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Relaciones internacionales: Con autoritarios ¿nada?

Relaciones internacionales: Con autoritarios ¿nada?
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Durante la presidencia de Luis A. de Lacalle, el 52% del crudo importado por Uruguay provenía de Irán. Nigeria aportaba un 22%, Venezuela un 12%, y el resto procedía de Egipto y Emiratos Árabes. Su sucesor, J. M. Sanguinetti, aumentó las adquisiciones a Venezuela, y compró también de Sudáfrica, Irán, Rusia y Nigeria. Mientras que, durante la presidencia de Jorge Batlle, ingresaron a la lista de proveedores, Ecuador y Guinea Ecuatorial, y retornó Egipto.

El semanario Búsqueda realiza un cuestionario a los candidatos en dónde se les fórmula la pregunta acerca de si mantendrían vínculos comerciales con países que violen los derechos humanos o se consideren dictaduras. Allí el candidato nacionalista responde con un rotundo no.

¿Es viable en el mundo actual elegir de este modo los lazos comerciales? ¿Es posible renunciar a comerciar con China? ¿Es más moral reducir el intercambio a otros países, algunos de los cuales sostienen regímenes dictatoriales? ¿Puede un país de nuestras dimensiones imponer bloqueos comerciales? ¿Qué criterios se deben imponer para exportar o importar? ¿Alcanza el petróleo noruego para abastecer a todos los países que dependen de importar hidrocarburos? ¿Qué se debe hacer con socios comerciales como Irán, Turquía, Rusia o Arabia Saudita? ¿O en la categoría dictadura solo entra Venezuela?

 

El comercio y los intereses eternos por José Manuel Quijano

 

Desde que concluyó la Segunda Guerra Global el mundo presenció un crecimiento vertiginoso del comercio mundial. Los organismos que se crearon al efecto contribuyeron significativamente. Si nos remitimos a los objetivos del GATT las partes se propusieron concluir acuerdos encaminados a obtener, sobre la base de la reciprocidad y de las ventajas mutuas, la reducción de los aranceles aduaneros y otros obstáculos al comercio y eliminar todo trato discriminatorio en materia de comercio internacional. Fue un paso grande que se inspiró en la experiencia nefasta de las guerras comerciales.

Es un hecho además que los países comercian según sus intereses y, como es sabido, “las naciones no tienen aliados eternos y ni enemigos perpetuos; los intereses son eternos  y perpetuos y es deber  de los gobernantes perseguir esos intereses” ( Lord Palmerston, discurso ante la Cámara de los Comunes, 1848, citado por Juan Oribe “El umbral de la Triple Alianza, Banda Oriental, edición 2013).

Dicho lo cual es bueno hacer ciertas precisiones. En situaciones de conflicto cabe esperar una merma del flujo comercial entre las partes  El comercio entre dos países se reduce y hasta se extingue cuando se instala  la “hipótesis de conflicto”  sea porque están latentes  odios y rivalidades antiguos que cada tanto resucitan;  porque las partes  avanzan hacia un embrollo (comercial, étnico o de expansión territorial)  que amenaza la paz; o  porque crece la desconfianza  hacia el verdadero objetivo  que persigue el socio comercial (espionaje industrial, piratería tecnológica, etc. ). Este último caso suele presentarse con más frecuencia cuando dos o más potencias están disputando la hegemonía.

En historia se hace referencia a la “trampa de Tucídides”, expuesta por el ateniense en su narración de la Guerra del Peloponeso (siglo V a.C.). Una potencia nueva comienza a emerger y enfrenta a la potencia ya establecida. El conflicto puede considerarse casi inevitable. Y la probabilidad de que la potencia que se siente desplazada reaccione con violencia se incrementa con el paso del tiempo. Trasladado al presente, así como EEUU desplazó a la hegemónica Gran Bretaña (sin conflicto armado bilateral) la disputa entre Gran Bretaña y el Imperio Alemán fue uno de los ingredientes que desembocó en la Primera Guerra Global.  Y el enfrentamiento actual – de momento netamente comercial, pero en verdad un conflicto creciente por el control tecnológico – entre EEUU y China, no solo afecta el comercio bilateral, sino que su impacto se avizora también sobre el comercio y el nivel de actividad globales. Y, en última instancia, eventualmente, sobre la paz global.

