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¿Qué define la identidad uruguaya?

¿Qué define la identidad uruguaya?
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En estos días con el  inicio del campeonato mundial de futbol se ha despertado una ola de nacionalismo poco frecuente en nuestro país. Por todos lados surgen banderas uruguayas y la gente manifiesta un patriotismo  que nosotros solo veíamos en nuestros vecinos del otro lado del rio.  ¿Es la selección celeste el único motivo de identidad nacional que nos une a todos?  ¿Hay otros elementos que caractericen el sentir uruguayo?  ¿Artigas?  ¿La educación publica?  ¿La democracia?  ¿La laicidad?  ¿Hay valores que nos unen? ¿Cuáles y por qué?

No somos lo que no fuimos por Leo Pintos

Heme aquí,con la mente en blanco, paralizado por la dificultad para responder a la pregunta sobre qué es lo que define nuestra identidad nacional.Me declaro incompetente para identificar o definir nuestra identidad en tanto acuerdos tácitos y mecanismos automáticos que convierten nuestras conductas en rasgos que nos definan. Por lo pronto, me resisto a apelar al fútbol, nuestra vocación democrática o la solidaridad para definirnos.

Es cierto que el fútbol es lo único que nos hace visibles en el mundo, pero cierto es también que nuestra pasión futbolera va y viene de la mano de los resultados y que asociarlo con el patriotismo exacerbado de la tribuna desaforada cantando el himno, previo a cada partido de la selección, es simplificar demasiado la cuestión de la patria.

Cierto es también que conservamos algunos apegos a normas democráticas poco comunes en el tercer mundo, pero aquel 43% que votó en el plebiscito de 1980 o el apoyo popular a la impunidad de los terroristas de Estado hacen que descarte ir por ese lado. Además, resulta engañoso medir el espíritu democrático de un pueblo desde el momento en que el voto es obligatorio.

Otrora reservados y poco adeptos al escándalo y el panfleto, hoy asistimos al conventillo como norma de convivencia al influjo del constante bombardeo que nos llega del otro lado del charco. Nuestro estilo de vida, propio de sociedades pequeñas, que nos caracterizaba, hoy se ve debilitado por la progresiva desaparición de los lazos interpersonales, consecuencia directa del advenimiento de nuevas formas de relaciones en desmedro de las comunidades sociales. Nuestra solidaridad está cediendo frente a la tendencia mundial a resignificar los problemas sociales en términos de preocupaciones individuales que nos pone en alerta constante frente al otro. El necesitado pasó a ser culpable de su situación y cualquier atisbo de solidaridad es visto como asistencialismo y pobrismo. Nuestra incertidumbre ante lo que vendrá y el sentimiento de inseguridad constante han logrado que hayamos remplazado la solidaridad por la desconfianza mutua y la competencia constante se volvió el motor de nuestras vidas. El rechazo cada vez mayor a la llegada de inmigrantes es el botón que presento como muestra.

Llegado a este punto no encuentro argumentos sólidos para hablar de una identidad nacional, si acaso reconocer en la trasgresión constante de todo tipo de norma nuestro sello más sobresaliente y en lo que no profundizaré para no ahondar este sentimiento de desasosiego.

 

Una cultura futbolística, mucho más que 11 contra 11

Por Mauro Mego

Es difícil hablar de una identidad uruguaya. La existencia del Uruguay como país independiente se define en muy pocos años, entre los sucesos de 1825 y 1828. Cómo todos en aquel siglo XIX las comunidades políticas se construían sobre la base del estado-nación. Una nación, una suerte de comunidad preexistente al propio estado, que lo justificaría a este, basada en un relato claro desde un “orígen” hacia un “destino”. La nación definiría un conjunto de rasgos que harían diferente a un grupo de otro, una historia “común”, hitos fundantes, y muchas veces héroes o próceres que condujeron a esa nación a su “destino”. Se sabe, por supuesto, que generalmente la nación “se construye”.  Es un edificio de sentido creado en función, muchas veces, de ficciones que después  reproducen los dispositivos que los Estados Modernos echan a andar para que esa historia se cree y re-cree en las próximas generaciones. Así, se inventan tradiciones, o se toman unas en detrimento de muchas otras. Se construye una historia oficial, símbolos, himnos, etc. Pero todos sabemos que los estados nacionales son nuevísimos en la historia humana.

