Home Entrevista Central Walter “Serrano” Abella,  Comunicador: «Me siento blanco, pero a mí, las ideas no me divorcian de nadie.:

Walter “Serrano” Abella,  Comunicador: «Me siento blanco, pero a mí, las ideas no me divorcian de nadie.:

Walter “Serrano” Abella,  Comunicador: «Me siento blanco, pero a mí, las ideas no me divorcian de nadie.:
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El hombre es un desconocido para la mayoría de los habitantes de la capital pero en su región es una leyenda por su programa La Hora del Campo que el año que viene llega al medio siglo de estar al aire. El domingo cumplió setenta y cinco años y  conserva intactas  en su memoria cientos de historias que cuenta de forma atrapante.  Es un narrador oral fantástico. Durante largo rato, simplemente lo escuchamos, las preguntas fueron innecesarias. Con ustedes las anécdotas y cuentos del Serrano.

 Por Alfredo García / Fotos Rodrigo López

 ¿Cómo conociste a Wilson?

Yo lo conocí a Wilson antes del 71. Después hubo un encuentro de camaradería, me invitaron y yo fui. Me senté justo enfrente de donde estaba él. Era un tipo atrapante, tenía un magnetismo tal que cuando empezaba a hablar él no hablaba nadie más. Empezó a cuestionar dos o tres cosas del Partido, y me calenté. De repente no sé qué dijo, y le dije: “Pero usted es un ególatra que se adora a sí mismo.” Quedó furioso. Yo también, ya estaba dispuesto a que se armara la batahola. Pasó el tiempo y él en el 71 empieza a auscultar la posibilidad de tirarse como candidato. Va a Treinta y Tres y, entre las cosas que fue a hacer, era ver a un Dr. Percovich, un médico muy prestigioso que había sido presidente del consejo departamental de gobierno, y harto de todos estos escozores que todavía nos duelen en la política dijo: “Esto no es así”, y se fue. La gente le valoraba mucho eso. Vivía en La Barra, cerca del Olimar, a unos veinte quilómetros de Treinta y Tres.  Viene un amigo mío y me dice: “Che, sabés que viene Wilson Ferreira, quiere hablar con Percovich, lo tengo que llevar, ya consiguió una audiencia. Yo quedé comprometido, pero no puedo, te dejo el auto.” “Mirá que yo con ese me agarré la otra vuelta y le dije que era un ególatra.” “¿Cuándo?” “Allá, en la otra elección.” “Qué se va acordar.” “No sé si no se va a acordar, pero…” La cuestión es que lo esperé en la ONDA. Baja Wilson y me encaja aquella sonrisa gardeliana que tenía y me dice: “¿Cómo te va, ególatra?” (risas). Y fuimos a lo de Percovich.

¿Qué memoria, no?

Lo recuerdo siempre con mucha pasión, era un tipo que tenía unas aristas que eran brutales; era un oriental-oriental, que amaba mucho la tierra, que lo quería mucho al Uruguay, que sentía su responsabilidad de oriental. Salimos de tardecita a hablar con el viejo Percovich, una cosa larguísima fue. Y ahí estaba el campo, adormeciéndose, en la tardecita, con los teros. Y estaba el Olimar allá abajo, con el monte. Estaba en una ladera la casa, eran doscientas cuadras, y había una cuchillita y una laguna guacha fuera del monte. Veníamos caminando y me dice: “Che, qué lugar para morirse este, ¿no?” Me tiró esa cosa. Son las cosas de Wilson que no se saben, que son las que a mí más me conmueven.

¿Qué más hablaron en ese viaje?

Hacía poquito que Los Olimareños habían empezado a trascender con la canción “De cojinillo”. Íbamos llegando en el auto y con una cara de desesperación me dijo: “¿El Cachango y la Juanita son personajes reales o ficticios?” Yo había nacido allí, los conocía de todos los días. “¿Por qué?”, le pregunté. “Porque si no, no sería lo mismo. ¿Quién escribe eso?” “Un maestro.” “¿Lo conocés?” “Es amigo mío.” “¿Blanco?” “La verdad es que el maestro es de familia blanca y él era blanco, ahora yo no sé.” La casa de Ruben Lena era como la mía y yo entré: “¡Permiso!” “¡Pase, Serrano!” Entré; estaba de espaldas. Wilson lo agarró de atrás del hombre y como Cristo a los discípulos le dijo: “Hombre de poca fe”, y se agarraron y se deslumbraron el uno con el otro. Wilson le preguntó algo que lo martirizaba. “Explicame vos, que sos amigo, por qué se fueron los cantores del Partido.” Le dio una explicación bastante razonable: “Vivimos lejos de eso, hemos abandonado ámbitos que fueron nuestros, los hemos entregado, y se dispersaron, y no solo no están, sino que los molestamos y nos molestan.” Después logré que fuera a almorzar con Osiris Rodríguez Castillo y más o menos hicieron una especie de amnistía hasta que después en el exilio se volvieron a pelear, me parece. Pero Wilson era un tipo muy especial.