Una parte relevante de los conflictos regionales en diversas zonas del mundo se inicia o se exacerba por lo que podríamos denominar la “amenaza de descompensación”. Conflictos armados  en un país que se extienden e invaden  zonas aledañas y terminan involucrando a los vecinos ;  emigraciones masivas, en busca de alimentos y medicinas, desde naciones en  crisis económicas y sociales profundas; ambiciones territoriales  sobre el territorio del lindero; nacionalismo malsanos que se regodean en el recuerdo de disputas de hace siglos  para destemplar los ánimos y alimentar localismos; estos y otros son todos factores de descompensación y los afectados reaccionan defensivamente yugulando, entre otras instancias, el comercio. La experiencia indica que cuanto más dure la descompensación es más factible que se agudice la gravedad de conflicto   entre las partes.

¿Se interrumpe el comercio entre un país democrático y otro en donde se instala una dictadura? No hay evidencia de algo semejante. En atención a sus intereses permanentes EEUU comercia (y vende armas) a Arabia Saudita; todos los países latinoamericanos comercian, en forma creciente, con China. Las dictaduras prósperas no suelen ser objeto de discriminación. No obstante, son de señalar los avances en el ámbito de la OIT en cuanto a la conexión entre los derechos laborales y el comercio internacional.  El sistema de normas internacionales del trabajo, la observancia universal de los derechos humanos en el lugar de trabajo, la libertad sindical y la negociación colectiva, la prohibición del trabajo forzoso, la no discriminación y la edad mínima son hoy aspectos cada vez más relevantes cuya inobservancia tiene ciertos costos al menos de imagen y de divulgación.

Pero están también las dictaduras inviables:   cuando la contraparte navega en la insolvencia crónica y, por lo tanto, el intercambio se vuelve una operación cada vez más riesgosa, el comercio se detiene. Y más aún, cuando el intercambio se transfigura en “comercio de amigotes” (una debilidad que no es exclusiva de ciertos países de América Latina aunque las economías más grandes de la región integran la lista The Economist en lugares destacados) como ocurrió entre algunos países latinoamericanos en épocas recientes, no solo el comercio tiende a desacelerarse sino que las actuaciones terminan, como debe ser en los países democráticos, ante tribunales de justicia. Porque, como se ha dicho, todos los países defienden intereses eternos y perpetuos, y es deber de los gobernantes trabajar en procura de esos intereses nacionales.

Pero ahí no se agota todo. Es de esperar que los gobernantes estén atentos a las “hipótesis de conflicto” y reaccionen preventivamente; que vigilen las “amenazas de descompensación” y aminoren sus impactos; y que analicen con ojo avizor que características asume la “trampa de Tucídides” de su época, para sacar el mejor partido (o evitar males mayores) del conflicto global que se acrecienta. Entonces, en la medida de sus posibilidades, tomarán la iniciativa y evitarán – hasta donde sea posible – que los descalabros irresponsables de otros los arrastren hacia donde no desean.

No tenemos tradición de eso por Heraclio Labandera

Desde siempre el país comercializó con regímenes de criterios dispares con los hegemónicos para la moralidad política de Uruguay.

Cuando nació la República, regía desde 1825 la libertad de vientres (los hijos de esclavas, nacían libres en territorio oriental) y se debió esperar a 1846 para que el Gobierno del Cerrito (Manuel Oribe) aboliera la esclavitud, y sin embargo Uruguay mantuvo abierto un fuerte flujo comercial con el Imperio del Brasil, país donde la esclavitud fue legal hasta 1888, en tanto los saladeros nacionales vendieron hasta hartarse charque criollo a la Cuba colonial española, para que allí se alimentaran a los esclavos que cortaban caña de azúcar.

Condicionar el comercio a criterios como el del respeto a los derechos humanos o las formas políticas de los regímenes que nos compran, es una idea que apenas tiene medio siglo de vigencia y por lo general, encubre elucubraciones de otra naturaleza que las éticas. Un país que comercializó de modo exitoso con la Unión Soviética, tanto durante el gobierno democrático del muy anticomunista Jorge Pacheco Areco, como durante la posterior dictadura militar que se comía crudos a bolches y todo lo que estuviera a su izquierda, no tiene demasiada tradición en materia de impedir el comercio nacional con gobiernos que sean dictatoriales.