El Uruguay no escapa a esa obsesión por la identidad que lo ha perseguido siempre. Habiéndose exterminado el componente indígena de la región, el Uruguay nació “del vientre de los barcos” y de esa amalgama hubo que crear y consolidar una nación, una identidad. Allí se disputaron fuertes debates y luchas por este sentido. Es muy complicado marcar algo que nos defina a los uruguayos de manera única, todo cuanto se rastrea-como ocurre con todas las naciones-encuentra siempre orígenes diversos relacionados a la cultura y sus movimientos. De todos los intentos por construir un “nosotros” sólido, después de un tiempo nació uno: El fútbol.

No es un invento nuestro, pero, como ha dicho muchas veces Menotti, el fútbol es un hecho cultural y aquí adquirió una densidad y un sentido aglutinante único. No somos el único país futbolero, pero aquí tempranamente tomó un sentido épico y formativo de nuestro carácter de manera única. Corta trasversalmente edades, géneros, clases sociales, interpela a la estancada demografía nacional y se habla del “milagro futbolístico” oriental. La “cultura futbolística” como la llama acertadamente el Maestro-particularmente la selección, renacida de las cenizas con el proceso Tabarez-es el producto mejor adaptado. Siendo foráneo de orígen, nuestra sociedad supo moldearlo de manera de constituir una marca registrada que impregna, guste o no, al resto de la sociedad. De forma tal, incluso, que mucho de ese “ser oriental” nacido del fútbol derrama a otras áreas de la sociedad (¿O al revés?). El Uruguay no siempre existió y no hay garantía de que siempre exista, y el fútbol parece ser el salvataje de ese “algo” un tanto impreciso que hemos dado en llamar la identidad. No hay nada que nos defina mejor como “nosotros” que los laberintos de la historia y porvenir de “la celeste”.-

De un abuelo por Jorge Pasculli 

 

Recién llego de la fiesta de los abuelos en la escuelita de mis dos nietitos. Pipones. Así nos sentimos todos, padres, tíos, abuelos, al ver a estos piojos homenajeando a Artigas, probándose como gauchos, chinas y soldados, leales a quien –más allá de todo- consideramos nuestro inspirador. Por la calle, en los autos y las casas, banderas de Uruguay, orgullosas de su selección. Pero no sólo por sus éxitos y el de muchos de sus jugadores en el primer nivel mundial, sino por su forma de ser. Por su forma de expresar cada vez todo su afecto y compromiso por la celeste. Eso es lo que nos emociona a la mayoría de los uruguayos: somos capaces de competir, jugando con todo el esfuerzo, con talento, con nuestro estilo, sintiendo que es el máximo orgullo que un uruguayo puede encarnar defendiendo a su país. Pero, además, forjado desde el trabajo conjunto, unido, humilde, disfrutando de ir haciendo ese camino que –vivido así- se transforma en la recompensa. No siempre se puede ganar, pero siempre es posible entregar el máximo.

Los que no jugamos nos emocionamos al ver ese racimo de uruguayos exitosos por el mundo, pero primero que nada orgullosos de cómo los demás compatriotas valoramos y apoyamos su entrega.