¿Tuviste muchos encuentros con él?

Un día nos habían dado un auto para que usáramos para las elecciones, era un Ford A de un empresario muy hincha de Wilson. Teníamos libre para echar en la gasolinera, con una nota que firmábamos. Y ahí andábamos con los actos de Por la Patria y nos comíamos el departamento. Estábamos en eso y viene Wilson. Lo fuimos a esperar a la ONDA, y fueron también aquellos a los que nosotros les decíamos “los notables”, unos tipos que eran fenómenos pero eran empresarios, blancos todos, que venían en un Mercedes Benz blanco. Y  Wilson subió con nosotros en el Ford A. Agarramos por la calle principal y fuimos con Wilson hasta el comité. Cuando terminó, dijo que quería hablar con nosotros. “Muchachos, en política todo se cobra. Yo les voy a pedir que ustedes multipliquen las ganas de trabajar que tienen, que trillen las calles, pero devuelvan el auto.” Y nosotros, a las once y media de la noche entregamos el auto y nos vinimos cantando por el derrotero. Los políticos eran diferentes, y nosotros éramos diferentes. Hay una cantidad de cosas de Wilson que son conmovedoras. Un día tenía un acto en el teatro municipal, y llega y dice que andaba jodido de la garganta. Yo le aconsejé dormir. “Bueno, voy a dormir al hotel, andá a despertarme a la cuatro.” Lo dejé hasta las cinco y después me puse a hablar con él de un servidor de 1904, un negro viejo que se llamaba Eustaquio Fernández Crosa, al que Marquitos Velázquez le había hecho aquella canción que dice  que “le voy a hablar esta vez de don Eustaquio Fernández, domador de los más grandes…” Yo había hecho una relación con él cuando trabajaba en la intendencia y el negro iba y tomaba el ómnibus enfrente. Vivía en el camino de La Charqueada, por la carretera. Se sentaba enfrente a la Intendencia, y yo lo miraba. Iba de bombacha y camisa blancas y saco, botas y sombrero negros. Se paraba y saludaba, con los dientes de mazamorra. Noventa años. A mí me picaba la curiosidad y un día crucé. Entablé contacto con él y tuve la suerte de que él me escuchaba en la audición que yo tenía en la difusora y empezamos a hablar. Yo le empecé a contar todo esto a Wilson en el hotel. Después cayó un diputado que andaba con Wilson y automáticamente interrumpimos la conversación del negro. No hablamos más de don Eustaquio. Hablamos de otro tema, y pasó otra hora. “Vamos que hay que moverse, tenemos el teatro a la noche”.

¿Se había curado la voz?

Estaba mejor. “Yo tengo que conocer a ese negro”, dijo, y los otros no entendían de qué hablaba. Ahí la conversación empezó a ser entre Wilson y yo. “No, pero mire que vive en la carretera”, le digo. “Yo lo tengo que conocer”, me dice. Al final fuimos. Yo iba seguido al rancho; él cocinaba locro, yo hablaba mucho con él y él me contaba cosas que me interesaban muchísimo. Era analfabeto, pero era  un sabio. Estaba atardeciendo y él estaba debajo de una parra. El negro no era de arriar con el poncho, había que lidiarlo. Le golpeé. “¿Quién es?”, preguntó. “Serrano.” “Pase, Abellita, pase.” Entré, y estaba al lado de la cocina a leña. “El jefe está ahí, lo quiere conocer”, le digo. “¿Qué jefe?” “Aldunate.” Él le decía Aldunate, no sé por qué. “¿Dónde está?” “Ahí, en el patio.” “Peeero…” Y salió. Yo lo hubiera filmado eso. El negro fue derecho a él y le dice: “Yo lo conocí en los brazos de su madre en Nico Pérez, amigo, a usted. En los brazos de su madre, y usted tiene que ser el jefe del Partido, porque usted tiene ojos de jefe”. Cuando lo largaron a Wilson y dio el discurso en la explanada, le relampaguearon los ojos, yo entendí eso de los ojos. Qué lo parió. “Usted tiene ojos de jefe.” Y Wilson se lo llevó al plenario, donde siempre terminaba gritando “¡Viva la patria!”. Lo tenía ahí arriba sentado con él. Noventa años tenía el negro. “Grite usted, don Eustaquio, que tiene mucho más derecho que yo a gritar Viva la patria.” El negro tiró el bastón y gritó: “¡Viva la patria, carajo!”

¿Discutías mucho con Wilson?