Fueron gobiernos democráticos los que abrieron el comercio con el régimen comunista de China o con el régimen teocrático de Irán, por poner apenas algunos ejemplos de gobiernos de diverso signo, pero considerados en Occidente como de dudosa calidad democrática.

Otro tanto ha ocurrido con los gobiernos que violan los derechos humanos, con los que comercia Uruguay, y nunca se opuso demasiada objeción si los pagos se cumplían en tiempo y forma.

Por eso llama un poco la atención que la pregunta de “Voces” de esta semana focalizara su mirada solo en la respuesta dada por el presidenciable blanco Luis Lacalle Pou, cuando candidatos de otros partidos opusieron también reparos a comerciar con países acusados de ser dictaduras o gobiernos que violan los derechos humanos, como fue el caso de la respuesta dada por el presidenciable oficialista Daniel Martínez, quien asevero que tras el comercio, hay “que luchar como Uruguay lo ha hecho siempre, por la defensa de los derechos humanos y el respeto republicano por las instituciones”.

Queda bien decir que Uruguay defenderá los derechos humanos, porque su aseveración no solo es políticamente correcta, sino que refiere a una idea ética del relacionamiento político entre las naciones.

En favor de ello, en noviembre de 1969 el país suscribió la Convención Americana sobre Derechos Humanos -también conocida como “Pacto de San José”- y el documento fue finalmente ratificado por Uruguay en marzo de 1985, durante la restauración democrática. Entre otras cosas, ese Pacto empoderó a la “Comisión Interamericana de Derechos Humanos” como órgano rector de “la observancia y la defensa de los derechos humanos” en el continente.

Esa Convención que habilita a que la referida “Comisión” otorgue fallos “definitivo(s) e inapelable(s)” a los Estados suscriptores, es invocada en Uruguay como anclaje jurídico para proscribir cualquier discriminación de naturaleza racial, ideológica o religiosa, las persecuciones por delitos de opinión, la pena de muerte, la tortura, y el buen trato de los presidiarios y delincuentes, entre otras cuestiones. Sin embargo, al influjo de un poderoso lobby estadounidense, el país recientemente legalizó el aborto, a pesar de que el primer artículo del referido “Pacto de San José” establece con meridiana claridad, que: “Toda persona tiene derecho a que se respete su vida. Este derecho estará protegido por la ley y, en general, a partir del momento de la concepción. Nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente”.

Así pues, ningún aborto hecho en hospitales del Estado uruguayo hoy es observado como violatorio de los derechos humanos, porque hay una ley que lo legaliza, aunque ésta en los hechos desconozca el mandato del “Pacto de San José”, un documento que hoy se sigue invocando para proscribir prácticas indeseables como la esclavitud o la tortura.

Un Estado que convive con tales contradicciones, mal podría imponer a terceros Estados condiciones institucionales o criterios derechohumanistas selectivos a la hora de comerciar.

El tema es que un presidenciable aspire a imponer un nuevo criterio ético a la gestión pública, lo que parece ser el punto.

También es cierto que, a diferencia de Venezuela -donde el Estado monopoliza el comercio exterior de ese país-, en Uruguay el comercio aún corre por carriles privados y la opinión de un mandatario, es solo eso.

Se requiere una actitud coherente  por Max Sapolinski

El 11 de octubre de 1957 ante una asamblea partidaria de obreros textiles, Luis Batlle Berres expresaba en el contenido de un extenso discurso:

“Aquí ha habido resistencias para vender a la China Comunista. ¿Por qué esta resistencia? Nosotros tenemos que vender a quien nos compre y a quien nos pague buenos precios…

…Pero Australia, que un día vertió la sangre de sus hijos en la China y en el Japón, para defender sus libertades, hoy vende el trabajo de sus obreros a esos mismos países, para defender su progreso, su riqueza y su economía”.

Seguramente nadie pondrá en tela de juicio el convencimiento de Luis Batlle en defensa de los valores superiores de la libertad, la democracia y la vigencia de los derechos humanos ni la animadversión que tenía hacia países con regímenes totalitarios y antidemocráticos.