Por supuesto que siempre habrá algunos que digan “yo primero soy de Peñarol o Nacional antes que de la Selección”. Pero la gran mayoría nos conmovemos por lo que nos une a todos. De ahí que ya van varias eliminatorias que Uruguay –siendo el país  más chiquito- es el que más entradas vendió. Y recién en esta última clasificamos directo. No es sólo por exitismo. No es sólo por el orgullo porque algunos de nuestros futbolistas sean estrellas del mundo. Ni tampoco sólo por desear llegar a los lugares más altos. Ambas cosas legítimas de sentir. Nos sentimos identificados porque los sentimos nuestros muchachos. Son los mismos muchachos de siempre, sencillos, afectuosos, respetuosos, solidarios, generosos. Sólo que lo siguen siendo a pesar de todos los éxitos que vienen cosechando. No se olvidan del país y de su gente, todo lo contrario. Y eso nos reaviva sentimientos que no se ven el resto del año. Y nos mueve a apoyarlos, a entusiasmarnos, a creer que es posible vivir en esa unión saludable y esforzada. Gente que en muchos casos no entiende ni sabe demasiado de fútbol. Pero sí sabe lo difícil que se presenta el mundo hoy y que ve con preocupación el futuro que se viene. Mujeres y hombres de todos los rincones del país, viejos, jóvenes, niños, ricos, pobres, con o sin religión, unidos por los mismos

anhelos de paz, familia, trabajo. No es poca cosa que un pueblo se sienta identificado y movilizado por sentimientos tan nobles. La relación de la Selección y nuestro pueblo nos da pistas firmes de lo que queremos.

De lo que queremos para nuestro país. De lo que queremos de nuestros hombres y mujeres públicos, como leales servidores del bien común.

A un año y medio de las elecciones, yo siento que los uruguayos estamos necesitando desparramar este espíritu celeste en todos los campos de nuestra vida. Antes que gane éste o aquel, lo que quisiéramos es que todos, políticos y ciudadanos, nos juntemos para atacar los principales problemas que se nos presentan, en vez de atacarnos entre nosotros por “orgullos mal entendidos”, cuestiones menores y hasta ridículas a veces. Espíritu celeste que deberíamos aplicar todos también a nuestra vida diaria, como personas, como sociedad que se ayuda y no que se autodestruye. Ese es el camino que yo siento que la mayoría de los uruguayos queremos recorrer, por encima de banderías partidarias.

Por nuestros hijos, por nuestros nietos, por el futuro que no veremos, gracias muchachos por hacer lo que todos quisiéramos hacer siempre, por mostrarnos que es posible y que así se vive mejor. Otro gran General del pueblo, Líber Seregni, ante la peligrosa aproximación de la dictadura llamó a “La unión de todos los orientales honestos” para detener males mayores. Hoy son otros los problemas, pero igualmente preocupantes. Ante ellos, el camino de la Selección es un vivo ejemplo de cómo los uruguayos podemos vivir mejor, si apelamos a lo mejor de nosotros mismos.

 

 

Los muchachos del barrio por Gerardo Tagliaferro

El año pasado fui al Complejo Celeste a entrevistar al Maestro Tabárez. Mientras lo esperaba, en el hall principal del “bunker” de las selecciones uruguayas, sucedió algo que me sorprendió. Paró un ómnibus y de él bajó un grupo de 20 o 25 chiquilines, que a primera vista me impresionaron como liceales. Ninguno superaba los 15 o 16 años. Después me enteré de que era la selección sub 15. Cuando fueron ingresando al hall lo hicieron en fila. Yo estaba con Juan, el fotógrafo, ahí parados esperando y a medida que los chiquilines ingresaban lo hacían con un “buenas tardes” y la mano extendida a ambos. Cuando terminó esa romería adolescente le dije a Juan: “Andá a saber quiénes pensaron que somos”, porque no me imaginaba la razón por la cual un grupo de adolescentes se detenía a saludar -todos- a dos desconocidos con tanta corrección. Un funcionario que andaba cerca y escuchó mi comentario me lo explicó: “Acá el saludo es obligatorio”.

Para mí está por ahí, más o menos, el encanto de este “proceso” comandado por Tabárez. Tiene sustento en ese saludo de chiquilines de 14 años, pero también en actitudes de las estrellas que integran la selección mayor que está compitiendo hoy en Rusia. Es cierto que el “nacionalismo” –si puede llamársele así- que se ve en estos días está edificado sobre resultados deportivos: esta selección, si bien no es la misma, se identifica con el buen papel de Sudáfrica 2010 y con la Copa América 2011. También con el competir dignamente con los mejores y con la clasificación directa a este mundial. Si los resultados no hubieran acompañado, ya ni siquiera estaría Tabárez.