Con Wilson nos peleamos por las medidas prontas de seguridad. Me llamó al Senado y yo vine, pero nos peleamos igual. “Estamos evitando el golpe de Estado”, me dijo. “Esto es como dijo Churchill”, le dije. “Para evitar la guerra eligieron el deshonor, y tendrán la guerra y además el deshonor. Pero Usted entiende más que yo de esto.” Después nos peleamos por el voto verde. Él me quería mucho y yo también. Yo le dirigí una carta muy dura, muy dura. Entonces, cuando fui a verlo a Buenos Aires, Susana miraba el Río de la Plata y lloraba. Fue Michelini, porque Erro estaba haciendo discursos contra el gobierno argentino, porque estaban matando a los chilenos. Te explico el clima que había. Cuando aparecí en el apartamento, toqué timbre y me dice: “Para evitar la guerra, el deshonor.” “No, yo no vine a hablar de eso”, le dije.

Tenía una memoria de caballo.

Ah, tenía. Cuando me estoy yendo, me agarra en la puerta y me dice: “Grabalo a don Eustaquio. Grabalo, porque se va a morir y yo ya no lo voy a ver.” A mí me conmovió eso, que en medio de aquella situación terrible se siguiera vinculando con aquellas cosas, que no eran política para nadie.

Era para él.

Era para él, y ta. Yo tenía un amigo que estaba exiliado en Venezuela y que me había mandado un casetero, que recién habían salido. Lo puse en la mesa ratona de mi casa y me puse a grabar al negro. Contaba de la guerra y la revolución. “Es bravo una guerra, ¿no, don Eustaquio?”, le pregunté. “No, ¿por qué?” “Porque no debe ser cosa fácil andar en medio de los balazos.” “No, solo el primer tiro, el que se siente. En Mansavillagra ellos venían gritando por arriba de los durmientes de la vía: “Mueran, blancos lomo sucio”, y nosotros les gritábamos: “Mueran, salvajes”, y corrían ríos de sangre y los más jodidos pedían cancha para ir para adelante. Después del primer tiro no se siente la guerra, no se siente.” Y al final, como Wilson iba a escuchar la grabación —él ya estaba en Londres—, agarró y le digo: “¿Y el hombre?” “¿Qué hombre?” “El jefe.” “¿Quién, Aldunate? Aldunate vino acá y metió lío y ahora se fue y nos dejó a nosotros a bancar la milicada”. El negro largó la risa y dice: “Usted es muy joven Abellita, todavía no entiende: todo toro malo recula antes de dar la pechada.” Entonces un día lo llamé al hombre desde Yaguarón, con el cura de Posadas, lo llamé y le dije: “Serrano” y me responde: “Todo toro malo recula antes de dar la pechada” (risas).

Estas historias son fantásticas, ¿no las tenés escritas?

No. Pero me parece que cuentan cosas de Wilson que a mí me resumen el personaje. Cuando él se fue, mi gurí tendría diez años, y yo me había peleado con él, por el voto verde y porque había corrido al cura por un editorial que había hecho. Le escribí una carta furibunda, también, y  ya quedó malo. Y tengo tanta mala suerte que un día llamo al semanario y me dice con esa voz que era inconfundible: “La Democracia” Y yo le dije: “Este teléfono que tengo en mi agenda dice Juan Martín Posadas.” Y él se dio cuenta que era yo, también. “Ah, cómo andás, levantisco”, me dice. “¿Cómo te tengo que llamar, levantisco o levantisco de mierda?” “Depende.” “¿De qué?” “De todo, yo no tengo miedo ninguno. No voy a pasar por el hilo del teléfono, pero no le tengo miedo ninguno. Tengo respeto, no me haga perdérselo.” Cinco o seis meses después se estaba por presentar un libro y estaba mi hijo conmigo en el parlamento, conversando con el cura, y el cura bajó a hablar con él y le dijo que yo bajara. Y mi hijo me dice: “¿No me deja ir, papá?” Nunca lo había visto de cerca. Y yo sabía cómo iba a ser la cosa. “Sí, vení, si querés.” Fue un lío. Yo le digo: “Uno pelea con fe y esperanza y llega acá y usted está a treinta pasos de Carlos Julio Pereyra y no le habla, el candidato a la vicepresidencia, porque hay cuatrocientos garroneros de Por la Patria y cuatrocientos garroneros del Movimiento de Rocha que se están rompiendo las vestiduras por ver quién se sienta en los cargos, cómo no me va a calentar que no sirva el cura Posadas, que no sirva López Balestra y que le sirva Chiruchi. Y se paró y me dijo: “¿Vos te creés que yo lo quiero a Chiruchi?” Le dije: “Yo voto en paz con mi consciencia, y duermo tranquilo”, por el voto verde. Y él me dijo: “Claro, porque los términos de tu contrato con la vida terminan ahí, pero yo voto y conmigo vota medio país, y tengo que medir las responsabilidades y las consecuencias de mi voto”. Ah, mierda, bajé y lo agarré del cuello a mi gurí y le dije: “¿Sabés una cosa? Tiene razón. No es lo mismo. Yo tengo derecho a elegir este camino sin preguntarme otra cosa, pero él no”.

