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Los archivos y las tumbas por Juan Martín Posadas

Los archivos y las tumbas por Juan Martín Posadas
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El ambiente político está muy ocupado en otras urgencias y poco interés ha demostrado hacia la aparición pública y profusa difusión de un torrente de documentos  vinculados con la actividad de los servicios de inteligencia. Es cierto que se ha conformado una Comisión Investigadora pero hasta ahora no ha arrojado ninguna información útil sino, más bien, una seguidilla de declaraciones de candorosa ignorancia de parte de todos los ex Ministros del Interior y Defensa que por ella han pasado.

El asunto está entreverado y los promotores de la investigación oscilan entre la preocupación por el ocultamiento y sustracción de información respecto a lo que pasó durante la dictadura y la preocupación por el hecho de que los servicios siguieran actuando en tiempos de democracia. Las dos líneas de indignación se confunden entre sí, lo cual borronea considerablemente el  asunto.

Paralelamente a esto hubo un sonoro estallido en la prensa, concretamente en Brecha, por un trabajo periodístico de Blixen que ha dado lugar a controversias varias. Blixen afirma y hace notar que ha habido un manejo interesado y poco claro en la difusión de los documentos que fueron el soporte de las investigaciones oficiales sobre el traumático pasado reciente de nuestro país. Las investigaciones a las que hace alusión fueron las dirigidas y firmadas por A. Rico y las de Caetano y Barrán. Blixen subraya una diferencia de delicadeza empleada en la selección del material que refiere a los tupas y el que refiere a los comunistas. En mi opinión la diferencia de trato es evidente.

Pero antes de los archivos Castiglioni (que son los que estudia Blixen) se habían conocido los archivos que descubrió la Dra.- Azucena Berrutti cuando fue Ministra de Defensa. Esos archivos no fueron entregados al Parlamento –como propuso en su momento el Dr. Gonzalo Fernández, con toda razón- sino que Berrutti los confió a dos personas de su confianza personal para que los estudiaran y clasificaran. Después pasaron al Archivo General de la Nación (espero que en su integridad, pero no hay cómo saberlo) y estuvieron abiertos al conocimiento de los eventuales interesados con motivo.

Yo me consideré incluido en esa categoría y solicité acceso a los archivos  en que yo figurase. Me entregaron 72 páginas de mediocre fotocopia donde me enteré del seguimiento que de mis pasos había hecho la inteligencia militar. Figuro en una carpeta con el número 214334. Leídas todas esas páginas (donde todos los nombres que no son el mío aparecen tachados con drypen pero se pueden leer con un poco de esfuerzo) llegué a la conclusión de que el trabajo de esa dependencia del estado había estado en manos muy toscas y mentes muy primitivas. De todos modos, lejos de sentirme enojado, me siento orgulloso de que los servicios de inteligencia del régimen militar se hayan ocupado de mi persona y guardo las 72 páginas como un trofeo.

Lo que ha producido indignación en algunas personas es que, si bien es fácil comprender que en tiempos de dictadura el régimen necesitase controlar a quienes no aceptábamos pacíficamente la supresión de las libertades y el pisoteo de los derechos, no resulta tan  claro ni justificado que haya que seguir con la misma actividad en tiempos de democracia cuando todos defendemos con convicción ese sistema, sus normas y sus principios. Pero sucede que, como ha quedado de manifiesto por confesión de Zabalza y de Amodio Perez, así como por las investigaciones contenidas en los libros de A. Garcé primero y M. Urruzola después, hasta hace muy poco tiempo atrás había integrantes de grupos políticos y de algunas dirigencias sindicales que no tenían actitud favorable a la democracia ni se abstenían de actividades contrarias a ella. Parece razonable que los servicios hubiesen metido allí la nariz.

Por un lado tenemos a nivel político una Comisión Investigadora que no ha aportado ni presumiblemente podrá aportar gran cosa y, por otro lado, en el nivel periodístico, una avalancha de información porque Brecha puso a disposición todos los rollos microfilmados que le llegaron.

Cuatro personas, conocidas, competentes, vinculadas al manejo profesional de archivos y que han tenido relación con el tema dejaron su opinión en La Diaria (5-VIII-17). Vania Markarian afirma respecto a los documentos incautados en la casa de Castiglioni: “todavía se sabe poco sobre el contenido y la procedencia exacta de esos documentos”. En el caso de lo revelado por Blixen en Brecha (y luego en otros medios) “transcriben fragmentos sin referencias claras sobre su procedencia” y “derivan en una suerte de ventilación de renovadas querellas internas de la izquierda”. Y agrega que la operación de difusión de esos documentos “se parece bastante a una campaña de denuncia sobre el manejo posiblemente arbitrario de la información por parte de quienes habían accedido hasta entonces a ella (el equipo de universitarios que trabajaba en Presidencia)”. Agrego, de mi cosecha, que tengo los mismos reparos a la gestión y a los resultados de ese informe (solicitado por Presidencia, a profesores designados por Presidencia, pagado por Presidencia y publicado con el sello de la Presidencia: si eso no es una historia oficial no sé a qué se le puede llamar historia oficial).