Pero el éxito deportivo no explica todo. Hay una masiva empatía con estos muchachos y con Tabárez porque los primeros son como los pibes del barrio y porque el segundo está considerado el responsable de eso. A los chiquilines de la sub 15 que saludan respetuosamente a dos desconocidos quizás el gesto les sale más natural después de ver a Godín, capitán de la selección mayor, detenerse a firmar 100 autógrafos y sacarse 20 fotos con una imperturbable y creíble sonrisa. Lo mismo a megaestrellas como Suárez o Cavani. Más allá de cómo juega la selección desde hace más de una década –a mí no me gusta casi nada- su encanto está en que cada uno de sus integrantes es uno de nosotros. Es el pibe de la esquina representándonos. Es el hermano, el hijo, el compañero de trabajo, el vecino. No es un artista envuelto en su círculo de glamour; es uno como yo.

Y es posible pensar que esa cercanía que sentimos toca resortes de nuestra identidad. Quizás recrea aquella utopía de que “naides es más que naides”. Extender esa consigna a un medio tan mercantilizado y afín al vedetismo como el fútbol, y hacerlo con intérpretes creíbles es, se me ocurre, un rasgo distintivo de este “proceso” y la explicación última de este refrescante entusiasmo colectivo.

¡¡¡Uruguay nomá!!! por Heraclio Labandera

En sucesivos gobiernos donde se ha intentado convertir en estacionamiento el Mausoleo del general José Artigas y encerrar sus cenizas donde hay que dejar la cédula de identidad para entrar, organizado actos de fecha patria con una ministro, siete personas y un perro frente al Cabildo, para que el mundo vea, o argumentado que los helicópteros presidenciales multipropósito se pueden accidentar cuando llueve en fechas nacionales y no sirven para llevar autoridades a cumplir la liturgia de rigor que reclama toda República que se precie, pocas cosas de la semiótica fundacional nos pueden unir.

Cuando el sentimiento iconoclasta se impuso contra el viejo país donde la gente se ponía de pie para cantar el Himno Nacional en los espectáculos programados en fechas nacionales, y en que niños y adultos se engalanaban con escarapelas azules y blancas un 18 de Julio o un 25 de Agosto, fue necesario esculpir algún símbolo de unidad nacional.

Los que añoraban la imaginería patriótica del país que se intentó hacer desaparecer bajo el manto fundacional del Pato Celeste, y los que provenían del desprecio por la semiótica del viejo país liberal que a pesar de todo, fue el que les permitió ser iconoclastas, bien pronto se aferraron al nuevo símbolo del “paisito”: la Celeste.

Imagen intangible de una sensación de comunidad, en un país que continúa profudizando su grieta social, económica y política, hundido en el lodo de la envidia pretextada por la ideología y en el eterno pesimismo de la minusvalía nacional.

En efecto, la camiseta que con orgullo ahora ostentan Godín, el Cebolla, Cavani o el Lucho, por apenas mencionar a algunos de los grandes protagonistas que por estos días nos mantienen en vilo, entronca nuestra contemporánea civilización de “corrección política”, iPhone, twitter e Instagram, con el teléfono de clavija, el telégrafo, la globa de cuero, el “fulbito” callejero y el relato de lo imposible en la heroica garganta de Solé.

Entronca Moscú con Maracaná.

El Mundial ha unido en un mismo rito a los que creen que la Patria es escarapela y a los que se piensan que la bandera nacional es la enseña de un cuadro de fútbol, que juega en un país fundado por el ”Negro” Jefe que inmortalizó Jaime Ross.

Creo que la siembra de la Celeste contribuyó a preservar una cuotaparte del patriotismo en que se educó al país de Máximo Santos en adelante: un patriotismo icónico y de pilares heroicos, que cambiaron los campos de batalla por los campos de juego.