Es que para él tiene que haber sido todo un dilema, eso.

Y sí. Otra vuelta fuimos a Porto Alegre cuando venía del exilio. Arreglamos con el tipo del hotel para que nos avisara cuando Wilson bajara del ascensor, y le empezamos a cantar “A don José”. Yo cuento todas estas cosas, porque me parece que no las hablan y que desparraman mucho más allá del ser político, porque Wilson, además de ser un tipo versátil, inteligente y brutalmente humano, tenía esas otras cosas que son las que te definen una personalidad y que cada día más me parece que son una cosa más necesaria. Entonces viene, y le empezamos a cantar “A don José”, cuando nos dieron la orden de que había arrancado del séptimo piso. Y abrió el ascensor. Claro, lo impactó tanto que se abrazó con uno y con otro, y se largó a llorar. “Los hombres no lloran”, le dije yo, que estaba llorando también. “Desconfiá siempre de los hombres que no se ríen y no lloran”, me dijo. Y es verdad. Desconfiá de los que no se ríen ni lloran y muestran siempre nada más que una cara permanente de hormigón. Era un tipo bárbaro Wilson. Yo siento una frustración enorme cuando no lo tengo.

Aparte, fue el último caudillo blanco.

Sí, sí, claro. Sí, no se puede hablar. Y no sé si no fue el más grande. No sé. Siempre digo que Aparicio no peleó por el poder sino por voltear el poder —porque hizo veinte revoluciones y no quería sentarse él sino sustituir la arbitrariedad y lo que él consideraba despotismo—, pero Wilson sabía lo que quería hacer con el poder. Sabía las cosas que haría si se sentara en la Presidencia de la República. Me acuerdo cuando lo agarraron a Sendic y todos celebraban. Y él dijo: “Los milicos son burros. ¿Y en manos de quién queda ahora el movimiento tupamaro?” Era un tipo que veía muchísimo para adelante. Tenía una fibra especial.

¿Hay herederos de eso?

Creo que no. Si hay, no se nota. Creo que ni el Partido como partido es un heredero del wilsonismo. Se dispersaron. Fue una hemorragia de votos, un aluvión atrás de un tipo que era representante del Partido pero que podría haber nacido en cualquier otro lugar. Hay una deducción de Osiris, un poeta inconmensurable, que dice una cosa que para mí transparenta a Wilson. “La vida depende del honor con que se viva y del valor con que se muera.” Y me parece que a Wilson nadie le pueda agregar una coma a toda su vida, ni en honor ni en valor. Me parece que a veces nos ayudan a olvidar. A veces capaz es mejor olvidar, para determinada gente.

La memoria es buenísima.

Yo opino como vos. Pero este es un país urbano, el 96% de la gente vive en la ciudad, en poblaciones, pero viven del campo, esencialmente en el campo. Al campo le empezaron a llegar ahora  algunos elementos que hacen a una vida más cómoda. Que vos tengas energía eléctrica, que el tipo tenga un celular. Que te caigas del caballo en medio de la nada y seas capaz de avisar por celular. O si te rodeó el arroyo y se te viene encima la creciente. Pero aparte de eso, una cantidad de cosas. Creo que el hombre de campo, que no es lo mismo que el hombre con campo…

Son diferentes.

Sí, sí. El campo ahora está lleno de profesionales exitosos, de multinacionales, de empresarios prósperos. Pero el tipo que sin darse cuenta resguardó una ligazón con la comarca, con la patria chica, con el paisaje, con esa cosa que te define y te va moldeando el alma. Creo que ahí quedaron los últimos atisbos de un país. “Gente bárbara”, dicen. ¿Seríamos bárbaros?

Es discutible, si uno ve algunos barbarismos actuales.

Claro. Quizás no es cultura lo que le faltaba, porque como dice el maestro Lena, te hace una torta frita y es un hecho cultural, sino educación. Yo he visto mucha gente con cultura que no se saca el sombrero cuando da la mano ni dice buenos días ni buenas tardes. Una cosa es la educación y otra la cultura. Esa cultura se la atribuyo a que estaba más alta la naturaleza. El maestro Lena siempre me decía: “Serranito, el paisaje tiene mucho que ver con la gente. En la cuarta sección de Treinta y Tres, donde son piedras y sierras, la gente es de cara dura, de rostro duro, de manos duras. Y si usted baja a la séptima…” No sé si me influía el maestro, pero yo después de eso miraba y lo veía… “Las palabras son las palabras, Serranito. ¿A usted cómo le gusta más, mismamente o mesmamente?” “A mí me gusta más mesmamente” (risas). “¿Vio?”, me dijo.

