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No hablemos de salud por Hoenir Sarthou

No hablemos de salud por Hoenir Sarthou
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Cada vez es más claro que, bastante más allá del problema sanitario, la pandemia está ligada a un proyecto económico, político y social al que empiezan a vérsele las patas.

Hace pocos días, el diario “El País” publicó la noticia de que la Secretaria del Tesoro de los EEUU, Janet Yellen, ha hecho pública una propuesta tributaria dirigida por su gobierno a los gobiernos de más de cien países.

La propuesta consiste en la unificación de los impuestos que deben pagar las empresas, sin importar en qué país estén radicadas. Es decir, la fijación de una tasa tributaria mundial. En apoyo a lo planteado por Yellen se habrían pronunciado ya el Fondo Monetario Internacional, la OCDE y los gobiernos de varios países europeos, incluida Alemania.

Como era de esperar, entre los argumentos para justificar la iniciativa figuran la eliminación de los “paraísos fiscales” y un largo discurso sobre que las empresas multinacionales tienen la obligación de contribuir a la lucha contra la pandemia, obligación que, si uno lee con atención, se reduce a un impuesto especial que las empresas pagarían por una sola vez.

La jugada es clara, ¿no? Las empresas pagan ese impuesto una vez, pero la modificación del sistema tributario mundial queda establecida para siempre. Una hermosa forma de presentar una gigantesca mordida al poder como un acto humanitario y hasta de justicia económica.

No está claro todavía -o al menos no se ha difundido- quién fijaría los montos de ese impuesto universal, pero evidentemente, de tener éxito la propuesta, ya no sería competencia de los gobiernos ni de los parlamentos de cada país.

Para entender el verdadero significado material y simbólico de esta iniciativa, es necesario recordar que la facultad de crear impuestos fue siempre uno de los atributos esenciales de los  gobiernos soberanos. Y que, al menos en las sociedades occidentales, el control de la creación de impuestos fue uno de los principales motivos históricos para el surgimiento de los parlamentos. Ya en la Edad Media, el poder de los reyes, que solían sangrar a sus pueblos con impuestos arbitrarios, soportó numerosos intentos de limitación, liderados en general por nobles, cuyo principal objetivo, a menudo logrado, era imponer a los monarcas la obligación de convocar y consultar a los Consejos, Cortes o Parlamentos para la creación de impuestos.

De modo que la creación y el control de los impuestos están en la raíz misma de lo que hoy conocemos como gobiernos soberanos y como regímenes democrático-parlamentarios. Por eso, no es casualidad que, en el marco del proceso de globalización, acelerado hasta el vértigo por la pandemia, se apunte a sacarle ese poder a los Estados nacionales.

La aspiración de intervenir en las políticas tributarias y financieras de los Estados no es nueva. Recordemos la presión a la que sometió la OCDE a nuestro país en materia de secreto tributario y bancario. La novedad ahora es que la pretensión intervencionista viene justificada por la pandemia. Por lo que no faltará gente que crea que el objetivo real es recaudar fondos de las empresas para destinarlos a la salud. Esa gente probablemente aplaudirá la iniciativa, sin advertir que, a cambio de una suma que se recaudará por única vez, está renunciando a todo control sobre los impuestos que cobra su país.

Tampoco está claro -aunque podamos imaginarlo- qué papel asumirán los intereses más poderosos del mundo en la regulación de los impuestos. Estamos en una época en que, por poner un ejemplo, las empresas farmacéuticas recibieron de los Estados muchos miles de millones de dólares para desarrollar las vacunas, y ahora les están cobrando a esos mismos Estados para proporcionárselas. De modo que nada cuesta imaginar que, si la fijación de las tasas impositivas depende de alguna clase de entidad internacional, algunos intereses privados, sobre todo los más poderosos, logren intervenir decisivamente en la fijación de los impuestos que todo el mundo deberá pagar, lo que puede dar lugar a inequidades portentosas.

La ausencia de controles democráticos es un rasgo fundamental del régimen propuesto. Porque, si un partido o un legislador uruguayos promueven una política tributaria que creemos equivocada o injusta, tenemos los medios para evitar que sigan gobernando. Bastará con no volver a votarlos. En cambio, ¿qué poder tendríamos como personas para controlar a un cuerpo de funcionarios internacionales tecnocráticos a los que no elegimos ni tampoco conocemos?

En el correr del último año hemos perdido o visto restringidas muchas cosas. Trabajo, dinero, educación, asistencia médica, tranquilidad, sociabilidad, libertad de reunión y de expresión. Ahora hay una propuesta de sacarnos también la posibilidad de controlar los impuestos que se pagan y se cobran en nuestro país.

¿Alguien sigue creyendo que la pandemia es exclusivamente un problema sanitario?

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