Hay algo de metáfora allí, que involucra a los héroes de bronce que nos acompañan desde el siglo XIX hasta hoy.

Pero por sobre todo, con el imaginario del fútbol se preserva también otro de los mitos fundacionales del país, y es el destaque de que los astros deportivos que han hecho carrera, con sacrificio y entrega lograron alcanzar una nueva versión del “sueño uruguayo”, persiguiendo en la globa, los atributos que hicieron a Uruguay un país de oportunidades.

Más que símbolo, la utopía el “fóbal” es una ventana al mundo, el cuarto de hora de una disciplina que mueve dinero a raudales, despierta apetitos legítimos y de los otros, y hace soñar en un planeta mejor, a pesar a que las guerras, las tragedias y el apocalipsis seguirán a la vuelta de la esquina cuando se terminen los 90 minutos.

 

Somos una nación porque somos una democracia por Juan Andrés Fernández

 

Con el mundial reaparecieron las banderas, los cánticos de tribuna y la exaltación de la nacionalidad, lo que incrementado por un fundado optimismo futbolístico, nos moviliza a todos. Pero después de gritar el gol de Giménez en la hora, cabe preguntarnos si la selección y los incontestables aciertos del proceso son suficientes para definir nuestra identidad nacional, o al menos por qué ese parece ser el único factor aglutinador de los uruguayos por encima de todas las discrepancias y enfrentamientos.

Nos obligamos a buscar entonces, razonando históricamente, los rasgos distintivos, los que conforman nuestra nacionalidad y nos diferencian de los demás. Seguramente ninguna conclusión suscite el consenso que provoca la celeste, pero el esfuerzo vale la pena en la medida que todas las naciones necesitan indagar en su pasado para comprenderse a sí mismas y proyectarse hacia el futuro. Debemos hacerlo prevenidos contra el fundamentalismo que le ha hecho y que le sigue haciendo tanto daño a la humanidad. Frente al nacionalismo exacerbado, que es un sentimiento negativo, el sentimiento afirmativo del patriotismo, que no es otra cosa que propugnar por la legítima y sensata defensa de lo nuestro en un mundo donde todos defienden lo suyo.

El patriotismo uruguayo está fundado en una profunda convicción democrática y republicana. Estas ideas, expresadas por Artigas en el Congreso de 1813, inspirado por la Ilustración y por la revolución norteamericana, cargaron de sentido al “sentimiento de alteridad”, como lo llamaba Maiztegui, que tenían los orientales respecto de la metrópolis y de los vecinos, al menos desde 1811. La excepcionalidad de la revolución artiguista reside, en gran medida, en la radicalidad de las ideas republicanas que sostuvo, y que fueron incorporadas por la campaña oriental, en fórmulas sencillas pero sorprendentemente avanzadas para la época, como “naides es más que naides”. Si bien el artiguismo fue derrotado, estas ideas políticas sobrevivieron durante el sangriento siglo XIX, y fueron excepcionalmente reafirmadas por la obra modernizadora de principios del XX, que incorporó un profundo sentido de justicia social y una marcada vocación vanguardista en las políticas públicas.

Somos una nación porque somos una democracia. Fuimos demócratas antes de ser un Estado, nacimos a la vida independiente como una democracia y nuestro destino manifiesto es ser una democracia ejemplar. Es la adhesión a un conjunto de virtudes cívicas lo que nos define, y no la exaltación de características étnicas o geográficas, de las que no podemos hacer gala. Esa es la “comunidad espiritual”, de la que hablaba Wilson Ferreira, o el “pequeño país modelo” que proponía Batlle y Ordóñez. Para gritar los goles de la celeste con más vigor y orgullo, nos debemos reencontrar con la mejor versión de nosotros mismos. Con la convicción democrática, el arrojo y la visión de nuestros abuelos. Así podremos volver a ser, en todos los planos, campeones de América y del mundo.