País urbano y centralizado en Montevideo.

Claro, a pesar de que buena parte de los habitantes de Montevideo venimos de allá. Los ves los domingos, cuando desesperadamente buscan los espacios verdes. Eso te indica que en el fondo algo los está convocando.

El campo tira.

No es lo mismo la soledad entre un millón y medio de habitantes, buscando una cara conocida para saludar, que la soledad en un campito que tiene allá mi mujer, a ochenta cuadras de Paso de los Carros, en el medio de la soledad aquella, en la boca del galpón viendo amanecer o atardecer. La soledad del campo se disfruta, la de la ciudad te lastima. Son parámetros diferentes.

La soledad del cemento es otra cosa.

No sé si era Julio César Da Rosa o quién, que decía que el hombre tiró el hormigón entre la tierra y él para establecer las diferencias, las separaciones. Parece que fuera así. A mí a veces me desespera que no le puedas hacer entender a la mitad de tus hermanos que es mentira que hay toda una cosa creada como un facilismo, sin escarbar, sin procurar definir verdades y realidades, las cosas como son y no como te las dicen. Te dicen “a desalambrar”, que fue un símbolo de los sesentas. En todo caso hay que alambrar. Había un proyecto político en el 71, de Wilson y Carlos Julio, en Nuestro compromiso con usted, de 2.500 hectáreas. El campo que yo conozco desde hace mucho tiempo, no es ese. Claro que los hay, y siempre digo que he gastado mi garganta peleando por la gente del campo, por la carne, por el arroz, pero por la gente, que es lo más importante que un país tiene. La he gastado porque creo en eso. Creo en la cultura del trabajo, creo en los derechos y las obligaciones, creo que un país tiene derecho a exigirte responsabilidades como ciudadano. Vos tenés tus derechos, pero tenés tus obligaciones. Si todos nos olvidamos de alguna de las dos, tampoco es un buen país. Lo que pasa es que asumir responsabilidades en un país que desde hace años inmemoriales te va metiendo discursos demagogos donde casi todo el espectro político… Políticos, periodistas, maestros y policías hay buenos y malos en todos lados, ¿verdad? No hay que generalizar. Pero digo que hay una gran andanada en la que demagógicamente te siguen repitiendo palabras que te conmueven, como “pobreza”. Yo viví en un país donde no conocí la miseria. Éramos seis hermanos, a mi padre lo mataron y mi madre nos crió.

No sos de familia oligarca ni nada por el estilo.

Ni siquiera clase media. Teníamos problemas para comer, mamá tiraba un cuarto kilo de aguja donde éramos seis, mamá y una tía solterona que estaba con nosotros, que si agarrabas un gramo de carne salías a festejar. Honradamente te digo que no es que yo disfrutara eso, pero estoy seguro que me enriqueció. Estoy seguro que lo peor que le podemos hacer a alguien es que por una circunstancia gratuita como es el nacimiento… Si en vez de en el patio de la vieja Inés la cigüeña me hubiera dejado en el de Gallinal, toda mi vida hubiera sido distinta pero eso no hubiera sido ni un mérito ni desmérito mío, sino una circunstancia. Pocas veces fui más feliz que en mi niñez, y mirá que iba sin tomar café a la escuela. Había una escuela que era una manzana entera, rodeada de tejido, y las madres a las diez de la mañana les llevaban la merienda a los hijos, aquellos potes de dulce de leche que recién habían salido, y yo me moría por tener eso. Y sin embargo nunca sentí odio. El odio es una mala respuesta. Creo que este país necesita amor. Eso no lo va a arreglar nadie hasta que todo el espectro político y la ciudadanía entera entiendan que hay causas comunes en determinados parámetros de la vida nacional. Y como te hablaba de derechos y obligaciones, también te digo que son sus obligaciones, y que hay cuatro o cinco temas en que los políticos blancos, derechistas, izquierdistas, socialistas, marrones o independientes, no tienen derecho a no asumir esa responsabilidad.  “Vamos a darle a Juan este empleo que tenemos acá, que era el que traía las sillas en el comité.” Hay miles y miles como Juan, que no acarrearon sillas en el comité pero que eran iguales o más importantes, y que necesitan igual o más que ese Juan. Y cuando se entra en esos renunciamientos, después vienen los otros, y es una avalancha que corroe la solución definitiva.

¿Por qué es tan difícil? Con un poco de sentido común uno ve que ciertas cosas trascienden a los partidos.