Sin embargo, el líder batllista consciente de la importancia de defender el trabajo de los uruguayos y la apertura de los mercados para los productos nacionales, no dudaba en propiciar el comercio con todo tipo de mercado, a tal punto que llegó a graficar su intención de vender a China planteando su intención de venderle todo lo que pudiera con excepción de su conciencia. No por defender con firmeza esta postura, dejaría de bregar por las causas justas que se opusieran a la opresión o violación de los derechos humanos.

Seis décadas después de los vanguardistas planteos de Batlle, su enseñanza está más vigente que nunca.

Por tradición, historia y convencimiento, Uruguay tiene un tremendo desafío. Por un lado mantener incólume la defensa de los valores esenciales que la sitúan entre los primeros puestos de las democracias plenas y defender esos valores en todos los ámbitos internacionales en que participe en defensa de pueblos oprimidos y amenazados, sea cual sea el signo del opresor. Por otro lado, abrir el mundo al trabajo de los uruguayos y a la producción de nuestro pueblo.

Para no fracasar en el desafío, se requiere una actitud coherente. Convicción en la defensa de los valores fundamentales, pero también atender a la globalización mirando al mundo como un gran socio comercial.

Para un país de las dimensiones del nuestro, mantenerse encerrado en el corral de ramas de nuestra reducida población o vivir dependiendo de las trabas que nuestros socios regionales nos imponen termina constituyéndose en un suicidio.

Estos conceptos son aplicables también, a la imposición de bloqueos comerciales. Los mismos, no hacen más que castigar a la población de los países sancionados, sin causarles en general, mella a los regímenes que detentan el poder de los mismos, habiendo la historia demostrado el fracaso de esos intentos.

Una sabia política exterior debiera mantener relaciones comerciales lo más amplias posibles, y defender ante los organismos que correspondan y en todos los ámbitos posibles los valores liberales que nos son más caros.

No está de más recordar la frase de Napoleón Bonaparte: “El comercio une a los hombres; todo aquello que los une los coliga. El comercio es esencialmente perjudicial para la autoridad”.

Debemos «tener socios poderosos y lejanos» por Carlos Luppi

 

El Dr. Luis Alberto de Herrera (1872 – 1959), declarado «Padre del Revisionismo Histórico Latino Americano», fue un caudillo conservador en términos económicos (magníficamente definido por Carlos Real de Azúa como un hombre que realizaba una triple identificación: el país con el campo, el campo con el latifundio y el latifundio con un régimen semifeudal); admirador de autoritarismos que iban del generalísimo Francisco Franco (a quien Luis Alberto Lacalle Herrera visitó y del que escribió que «al conocer a este hombre le renovamos la lealtad y la admiración de tres generaciones de nuestra sangre») al general Alfredo Stroessner;  que hizo primar el «sagrado egoísmo del interés nacional», convirtiéndose ­en un nacionalista de «patria chica» al extremo que su colosal estudio sobre la Misión Ponsomby, gestor del Uruguay como «un algodón entre dos cristales» o «Estado tapón» en 1828, no debe verse como una crítica sino como una apología de la estrategia británica y sus resultados en el nacimiento de la nueva nación independiente en el cono sur de América Latina.

Herrera receló de los Estados Unidos, y defendió los principios de «no intervención» y de «autodeterminación de los pueblos»; se opuso a la instalación de sus bases militares en Uruguay (ver al respecto el magnífico libro «El año del León» de Antonio Mercader); al tratado interamericano de asistencia recíproca (TIAR) y a la llamada «doctrina Larreta», que justificaba la intervención multilateral cuando las libertades estuvieran amenazadas», escrita a la medida de la Argentina de Juan Domingo Perón y el Brasil de Getulio Vargas, y hoy redescubierta a la hora de fomentar otras intervenciones militares en el continente.

Wilson Ferreira Aldunate (1919 – 1988), el último caudillo nacional con un proyecto económico integral que dio el Uruguay, rescataba este aspecto de su antecesor en el Panteón nacionalista, y lo expresó en algunos de sus mejores discursos, como el del 22 de julio de 1972, donde también denunció en forma pionera, junto con el Dr. Carlos Quijano, la «emergencia cívico militar» en ciernes.