 

Facilismo exitista por Rodrigo da Oliveira

Algunas razones asisten al hecho bastante conocido del cuasi fanatismo mostrado por una gran parte del pueblo uruguayo.
Si bien no es abarcativo del conjunto de la sociedad, el corte transversal que muestra lo hace aparecer como general y casi indiscutible.
¿Muestra de nacionalismo la aparición de banderas nacionales en cada partido del seleccionado uruguayo? No, apenas vestigios de un exitismo disfrazado de patriotismo y, en algunos casos, ni tanto.
Mucho se ha hablado del maracanazo y sus consecuencias posteriores.
El sostener en un logro eventual las esperanzas y aspiraciones de una sociedad habla mal de sus proyectos como país. O de la inexistencia de los mismos.
Exitismo es una palabra de mala fama, implica abandono de los objetivos personales y colectivos, entrega en terceros de los sueños propios y de la responsabilidad individual, en lo que a cada uno cabe.
Tenemos en nuestros vecinos ejemplos contrarios a nuestra conducta: tanto argentinos como brasileños ostentan con orgullo, más o menos patriotero, sus enseñas patrias. Son agresivamente nacionalistas, en algunos casos en exceso, para quienes tenemos un pudor casi republicano en ese sentido. La búsqueda continua de líderes que han mostrado en su historia también refiere a ese nacionalismo algo reaccionario, necesitado de personalidades fuertes que guíen a su gente.
¿Es acaso una muestra de mayor adhesión a los valores que nos hacen nación como tal el colocar banderas en los balcones los días de conmemoración de fechas patrias?
¿O desvirtuar los mismos el hacerlo solo en ocasión de partidos de fútbol?
Tal vez las respuestas no sean tan sencillas.
La vieja referencia wilsonista a una comunidad espiritual como factor aglutinante de nuestra nacionalidad ha tenido defensores y detractores. En un país que no tiene una fuerte impronta histórica, una larga tradición en valores ni elementos que conjunten la esencia de una nación como tal, el lograr cohesionar factores que sean exhibibles y creíbles en ese sentido no resulta tarea fácil y ha habido poco menos que crearlos, para acompañar un proceso del SER oriental.
Yamandú Orsi llamaba a recobrar la “necesaria esperanza”, a través de los logros posibles a nivel selección.
Flaco favor les hacemos a nuestros pequeños, cuando depositamos nuestras esperanzas en esas cosas y no en los logros individuales, fruto del esfuerzo, el estudio y la dedicación.
No es el único caso en el cual se acude a este tipo de elementos, claro está. Pero sí es bien representativo de lo que nuestra dirigencia, actual y anterior, busca en estas situaciones.
Rápidos acuden los de turno a fotografiarse y a entregar pabellones a los jugadores.
Menor premura exhiben al recibir reclamos de sectores sociales golpeados por la realidad económica y en materia de seguridad.
Peor aún resulta la utilización de todo esto para hacer política menor, intentando lograr con resultados deportivos lo que no alcanzan con la gestión propia.
Claro lo tenían los romanos, pan y circo mediante, para mantener a la plebe a raya, contenta y sin protestar.
Complejo resulta hoy encontrar una causa nacional que involucre y que sea pasible de ser sostenida por todos. EL tema insoslayable del período siguiente va a ser la educación.
Causa mayor no podríamos encontrar, con más riqueza y de mayor convocatoria al trabajo colectivo, aprovechar eso luego de resolver la debacle económico-financiera que acuciará a la próxima administración será tarea de dirigentes pero también de los ciudadanos, debiendo nosotros mismos exigir respuestas claras por parte de los aspirantes a gobernante.
Una vez más la responsabilidad individual debe ser esgrimida, no eligiendo al menos malo sino a aquel que sea capaz de interpretar el espíritu de la generalidad de los votantes.
Si la protección de las chacritas va a seguir siendo nuestra prioridad seguiremos siendo candidatos fáciles para los buscadores del voto simple, apelantes a la gesta deportiva ajena y la negación de la realidad, priorizantes del facilismo exitista y falso que nos mantiene soñando despiertos hace 70 años.

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