El sentido común es el menos común de los sentidos. No hay sentido común. El otro día hubo una muerte de un caballo en el Prado. Está bárbaro, me parece bien que existan los ambientalistas, pero se armó un lío gordo. Hace cinco días quemaron tres muchachos adentro de un auto. ¿Viste que cortaran alguna calle, que saliera alguien a decir que eso no puede pasar más? Quienes tienen la obligación de hacerlo, tienen la obligación, pero además nosotros tenemos la obligación de respaldarlos. No es tarea de Vázquez ni de Mujica ni de Larrañaga ni del Cuquito. Es tarea de todos. Pero eso no lo entienden. Por lo mismo que te decía de mi pelea con Wilson por los cuatrocientos garroneros. Ahora hay más, porque el ámbito nacional es más grande y protege a mucha más gente, que además es la que está más desesperada por los cambios, y porque no los toquen, y porque en el ajedrez estén preparados para ganar. Es muy difícil.

Como país tenemos riqueza suficiente para tener un buen pasar para todo el mundo. Que haya indigentes en el Uruguay es ridículo.

Producimos comida para treinta millones y somos tres. ¿Cómo va a haber alguien con hambre? Cuando producimos lana, abrigo. ¿Cómo va a haber alguien con frío? ¿Cómo va a haber alguien en la calle? De la Constitución nos acordamos de lo que queremos. “¡No nos toquen la Constitución!”, dicen. ¿Y el artículo que habla de la vivienda digna? ¿Cómo un tipo no va a tener derecho a reclamar por esas cosas? ¿Cómo le vas a decir, a ese tipo que se sentó a la mesa y no tiene qué ponerles en el plato a los hijos, que la democracia es más importante? ¿Qué democracia te va a entender? Pero pasa siempre: los pueblos encuentran una rendijita para colarse, como el sol. Será más tarde, y quizás no vaya de acuerdo con las ansiedades que tenemos, y con cómo sentimos esto que nos lastima el alma y nos desploma el espíritu, pero los pueblos lo alcanzan. Yo te mando, yo soy la mayoría de este país y yo laburo. Hace cincuenta y seis años que estoy trabajando, y hace cuarenta y nueve que me levanto a las cuatro de la madrugada y son las diez de la noche y sigo laburando. ¿Cómo no me va a calentar? La miseria nos debería lastimar a todos. Solo alguien muy jodido de alma no se puede conmover. Pero no como recurso demagogo para conquistar votos para las filas del partido. ¿Cómo no vas a sentir dolor? Ya no lástima, sino dolor si pasás y hay alguien al frío en la vereda que sabés que va a pasar ahí la noche. Si no te importa, entonces cometimos el peor de los pecados. No tenés educación ni cultura. Martí decía que ser culto es la única forma de ser libre. Y cuando lográs generaciones y generaciones de gente que no entiende… Es mentira que están domesticados, es mentira que los manejás. Con la misma rapidez que un día se te sentaron al lado, otro día te van a decir que no, que se terminó, que esto no es así. Artigas, Bolívar, toda esa gente ninguno era pobre, pero entendían el dolor de los pobres.

Y la barra dice que “no, porque la Constitución…” Y la Constitución es como la guitarra, la agarro yo y tiro unos acordes, la agarra el Pepe Guerra y suena mejor, y la agarra el Laucha Prieto y da un concierto, depende quién la tenga, ¿verdad? Artigas no tenía Constitución y era un constitucionalista. Él sentía la soberanía del pueblo, sin ninguna constitución. El tipo estaba ahí con los negros, con los indios. Creo que eso lo ayudó a que no se le escapara la burbuja de la ampulosidad, de nosotros acá y ellos ahí. Esa fue la efervescencia más importante en la historia artiguista. El viejo era un federal. ¿Qué ejemplo más grande hay que el de la redota? Hay que cuidar lo que se nos escapó, ese caudal que el alma contenía y que permanentemente nos ayudaba a creer. Porque si uno descree de todo…

¿Los medios de comunicación no impulsan un poco eso?

Yo hago comunicación, no alcanzo a ser un periodista, soy nomás un comunicador del interior, y lo digo con orgullo, y hay una cosa fundamental: a vos no te sirve una fuente sola, aun cuando sea tu fuente. ¿O no? Precisás dos, y si podés tener tres o cuatro, mucho mejor. Tenés que tener la responsabilidad. Vos, Alfredo García, sabés que estás hablando y que sos responsable, sabés que estás dando la cara y que te podés equivocar una y cien veces, como seguramente nos equivocamos, porque la perfección es cosa de Dios y no de los hombres. Nos equivocamos, pero somos capaces de reconciliarnos con nuestra equivocación. Pero el anonimato despertó un pueblo que yo no sabía que existía.

Sale cualquier cosa.

La descalificación no ayuda a entendernos. “Habla así porque es blanco”, “dice eso porque es fascista”, “es comunista”, “es tupamaro”. Eso, ¿a qué conduce? Si el país está compuesto de todo.

No se mira lo que decís, sino quién lo dice. Yo encuentro muchos razonamientos acertados en los del otro palo.

