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Lecciones de estética elemental

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Al hombre lo atrajeron las artes plásticas desde su lejana infancia, cuando su mamá solía llevarlo a ver la pinacoteca de la Biblioteca Eusebio Giménez, en Mercedes, su pueblo natal.

Por eso, cuando, desde el jardín al que concurre su hijo de cuatro años anunciaron que visitarían dos museos de la Ciudad Vieja –el Gurvich y el Torres García–, tuvo una alegría.

De regreso a casa de la primera salida didáctica, preguntado por sus padres sobre la misma, el niño comentó:

–José Gurvich se puso muy viejito y murió.

Al parecer, por encima de los aspectos más vinculados a la estética del artista, el hecho le había llamado mucho la atención. Luego del segundo paseo, hizo un razonamiento análogo:

–Joaquín Torres García también se puso viejito y murió. Igual que José Gurvich.

A mediados de diciembre, el padre le propuso ir al Parque Rodó. El niño se entusiasmó:

–¡Al parque de atracciones! ¡Quiero, quiero! –exclamó.

–Sí, claro. Pero, antes, vamos a ir al Museo.

–¿Al Gurvich y al Torres García?

–No, no. Al Museo Nacional de Artes Visuales. Pero igual vamos a ver a Gurvich y a Torres García.

Jamás esperó la contestación que tuvo su última frase:

–¿Van a estar ahí?

Descolocado, la primera respuesta que acudió a su cabeza fue un “¡No!” rotundo. Por suerte, se calló. Pensó un instante y le vinieron a la mente las enseñanzas de un viejo profesor de estética de sus tiempos de la facultad. “La obra, una vez parida por el artista, se separa de este y dialoga por sí misma con el espectador cuando se enfrentan y se produce el momento estético”, afirmaba, palabras más palabras menos, aquel docente. “Entonces, en cierto modo, tanto Torres como Gurvich perviven en sus telas y esculturas; y, desde este punto de vista, están presentes en ellas”, razonó el hombre para sus adentros. Recién entonces, contestó:

–De alguna manera, sí.

–¿Y voy a poder hablar con ellos?

Tras una infinitesimal duda, sofocando al racionalista que lleva dentro, prefirió ser fiel a sus convicciones más íntimas.

–Si mirás los cuadros con atención, sí.

–¿Tengo que estar calladito?

–No necesariamente, pero eso te va a ayudar.

Unas horas más tarde, se bajaron del ómnibus y caminaron hasta el jardín del Museo a través de los umbríos túneles verdes que, en la época estival, forman los altos árboles de aquella zona del parque.

–¡Antes veníamos a jugar acá! ¿Te acordás, papá?  –recordó el niño, al reconocer el lugar al que, en efecto, su progenitor lo había llevado más de una vez.

Caminaron hasta donde solían sentarse, bajo un enorme gomero que allí crece y, al cabo de un momento, el pequeño preguntó:

–¿Y dónde está el Museo?

–Allí, en aquella puerta roja –le señaló el hombre, al tiempo que, tomándolo de la mano, lo encaminó hacia la entrada. En ese instante vio, a la derecha de ambos, el Monumento cósmico (1939), de Joaquín Torres García.

–¡Mirá esa escultura. Es de Torres García! Vamos a verla –propuso, al tiempo que ayudaba al pequeño a subir el terraplén sobre el que se halla la obra.

Por fin, se pararon ante ella. Tras un breve lapso de contemplación, el niño susurró:

–Hola, soy Francisco.

Y se quedó expectante, en silencio, con el oído atento a la respuesta del granito rosado esculpido.

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