Nicolkás Duffau, en esas mismas páginas de La Diaria, señala respecto a esa masa de información volcada a lo público: “sin un contexto capaz de advertir quién generó esa información, por qué y para qué, poco ayuda a entender e interpretar los acontecimientos”.

Carlos Larrobla expresa allí mismo: “que en el caso de aquella documentación considerada sensible debe generarse un equilibrio entre el derecho a su acceso y la protección de las personas involucradas”. Y agrega que es equilibrio, buscado como objetivo en un seminario sobre “Archivos y Derechos Humanos” finalizó “sin que esto pudiera ser posible… por las múltiples posiciones que existen al respecto”.

Finalmente Isabel Wschebor afirma que “los motivos de intriga y confusión están posiblemente asociados a que los mecanismos de acceso establecidos por el Estado desde mediados de la década de 2000 son de carácter discrecional. Esto crea un ambiente de opacidad y falta de transparencia que se traduce en la forma en que estos son utilizados en publicaciones de diverso tipo”.

Las opiniones arriba mencionadas (y que el lector puede conseguir en su totalidad en la fuente consignada) me afianzan en la convicción personal respecto a que de esa montaña de información de los archivos se han obtenido pocos resultados claros y de poca utilidad para el estado del alma y la dignidad nacionales tan maltratadas en el pasado reciente. Resulta dudoso que se dé por esa vía progreso alguno tanto en lo que refiere a la justicia y castigo de responsables como en lo referente a un progreso orgánico y serio en el conocimiento de lo que sucedió en nuestro pasado oscuro, sus causas, sus mentiras, sus consecuencias y demás.

El enorme magma de información (o desinformación) que se encuentra en esos archivos me lleva a reflexionar sobre la cantidad de tiempo y de esfuerzo que le está llevando al Uruguay ponerse al día con los dolores, vergüenzas y complicidades que pesan sobre sus espaldas así como sobre la confusión que existe respecto a los caminos hábiles para ello. Veo dos direcciones posibles. Una es la de continuar y seguir adelante, con empeño y sin desfallecimientos, en la búsqueda de de tumbas físicas o archivos enterrados. Es el camino que se ha seguido hasta ahora.

El otro camino, que nadie ha planteado, tiene, a su vez, dos sustentos: un sustento jurídico y otro filosófico-religioso. El sustento jurídico es la prescripción, instituto que tiene lugar en casi todos los códigos de la  civilización occidental. El sustento filosófico-religioso es el perdón.

Vayamos a lo primero: la prescripción. Se basa simplemente en el tiempo, los efectos del transcurso del tiempo. Hay un reconocimiento de que hubo un delito, una víctima, y un victimario identificado, pero éste no ha sido hallado o es inaccesible. La imposibilidad fáctica de conjurar o resolver esa situación durante un lapso prolongado de tiempo (30 años, 40 años, según los países) genera una nueva situación: el delito prescribe, el caso se da por cerrado.

Más allá de reconocer que efectivamente el paso del tiempo produce efectos sociales esta figura jurídica cortó el secular y atávico impulso de las vendettas, obligación “moral” y perenne del hijo de hacer justicia por su padre o su abuelo asesinados y, de no haber podido cumplir, pasarle esa terrible obligación a sus descendientes.

El segundo camino es el perdón. No puede ser una norma legal como lo es la prescripción o ser incluido en un código. Se trata de una disposición espontánea  de magnanimidad abrazada libremente por el ofendido o la víctima y que se ofrece a cambio de nada. No hay aquel trueque que algunos consideran indispensable: si el ofensor no pide perdón no es correcto que el ofendido lo conceda. Se trata de una disposición de espíritu gratuita –individual o colectiva de una sociedad- donde ha existido un agravio real (no un engaño de que no pasó nada o no es tan grave) y la víctima es conciente de que tiene un reclamo legítimo pero dice: esa cuenta, que es real, grave y exigible, no la voy a cobrar.

Ambos caminos, de origen y razonamiento diferente,  apuntan a ofrecer aperturas hacia un futuro de reconciliación y recomposición en la marcha de una sociedad que haya sufrido un desgarramiento interno. Es una dialéctica entre una visión (o proyecto) de saldar y otro proyecto de reconstruir o recomponer.

En nuestro país se fue consolidando –por primacía de unas voces sobre otras- una atmosfera colectiva o un sentimiento generalizado condensado en la consigna “ni olvido ni perdón”. Parece difícil que, a esta altura, se pueda cambiar. Si eso fuera así –aunque uno conserva una tenaz esperanza de que no lo sea- el Uruguay continuará comprometido y atado a una tarea de seguir buceando en archivos militares (aguas oscuras como han dicho los expertos arriba citados) y en la tarea de seguir excavando en los predios militares quizás por muchos años más, haciendo del pasado un presente permanente. La única manera de tener un presente es convertir el pasado en historia y desafectarlo como tarea.

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