Me pasa todos los días. Tengo cantidad de amigos de izquierda y me he llegado a preguntar…

¿Qué hago en el Partido Blanco?

No, lo que me he preguntado es que cómo coincidimos en muchas cosas y votamos diferente. Pero después me he dado cuenta, también, en el transcurso del tiempo, que hay cuatro o cinco cosas en las que los uruguayos, tengan el color partidario que tengan, tienen que estar de acuerdo. Cuando te dicen que no podes ser un periodista que se comprometa, porque el periodismo tiene que ser neutral. ¿Neutral? ¿Cómo podés ser neutral con un golpe de Estado? ¿Podés ser neutral con la miseria, con la injusticia? No, qué carajo. Yo no soy neutral. Y si el precio que tengo que pagar es no hacer más periodismo, no lo hago. Es así. Ahora, cuando yo digo que soy blanco, y lo digo honestamente, le pongo un ingrediente más, a vos o al otro que lo esté escuchando, para que sepa que soy blanco. “Claro, Serrano es blanco…” Bueno, si el otro cree eso… A mí nunca me mandó el Partido. Yo he sido un blanco…

¿Orejano?

Como me decía el flaco Zitarrosa: “Serrano, la verdad es que si vos fueran anarquista, te echaban por anarco.” No, yo he sido un blanco orgulloso de mi partido.

¿Qué es ser blanco para vos?

Es un partido que nace con una concepción artiguista de la historia, y que empieza a reproducirse con una concepción que está atada, no a un centralismo definido en una capital que absorba y mande, sino al resto de un país que necesita muchas respuestas. El blanco es un partido que todas las revoluciones que hizo no las hizo para cambiar el poder, sino para voltearlo, porque estaba exacerbado. Hay toda una historia, nadie se olvida de los comisarios matones que les quitaban las balotas a los blancos para que no votaran, o de las colas en donde había que ponerse un pañuelo colorado. Hay una cantidad de cosas que las respeto profundamente sobre todo en la concepción batllista del país, pero no todo. A ver, creo que el mayor mérito que tiene mi partido es que es un eterno cómplice de la libertad. Casi sin renunciamiento. Aun los tipos más a la derecha en el Partido durante la dictadura tocaron con ellos para los cuarteles. Claro, si me decís que Aparicio Méndez… o Méndez Manfredini, como le decía Wilson (risas). Sí, en todos lados hay, existen. Hasta el viejo Herrera, que comete el pecado capital de la dictadura de Terra, dice una frase que para mí es el mejor espíritu del Partido Blanco: “Nosotros padecemos del dulce delirio de las libertades”. Y por las cosas que existen, y por las sombras que puedan borronear eso… Si discutí el Partido cuando estaba Wilson, ¿cuántas veces lo discuto ahora? Y lo seguiré discutiendo. Una cosa es el Partido y otra son los hombres que lo manejan.

Dijiste que dos veces no votaste al Partido.

Hubo unos hechos desprolijos. Escuché una grabación que a mí me lastimó el alma. Fue una gran lastimadura. Creo que en  los partidos políticos la corrupción es un tema, igual que pasa en los gremios, como el caso de la filmación en CONAPROLE. No solo no se denuncia, sino que se abroquelan. Pienso que a todos los uruguayos la corrupción les fastidia. Te estoy hablando de los que se ganan la vida trabajando, en todos los partidos y en cualquier lugar donde existan termómetros para medir la realidad política. Nos lastima, y cada vez con más fuerza. No solo Sendic tiene que explicar lo de la tarjeta, sino todos. Sendic antes que nadie, pero que expliquen todos. Dice que ya le explicó al directorio. No, qué directorio. Explicame a mí, al ciudadano. Que me explique el directorio, entonces. No creo en esas cosas. Capaz que porque el Partido Nacional gobernó poco… Hablan de blancos y colorados; no seas malo, los colorados estuvieron noventa años en el poder. Y el poder, como todos sabemos, corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente. Es así. Es una condición del hombre y de las miserias humanas.                                                                                                                                                        Cuando Aparicio le escribe a Basilicio en Caraguatá: “Pertenezco al partido de los hombres que suben y bajan pobres del poder.” ¿Cuántos blancos podemos decir eso? Te lo digo con total honestidad, porque a mí me han hecho convites de todo jeito por participar en la política. Quiero mi profesión, como quiero a mi familia y a mis amigos. Siento un profundo respeto por la profesión. Tanto es así que un día tuve que elegir entre la profesión y el trabajo, y perdí el trabajo.

Te pregunté por qué no habías votado dos veces a los blancos. Decías que te hirió el tema de la corrupción.

