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Los sueños de mi padre por Luis Nieto

Los  sueños de mi padre por Luis Nieto
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“Durante un rato permanecí sentado entre las dos tumbas, llorando. Cuando me quedé sin lágrimas me invadió una gran calma. Sentí que por fin el círculo se cerraba. Ahora comprendía que lo que yo era, que aquello que me importaba, no se reducía ya a una cuestión de intelecto o a un compromiso, tampoco a una serie de palabras. Vi que mi vida en Norteamérica –la vida de los negros, la de los blancos, la sensación de abandono que había sentido de joven, la frustración y la esperanza de la que había sido testigo en Chicago-, todo estaba conectado a este pequeño pedazo de tierra separado por un océano, conectado por algo más que por el simple accidente que suponía un nombre o el color de mi piel. El dolor que sentía era el mismo que sintió mi padre. Mis dudas eran las de mi hermano. Y la lucha de todos, mi patrimonio.”

Bajo una de las lápidas yacían los restos de Hussein II Onyango, el abuelo del expresidente Barack Obama, bajo la otra, los de su propio padre: Barack, como él. En aquellas dos tumbas estaban sus raíces.

La llegada de los blancos a Kenia, hacia el último tercio del siglo XIX, había sacudido las costumbres ancestrales, había definido el futuro de muchas familias. Onyango era un joven inquieto de la aldea, había aprendido a las hablar inglés, y solía trabajar como cocinero en los zafaris, o en las casas de los extranjeros. Fue a la Segunda Guerra Mundial, y a su regreso volvió a establecerse en su aldea natal, a cultivar la tierra y a aumentar su ganado. Pero su forma de vestir, su exagerado aseo, su éxito como productor, provocaba distancia, incluso entre él y su padre, el bisabuelo del expresidente. Onyango, se trasladó a la aldea de Alego, con sus dos mujeres: Helima y Akumu, la abuela biológica de Barack Obama. Akumu sufría mucho por la dureza y rigidez de su marido, y tras nacer su hija Auma, huyó de la casa llevándose únicamente a Auma. Los otros dos niños, Sarah y Barack intentaron escapar días después, a través de una selva llena de peligros, durante dos semanas, pero no pudieron llegar a ningún lado. Fueron encontrados en pésimas condiciones, famélicos y llenos de heridas. Su padre cambió de actitud con los niños, al encontrarlos el padre empezó a llorar. Onyango ayudó a Barack, lo obligó a ser un estudiante brillante, lo había visto en los europeos, sin estudios no sería nadie.

Dejó la casa paterna y se fue a vivir a la capital, Nairobi, donde se ganó la vida trabajando en distintos lugares, pero tal como le había adelantado su padre, sin estudios no sería fácil para sobrevivir en medio de la pobreza. Barack padre, en su juventud, se involucró en el proceso de independencia en la Unión Nacional Africana de Kenia (KANU) lo detuvieron, y luego de la cárcel volvió a casa de su padre. Barack tomó clases por correspondencia y consiguió terminar la secundaria con excelentes notas. Onyango escribió muchas cartas a universidades de Estados Unidos pidiendo que aceptasen a su hijo, que sería muy útil para el futuro de Kenia, acompañando sus palabras con recomendaciones de personas influyentes. Por fin, la Universidad de Hawai le ofreció una beca. En Hawai fue un estudiante destacado, y allí conoció a Ann Dunham, la madre de Barack Jr.

Sentado entre las dos tumbas: la de su abuelo Onyango y la de su padre Barack, Obama lloró largo rato, bajo la lluvia, hasta que una gran paz lo fue invadiendo. Siendo todavía un estudiante becario, un organizador social en los barrios pobres de Chicago, no tenía la mínima sospecha de lo que el destino le tenía guardado. Había sido aceptado en Harvard, en pocos meses más comenzaría una carrera brillante, a la que contribuyó, sin dudas, ese viaje a las raíces.

La vida no siempre le sonrió a Barack Obama. Su padre había vuelto a Kenia cuando él era un niño. Su madre se había vuelto a casar con un filipino “Lolo”, un personaje al que Obama recuerda con calidez y respeto. Había vuelto a Indonesia después de la independencia, con la voluntad de contribuir en la reconstrucción del país, pero las cosas habían cambiado para Lolo, que había ido a Estados Unidos mediante una beca universitaria, también a la Universidad de Hawai. El gobierno estaba demasiado ocupado en purgar Indonesia de izquierdistas. Fueron años que Obama conoció y vivió en la pobreza, pero, también, en contacto con la alegría de la calle. Lolo no pudo superar la depresión que le provocó la dictadura de Sukarno. Ann tuvo una hija, a quien bautizaron como Maya. Entonces la madre de Obama decidió regresar a Hawai, separándose de Lolo, con el que siguió manteniendo buenas relaciones. Ann consiguió que Lolo viajase a los Estados Unidos para tratarse en un centro médico especializado pero finalmente falleció siendo todavía un hombre joven.

Barack Obama tuvo siempre como referencia familiar a sus abuelos maternos Stanley y Madelyn. El libro está lleno de anécdotas de su infancia en Hawai e Indonesia, pero, sobre todo, de reflexiones a raíz de cualquier conversación con quienes formaron su carácter. El libro es sumamente ameno, el narrador mantiene el interés del lector de principio a final. Por él desfila numerosos escenarios, y termina tras un segundo viaje a Kenia para presentar a su familia su prometida: Michelle LaVaughn Robinson. Su numerosa familia acogió a Michelle con afecto, de alguna manera, y aunque la decisión ya estaba tomada, fue una forma de consulta familiar.

Son particularmente interesantes los años que trabajó en los suburbios de Chicago dedicado a las organizaciones barriales, la mayoría ligadas a iglesias, la única forma de agrupación a la que acudían los más pobres. Allí se formó en la promoción de proyectos y en negociar con los pequeños y grandes poderes, a veces para conseguir cosas mínimas, necesarias para la población. En algunos barrios el desempleo era el doble del que había en otras zonas de la ciudad. El libro está salpicado de las pequeñas historias del gran drama de la pobreza.

Barack Obama publicó “Los sueños de mi padre” en el año 1995, es un libro conmovedor, arriesgado, si se toma en cuenta que tiene por delante una larga carrera de fondo, y que cualquier paso en falso lo podría conducir, directamente, a un fracaso prematuro. No hay promesas, no hay demagogia, los recuerdos de Obama están plagados de momentos duros, desafiantes, donde uno sólo de esos momentos podría resultar lo suficientemente destructivo para cualquier muchacho. No elude la confesión de haber fumado porros, algo que en la actualidad no supondría un hecho grave pero sí en el mundo político norteamericano de 1995.

En la Convención Demócrata de 2004, Obama continuaba siendo un desconocido. Sin embargo alguien había puesto los ojos en él: John Kerry, entonces candidato a la presidencia. El impacto que aquel discurso provocó en la Convención fue decisivo. A pesar de que el partido contaba con varios escritores de discursos, consejeros, etc. Obama puso como condición que él mismo escribiría el discurso.

Mucho tiene que ver ese discurso con su propia experiencia, con lo que exponía de sí mismo en “Los sueños de mi padre”. En su siguiente libro: “La audacia de la esperanza”. Obama despliega sus ideas para un mundo más seguro y más justo, y algo habrá tenido que ver con la elección que lo llevó a la presidencia de Estados Unidos.

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