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¿Representantes?

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Hoy, mientras escribo, el Senado se apresta a votar la derogación del delito de abuso de funciones. Hace pocas semanas, la misma Cámara aprobó por unanimidad la figura penal del femicidio. Ahora los dos proyectos de ley pasarán a ocupar el tiempo de la Cámara de Representantes.

Si uno observa la producción legislativa de lo que va de este año, brilla por su ausencia el tratamiento de los temas que más afectan a la población. La enseñanza, la seguridad pública, la creación y protección de fuentes de trabajo, la salud y el costo de vida no han merecido prácticamente ninguna medida del Parlamento.

De las quince leyes aprobadas hasta mediados de mayo, seis denominan escuelas y carreteras, aprueban actas de la Unión Postal o disponen homenajes y celebraciones, tres regulan aspectos administrativos poco relevantes del ejército y del Poder Judicial, en tanto que  cuatro se ocupan de reformular el cobro creciente de impuestos, reprimir el lavado de activos e instrumentar la bancarización de la economía. De las dos restantes, una crea y pone a cargo del BPS un registro de obligados al pago de pensiones alimenticias, y la última –esa sí relevante, por motivos que veremos- regula a la Fiscalía General de la Nación.

El menú de leyes aprobado por el Parlamento y los dos proyectos aprobados por el Senado son reveladores de un estado de cosas. ¿Qué preocupa y ocupa a los legisladores?

A juzgar por lo que discuten y aprueban, sacando la hojarasca de nombres de escuelas y homenajes surtidos, el centro de su atención parece  puesto en instrumentar políticas tributarias y financieras. Cuatro de quince leyes destinadas al tema no dejan muchas dudas. Todo indica que el Poder Ejecutivo está desesperado por obtener recursos fiscales y por hacer funcionar la bancarización de la economía y el Parlamento parece acatar esa orientación, por más que la población diste de expresar entusiasmo por esos temas.

Por otro lado, son evidentes también los impulsos corporativos.  La derogación del delito de abuso de funciones interesa casi exclusivamente a quienes ejercen el poder político. Son ellos quienes pueden ser procesados por abusar de su poder, mientras que la población observa con azoro las crecientes noticias sobre actos de corrupción política y administrativa. Si bien es cierto que la figura penal era imprecisa, la solución obvia era definirla mejor, no derogarla por completo.

La regulación de la nueva Fiscalía de la Nación, aprobada este año,  va en consonancia con esa orientación. Somete a los fiscales a las directrices del Fiscal de Corte y de un “Consejo Honorario de Instrucciones Generales”, la mayoría de cuyos integrantes dependerán del Fiscal de Corte y del Poder Ejecutivo. Eso, sumado a que los fiscales tendrán la facultad exclusiva de acusar en materia penal, significa la posibilidad de politizar y hacer más discrecional la aplicación del derecho penal.

Finalmente, la aprobación unánime en el Senado del proyecto de ley de femicidio es la frutilla de la torta. ¿Alguien cree que hay unanimidad en la población respecto a la figura del femicidio? ¿Acaso no hay sobradas muestras de rechazo? ¿No se ha objetado que la nueva figura es discriminatoria y que además será inútil (cosa que reconocen incluso sus propias promotoras)? ¿Cómo es posible que algo tan controvertido en la sociedad se apruebe por unanimidad en el Senado?

La explicación de esos hechos es inquietante. Muchos legisladores están sumidos en una burbuja de poder que confunden con el mundo. Por alguna razón, la lógica política parece separarse de la lógica común. La disciplina partidaria, el ansia de continuar en el cargo, las presiones de los “lobbys”, el temor a ser políticamente incorrectos y quedar mal ante minorías influyentes que cuentan con respaldo internacional, la necesidad de congraciarse con el poder financiero, terminan pesando más en la conducta de muchos legisladores que la voluntad de representar a sus votantes.

El sistema  partidocrático, cada vez más caudillocrático, del Uruguay también conspira para que eso ocurra. Si las decisiones de cada partido son tomadas dos o tres líderes partidarios, y luego reproducidas mecánica y acríticamente por decenas de diputado y senadores, uno puede preguntarse para qué queremos a los costosos noventa y nueve diputado y treinta senadores que finjen discutir y analizar lo que ya está resuelto de antemano.

La expresión “crisis de representación” estuvo de moda hace algunos años. Alude a la situación, cada vez más común en el mundo, de que el sistema político y parlamentario se divorcia de los intereses y la voluntad de la ciudadanía. En nuestro país, esperanzadamente, dejó de usarse cuando el Frente Amplio llegó al gobierno. Pero posiblemente estemos ante una nueva crisis de representatividad, con un sistema político sólo sensible a mandatos económicos externos, a reclamos “lobbísticos” internos, y a sus propios intereses partidarios y corporativos.

Esa situación obliga a recordar el fundamento de la existencia de los parlamentos: la posibilidad de que las diversas opiniones e intereses de la sociedad se vean reflejados en un ámbito institucional y allí discutan, argumenten y finalmente decidan por mayoría.

Eso requiere cierto grado de independencia y de responsabilidad de cada parlamentario, la capacidad de anteponer el compromiso con los votantes a los que representa. En ese sentido, las lístas “sábana”, la elección de decenas de diputados y senadores por un mismo partido, a menudo por decisión de un mismo líder, terminan desnaturalizando la función parlamentaria. El legislador ya no se debe a sus votantes sino al líder que lo incluyó en la lista.

Quizá la autonomía de los legisladores, la recuperación del compromiso con su cuerpo de votantes y su consiguiente independencia de la disciplina partidaria, sean un requisito para que se pueda esperar algo nuevo de la actividad parlamentaria.

Desde luego, que eso ocurra depende de nosotros, los votantes. Porque diversificar el Parlamento, evitar las mayorías aplastantes, permitir que otras voces minoritarias y críticas se hagan oír, y que los argumentos valgan más que las aplanadoras de votos, depende de quienes elegimos al Parlamento.

Pocas cosas serían más importantes, desde el punto de vista institucional y para el interés ciudadano, que restablecer la capacidad de control y de cogobierno del Poder Legislativo. Es decir, hacer del Parlamento un real reflejo de la  sociedad.

Por supuesto, eso requiere una actitud ciudadana, la capacidad de actuar y de votar estratégicamente, superando rutinarias fidelidades políticas y buscando constituir un Poder Legislativo independiente, crítico, capaz de mirar al país más allá de la próxima elección.

En la última elección, un partido nuevo, la UP, ingresó a la Cámara de Diputado, y el Partido Independiente alcanzó representación en las dos Cámaras. Con independencia de lo que esos partidos en concreto representen, creo que fue un hecho positivo para el Parlamento y para el país. Otros grupos lo intentaron y no lo lograron, por desgracia.

Diversificar al Parlamento, como forma de enriquecer y elevar el debate y las decisiones parlamentarias, bien puede ser una estrategia ciudadana en estos tiempos.

De lo contrario, seguiremos reproduciendo inútilmente, a un alto costo, las dos o tres voluntades políticas predominantes que conocemos de sobra, rodeándolas de coros complacientes.

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