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Un poder desconocido por Hoenir Sarthou

Un poder desconocido por Hoenir Sarthou
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La semana pasada, en este período un poco nebuloso que nos toca vivir cada cinco años, mientras aguardamos que se instale un nuevo gobierno, informé en mi columna que un grupo de uruguayos estamos promoviendo un proyecto de reforma constitucional denominado “Uruguay Soberano”. Un proyecto que, si es aprobado, declarará  la nulidad del “Contrato ROU UPM”, hará necesaria la aprobación legislativa de los contratos de inversión, y rebajará de un 25% a un 10% del padrón electoral las firmas necesarias para promover el recurso de referéndum contra esas y otras leyes. En otras palabras, anulará a UPM2 e impondrá controles parlamentarios y populares a los futuros contratos del Estado que puedan afectar nuestra soberanía.

Hoy en día, las notas periodísticas alcanzan su mayor efecto a través de las redes sociales. Es en ellas donde los lectores cuestionan y aprueban o refutan las opiniones del autor. En el caso de esa nota en particular, los comentarios me sorprendieron.

No es que la idea de anular el contrato de UPM2 moleste mucho. La noción de lo que verdaderamente significa ese contrato va expandiéndose lentamente entre la población uruguaya y el rechazo, o la disposición a dudar de su conveniencia, van conformando un cierto sentido común (compartido ahora por miembros del futuro gobierno), que sin duda crecerá en los próximos meses y años.

Tampoco es que haya demasiadas dudas sobre la factibilidad de reunir las aproximadamente 270 mil firmas necesarias para someter la reforma a un plebiscito en las próximas elecciones nacionales. Al fin y al cabo, la única encuesta que se ha difundido sobre el tema indica que más de un tercio de los uruguayos está en desacuerdo con el contrato de UPM2 y otro tercio largo tiene dudas sobre él.

Ni siquiera el temor a que la anulación del contrato pudiera llevar al Uruguay a ser demandado ante un tribunal arbitral resulta demasiado relevante. Quizá porque muchos intuyen que los costos de cumplir ese contrato pueden ser más altos que los de anularlo.

En realidad, los comentarios a la nota parecían reflejar otra cosa. Una cierta perplejidad ante algo inesperado y sorprendente. Perplejidad materializada en preguntas del tipo, “¿Pero, cómo?  ¿Una reforma constitucional puede anular un contrato?”, o “¿Se puede anular un contrato que fue aprobado por el Presidente y los ministros?” “¿Es legal eso?”. Preguntas que ante todo manifestaban cierta incredulidad sobre el poder que en mi artículo le atribuía al cuerpo electoral.

Muchos años de democracia representativa, de limitar nuestro papel a la resignada elección de los gobernantes que creemos “menos malos”, nos han hecho olvidar dónde radica el mayor y más legítimo poder en nuestra sociedad.

Muchos recordamos vagamente una frase del artículo 2 de la Constitución, que dice: “La soberanía en toda su plenitud existe radicalmente en la Nación”. Quizá seamos menos los que recordamos que el articulo 77 dice: “Todo ciudadano es miembro de la soberanía de la Nación” y que el 82 agrega: “Su soberanía será ejercida directamente por el cuerpo electoral en los casos de elección, iniciativa y referéndum…”.

¿Quién aprobó esos textos constitucionales?

Sencillo: el cuerpo electoral. El mismo que se reservó el derecho de elegir gobernantes, hacer caer leyes, y tomar la iniciativa para reformar la Constitución.

¿Qué significa eso?

Significa que el cuerpo electoral es la máxima autoridad de la República, por encima de presidentes, legisladores y ministros. Puede dejar sin efecto incluso a las leyes, y, en cambio, nadie puede modificar válidamente lo que él haya decidido.

¿Ese poder de decisión tiene algún límite?

