no pueda hacer cálculos mentales, o que quien no aprende a comunicar sus ideas y sentimientos por escrito no pueda luego expresarse en forma legible.

La antigua Atenas, capital cultural de su época, era una democracia, en la que las decisiones públicas se tomaban en asamblea, lo que hacía de la capacidad oratoria una virtud ciudadana esencial. Por eso, confluían en Atenas oradores y maestros de retórica. Eso eran los llamados “sofistas” y no menos lo eran sus críticos y adversarios, como Sócrates, Platón y Aristóteles. Por eso no es aventurado decir que gran parte del desarrollo de la filosofía y de las ciencias se lo debemos a la enseñanza formal de la retórica.

La relación entre la retórica y la filosofía es evidente. El aprendizaje formal de las reglas y técnicas para el ejercicio de la oratoria imponía hábitos mentales, como el de clasificar hechos, analizar sus relaciones lógicas y causales, evaluarlos  a la luz de criterios morales y prácticos, encomiar virtudes, criticar defectos, descubrir las debilidades del discurso propio y ajeno, y observar las reacciones humanas ante los hechos de la vida. El desarrollo de la filosofía era inevitable en mentes ocupadas en esos menesteres.

Como es sabido, las diversas ramas de la ciencia fueron desgajándose luego de ese tronco central que fue la filosofía. Por lo que casi todas las formas del pensamiento y del conocimiento son de alguna manera hijas de una práctica que consistía en aprender a comunicar ideas y argumentos al público.

Así las cosas, hay que resignificar el papel que el aprendizaje de la gramática, de la ortografía y del estilo cumplen en el desarrollo de la mente y de la personalidad. Razonar, escribir y hablar en forma inteligible no son sólo técnicas de comunicación con los demás. Son también maneras de formar y ejercitar la mente, ordenar el pensamiento y descubrir conexiones nuevas entre datos conocidos. Son actividades formativas.

Muchos siglos después, vi fenómenos parecidos, de extraordinario desarrollo intelectual y cultural, en militantes y dirigentes formados en la actividad sindical. La práctica de asambleas, la lectura y la negociación en condiciones adversas les dieron a muchos viejos sindicalistas una formación que no habían recibido en sus muy pocos años de enseñanza formal.

Como la vida odia el vacío, el papel formativo que alguna vez cumplieron la Academia y las asambleas hoy está siendo asumido por internet y las redes sociales. Facebook, Twitter, WhatsApp y sus similares son hoy las ágoras públicas disponibles. Allí se informa, se comenta y se discute sobre todo. También se miente y se agrede.

Pese a que, al estilo de Umberto Eco, esté de moda abominar de las redes sociales, estoy convencido de que cumplen un papel inevitablemente positivo. Son la cara real de la democracia. El lugar donde, de verdad, todo el que quiere opina e incide en el debate público. Son por tanto un ámbito formativo, aunque no se lo propongan.

La pregunta es, ¿la educación formal no tiene cosas para aportar a ese concierto público universal? ¿Podemos confiar la formación intelectual, ciudadana y comunicativa de los niños predominantemente a las redes sociales?

Aprender las reglas para comunicarse e interactuar en este mundo complejo y polimorfo es indispensable. Probablemente los niños aprenderán a comunicarse comunicándose, como ha ocurrido siempre, pero sería deseable que la escuela no estuviera ajena a ese proceso. Que al menos parte de las reglas y los códigos para hacerlo se aprendieran en ella.

Por eso quizá habría que reconsiderar la actitud de nuestro sistema educativo ante la gramática, los dictados, el cálculo y la redacción.

Aunque cueste creerlo, expresarnos eficazmente, hasta en temas como “Lo que hice en mis vacaciones” o “La vaca”, nos forma, nos prepara, nos da herramientas para entender este mundo complejo e interactuar en él.

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