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Sin miedo por Hoenir Sarthou

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La reforma constitucional “Vivir sin miedo”, propuesta por el senador Jorge Larraña, y una reciente declaración de la Institución Nacional de Derecho Humanos y Defensoría del Pueblo, han hecho cortocircuito entre sí, poniendo sobre el tapete uno de los problemas políticos y jurídicos más importantes y complejos de nuestro tiempo.

Como es sabido, la reforma en cuestión, además de crear una guardia nacional militarizada, incluye propuestas que modifican derechos establecidos en nuestro actual ordenamiento constitucional y jurídico, como lo son la prohibición de allanamientos nocturnos y de la pena de cadena perpetua (a la que la reforma incorpora bajo un régimen de revisabilidad periódica).

La Institución Nacional de Derechos Humanos emitió hace pocos días un comunicado en el que sostiene la ilegitimidad de plebiscitar reformas jurídicas que recorten el marco de protección de los derechos humanos vigente, lo que comprendería tanto a la reforma constitucional propuesta por Larrañaga como al referendum contra la “Ley Trans” promovido por los diputados Dastugue y Iafigliola, que, de tener éxito, eliminaría beneficios otorgados por esa ley a la población “trans”.

Yendo al meollo de la cuestión, lo que la INDDHH sostiene es que el cuerpo electoral no puede reformar su Constitución ni sus leyes, aun por procedimientos democráticos y constitucionales, si ello implica eliminar derechos reconocidos ya sea por el derecho nacional o por el derecho internacional de los Derechos Humanos.

El senador Larrañaga, previsiblemente, respondió que lo afirmado por la INDDHH, es una indebida  jugada política de un organismo público, al que acusó de oficialista, a muy poco tiempo de una instancia electoral.

Tras las dos posturas en discusión subyace un dilema central para nuestra vida social: ¿dónde radica la legitimidad última para decidir sobre nuestros derechos y nuestras leyes? ¿En la voluntad mayoritaria de la ciudadanía, o en los instrumentos del derecho internacional?

En otras palabras, ¿la ciudadanía uruguaya tiene libertad para decidir democráticamente las reglas por las que se regirá, o esa libertad está limitada por los tratados y fallos del derecho internacional de los derechos humanos?

La pregunta no tiene una respuesta única. Si uno se guía por la Constitución, la ciudadanía uruguaya puede modificar absolutamente cualquier norma, incluso de la propia Constitución. En cambio, si uno atiende a los instrumentos internacionales de derechos humanos, la libertad democrática está restringida, en el sentido de que no puede recortar o limitar derechos reconocidos internacionalmente.

No existe una regla unificadora que los dos sistemas jurídicos compartan. Por eso, si la Constitución nacional entra en contradicción con algún tratado internacional de derechos humanos, la decisión entre los dos órdenes jurídicos es en el fondo política, no jurídica.

¿Qué hay detrás de este dilema jurídico que se transforma en político?

Vivimos en tiempos de globalización. Eso significa que muy importantes fuerzas económicas y políticas supranacionales están interesadas en suprimir o manipular el poder regulatorio de los Estados.

El concepto de que alguna clase de autoridad está por encima de la voluntad de los ciudadanos de un Estado puede ser muy seductor cuando alguien se siente desconforme con la forma en que el Estado en el que vive resuelve los conflictos jurídicos. Pero, como suele ocurrir, esa tentadora instancia superior trae consecuencias imprevistas.

La principal es que los ciudadanos renunciamos a intervenir en el derecho que habrá de regirnos, entregando ese poder a organismos internacionales: la ONU, la OEA, las Cortes Internacionales, que pasan a ser las legisladoras.

Luego, por un proceso casi inadvertido, esa transferencia de poder respecto a derechos humanos se extiende a la regulación comercial, a la protección de inversiones, y  a derechos tan relativamente “humanos” como el libre comercio.

La cuota de poder que inadvertidamente cedemos es enorme. ¿Y quién la recibe realmente? ¿Qué intereses hay detrás de organismos como la ONU, la OEA, la OMC, el Banco Mundial, o la OCDE?

Como es notorio, ciertos Estados muy poderosos. Y, tras ellos, intereses económicos que son hoy más fuertes que los mismos Estados.

¿Es posible que bajo el señuelo de la “protección de los derechos humanos” se nos esté sustrayendo la capacidad soberana de autogobernanos?

No tengo muchas  dudas en responder que así es. Y que la bienintencionada defensa de los derechos humanos suele ser la puerta de entrada inocente para la transnacionalización del poder.

No firmé ni voy a votar la reforma de Larrañaga. Sobre todo, porque creo que el grave problema de inseguridad y de marginalidad que padecemos no se origina ni se resuelve en las cárceles, sino en las erradísimas políticas sociales y educativas que se aplican desde hace muchos años.

Sin embargo, defiendo sin miedo el derecho de Larrañaga, y el de todos los uruguayos que firmaron esa reforma, a someterla a la decisión ciudadana.

Porque eso significa defender nuestro derecho a autogobernarnos. Ese derecho que quieren “recortarnos” sin que ninguna corte internacional se alarme.

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