En tiempos de la globalización asimétrica (que aumenta las desigualdades internacionales y agudiza la división internacional del trabajo); de la Cuarta Revolución Tecnológica cuyos alcances aún desconocemos; del Cambio Climático y sus consecuencias; y de las turbulencias económicas derivadas del predominio del capital financiero internacional, nuestro país debería tener en cuenta tres principios rectores:

* En primer lugar que la supervivencia de los países pequeños, como Uruguay, Israel, Irán o Cuba, depende de la vigencia y respeto del Derecho Público Internacional;

* Que el Derecho Público Internacional se sustenta y sustenta la doctrina de no intervención en asuntos internos de otras naciones, que históricamente ha impedido las agresiones de los imperios; y que,

* En consecuencia, los países pequeños deben tener socios (comerciales y en materia de inversión) «fuertes y lejanos», como busca hoy con éxito nuestro país, «desacoplándose» de los desastres autoperpetrados por nuestros dos grandes países vecinos.

Aun prescindiendo de toda la doctrina herrerista (y conste que el diablo sabe por diablo, pero más sabe por Viejo (y que el Viejo Herrera murió traicionado y «luchando por lo que quería, y acaso no haya mayores felicidades», como dijo Jorge Luis Borges), cualquier estadista con un mínimo sentido común sabe que un país como Uruguay no puede elegir a su placer los lazos comerciales que le permitan sobrevivir; que no le es posible renunciar a comerciar con China, ni con Irán, el Brasil de Jair Bolsonaro o la Federación Rusa, sean o no de su agrado, y sean o no dictaduras (cuestión que no es de mi interés), y conste que -como todos los que hemos vivido la predictadura pacheco bordaberrysta y la dictadura cívico militar 1973 – 1985- prefiero para mi Uruguay la más defectuosa de las democracias antes que el más excelso despotismo ilustrado.

El Dr. Luis Alberto de Herrera y Wilson Ferreira Aldunate anteponían el interés nacional y la doctrina de no intervención en los asuntos internos de terceros países como fundamentos de sus políticas internacionales y comerciales.

Harían bien en seguirlos todos los candidatos presidenciales que no quieran parecerse a los fracasos más resonantes de América Latina, y no tengo que mencionarlos para que sepamos cuáles son.

El regalo de los griegos por Fernando Pioli

El origen de la filosofía y la ciencia moderna se dio en las colonias griegas hace 2700 años. Una barbaridad de tiempo. Sin embargo, si se le pregunta al ciudadano desprevenido y medianamente informado, seguramente dudará en la ubicación temporal y señalará a Atenas o incluso Egipto o Roma. ¿Por qué las colonias griegas y no las ciudades centrales de Grecia? En las colonias se daba un flujo incesante de ideas y de costumbres como consecuencia de la principal actividad que estas pujantes comunidades realizaban: el comercio. Las colonias griegas no padecían el mal oscurantista de las ciudades centrales, la militancia religiosa.

La militancia es una actividad que encierra un cierto grado de imbecilidad, es decir, la persona militante se apoya en una creencia. La necesidad de ese apoyo es la que le convierte en imbécil, dado que justamente ese es el origen de la palabra. El asunto es que la creencia, en el acto de fe que le da sentido, es una forma de ligarse con el mundo alejada de la razón, ignorante de todo argumento.

Bueno, en las colonias griegas no había militantes religiosos, había comerciantes. A los comerciantes, a diferencia de los primeramente mencionados, no les interesaba la religión ni ninguna otra especie de consideración sobrenatural respecto a la que se adhiriese su contraparte negociante. Al comerciante le importa hacer el mejor negocio posible, y esta mentalidad práctica sólo es posible en un contexto de apertura intelectual que sólo era puede existir en una sociedad como Mileto o Éfeso, ciudades abiertas y penetradas por la cultura extranjera y con sus convicciones siempre puestas en entredicho.

Cuando ahora vemos que hay un candidato presidencial que dice no estar dispuesto a negociar con países cuyo gobierno viole los DD. HH. o se considere dictadura, no hay más alternativa que sospechar que no sabe bien de lo que habla. Si sólo comerciamos con aquellos que cumplen con la vara moral que pretende imponer no negociamos ni con nosotros mismos, es una postura absolutamente delirante que no tolera el más mínimo análisis histórico. Una afirmación de este tipo sólo puede ser consecuencia de la ceguera que esperemos sea simple consecuencia de la espesa bruma de la campaña electoral y no una característica definitiva del candidato nacionalista. Esperemos, porque tiene chance de ganar.

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