Lo tiene en cuanto a las formas. Debe seguir ciertos procedimientos para actuar válidamente. Pero no los tiene en cuanto a los contenidos. No existe ninguna norma que limite lo que el cuerpo electoral  puede decidir cuando actúa como constituyente. Podría sustituir (como lo ha hecho en el pasado) a la presidencia unipersonal por un gobierno colegiado. Podría tambien, si quisiera, abandonar  incluso la forma republicana de gobierno e instaurar una monarquía, o, como ha ocurrido en otros países, renunciar a la independencia y proclamarnos provincia de otro Estado. En consecuencia, también puede romper cualquier atadura que nos ligue con otros poderes u organimos internacionales. Insisto: ninguna norma constitucional (ni obviamente legal) limita el contenido de las decisiones del cuerpo electoral cuando actúa como constituyente. ¿Cómo, entonces, no va a poder declarar nulo a un contrato?

Estas ideas, aunque antiguas y obvias para algunos, son inquietantes para quien no suele pensar mucho en ellas. Lo son porque evidencian el punto exacto en que lo político se convierte en jurídico. Desnudan la raíz de todo derecho: una decisión política de la sociedad. Eso es inquietante porque, mal que nos pese, solemos pensar en el derecho como algo que nos es impuesto , desde el gobierno, desde la tradición, o desde algún cenáculo de viejos políticos, legisladores y juristas. Que la autoridad se nos imponga desde fuera de nosotros mismos puede ser en el fondo un poco tranquilizador. Por aquello de “el miedo a la libertad”, a la responsabilidad que la libertad apareja.

Sin embargo, nada es más falso. El poder de la tradición, de los gobiernos y de los cenáculos de políticos, legisladores y juristas sólo existe en los espacios que la sociedad permite y delega. Es decir, sólo existe en la medida en que creemos necesario delegar decisiones que sustancialmente están en nuestras manos.

En serio, ¿no hay ningún límite?

Bueno, en realidad hay dos.

Uno es externo y fáctico. Consiste en las consecuencias que, para el País y sus habitantes, puedan traer ciertas decisiones. Podíamos, por ejemplo, en un ataque de locura soberana, declararnos en guerra contra China o EEUU aunque seguramente no sobreviviríamos muchas horas a semejante decisión. En un mundo globalizado, estos límites fácticos son cada vez más fuertes, limitando la soberanía de los Estados y de las sociedades. Pero no son absolutos, como se nos suele hacer creer.

El otro límite es interno.  Es la cultura, la cosmovisión y el cuerpo de valores, que la sociedad tiene incorporados. Más allá de cualquier palabrerío jurídico, eso es lo que en verdad nos evita, por ejemplo, abandonar el sistema democrático, establecer la monarquía, o reinstaurar la esclavitud y la pena de muerte.

Los amantes del derecho internacional de los derechos humanos les dirán que no, que ciertas cosas están prohibidas por tratados internacionales. Pero todos conocemos Estados en los que son legítimos la pena de muerte, el arresto sin juicio o la tortura. Y muchos de esos Estados siguen siendo admitidos sin rubores en “el concierto internacional”, especialmente si son poderosos en el comercio internacional. No hay vuelta: en el fondo, gran parte de los límites últimos del derecho dependen de la sociedad que los establece o tolera.

En el título de esta nota juego con el doble sentido del término “desconocido”, que por un lado significa ausencia de conocimiento sobre algo, pero también puede entenderse como “ninguneo” de ese mismo algo.  Y eso es lo que ocurre con la democracia directa y el poder del cuerpo electoral. Estamos acostumbrados a usarlos sólo para elegir gobernantes, o para convalidar decisiones sugeridas por los mismos gobernantes. Por eso, en general, desconocemos sus verdaderas posibilidades y permitimos que ellas sean desconocidas por quienes tienen interés en “ningunearlas”.

Hasta donde sé, no hay antecedentes del  ejercicio de la democracia directa (la reforma constitucional es democracia directa por excelencia) impulsada desde el llano para revertir una política de Estado materializada en un contrato leonino con una empresa multinacional.

Ya habrá tiempo de analizar las consecuencias fácticas que esa decisión podría traer (aunque adelanto que no son las que se dice). Por ahora, me limito a señalar que existe en la sociedad un poder dormido que da señales de empezar a despertar.

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