Sí, sí. Creo que el Partido debió ser mucho más severo con eso. Lo creo para todos los partidos políticos, pero estoy hablando del mío. Me gusta definirme diciendo que soy un voto del Partido, nada más, pero nada menos tampoco. Un día tuve una discusión muy grande con uno de los hombres que lideran el Partido Nacional ahora, y lo dije claro. Si yo te llamo para pedirte que pongas a mi hija en la administración central, vos lo vas a aceptar. Ahora, si yo te digo que estás mal, vos te enojás. Enojate. Es el derecho que tengo, y lo uso. Pero en medio de todo creo que el Partido Nacional tiene una gran historia. Wilson decía que siempre, en los momentos cruciales del país, aparecía el Partido Nacional. Como decía Wilson: que venga un viento fuerte y que barra lo que haya que barrer, que sople desde las raíces del Partido, que son las raíces mismas de la patria. ¿Por qué creés que hemos perdido en enamoramiento entre los muchachos?

Sin embargo se ha revitalizado mucho el tema de la juventud entre los blancos, ¿o no?

Viene una efervescencia caudalosa, con una estrategia política diseñada. Pero el amor por la tarea política, ¿por qué se pierde? ¿Por qué el tipo no está orgulloso de pertenecer a este partido? Porque la hemos vulnerado nosotros mismos. No hay que ser cómplice de los infieles. Y te hablo de todos los partidos. Un pueblo sin fe y sin esperanza es una frustración, y la frustración es prima hermana de un desasosiego social, y el desasosiego social tiene consecuencias que ya hemos padecido. Wilson decía que la victoria solo vale la pena si es una oleada de esperanzas compartidas. No te podés sentar a llorar porque odiás al que ganó. No. Tenemos que aprender a respetarnos. Una cosa es la libertad y  otra el libertinaje y el todo vale. No, no vale todo. Porque la patota imprime su sello, y si decís algo políticamente incorrecto, tus compañeros de partido son los primeros que se te vienen encima a decirte que te has vendido, y los que antes te aplaudían y te besaban son los que ahora te dicen fascista si criticás a tu partido. Como comunicador siento que uno fracasó en esas cosas. ¿De qué forma zamarrear el espíritu de la gente? Atraerla, encauzarla, que agarre el cauce normal y que se desborde con la fuerza del Uruguay para que cambie todo, y que sea capaz de traer gente renovada. Que aparte de la esperanza traiga más tolerancia.

¿No ves eso en el Partido Nacional, ahora? Hay renovación generacional con Lacalle Pou.

Sí, sí, claro. Tiene un discurso totalmente diferente y lo respeto mucho. Me parece que aportó eso al idioma político del país. Siempre fui wilsonista y fui blanco independiente, siempre. Se han entreverado mucho los tantos. Ahora hay una desesperación por marcar cuál es el patrimonio de los wilsonistas, que si es Botana, si es Alonso o Larrañaga.  Uno no es lo que dice, es lo que es. Yo ya estoy en el ocaso de mi vida, pero eso de que estemos reclamando y midiendo en votos el espíritu wilsonista es más que desagradable, es casi una deshonestidad.

El espíritu wilsonista es otra cosa.

Claro. Está muy documentado, es muy reciente. Siento además, que la diversidad es la esencia de la democracia.

Ahora, creo que se ha perdido la batalla cultural, en muchos casos.

Había gente muy enriquecedora. Le estás hablando a un tipo que viene de un departamento que tuvo una correntada intelectual maravillosa. El Laucha dicen que eran los cotorros, donde nos juntábamos cinco o seis a disfrutar de la guitarra, del asado, de la literatura. No voy a decir que la dictadura no hizo mal en todo el país, pero desde el punto de vista cultural, fue lo que mató a Treinta y Tres. Mutiló eso, que tenía un valor indescifrable. Mirá que todas esas cosas que generó el maestro Lena, a quien todavía no se le ha dado la importancia que tuvo en este país. Me acuerdo muy claro que cuando el maestro salió a escribir en Marcha, que para mí es lo más grande, y Quijano es el más grande entre todos nosotros, lejos, lejos.

De origen blanco, también.

Vos sabés que yo tengo un libro de Basilio Muñoz escrito por el maestro Julio César Castro y por Arturo Ardao, y prologado por Carlos Quijano. Basilio Muñoz era un tipo inconmensurable.  Fijate, viene el pacto de las jefaturas y Saravia le da a Basilio Muñoz la jefatura de Cerro Largo. Basilio Muñoz era amigo de Saravia y uno de los pocos profesionales universitarios que tenía el ejército saravista. Te cuento una cosa que me ha hecho llorar veinte veces, y que no está escrita. Voy a intentar no llorar.

Llorá tranquilo, los hombres que lloran son confiables.

Meten preso a un pariente de doña Cándida, la señora de Saravia. Y se armó la batahola. Lo llama Cuestas a Basilio y le dice: “Usted lo conoce mejor que yo a Saravia y la paz pende de un hilo.” ¿Y sabés lo que le dice Basilio? “La ley es la ley, presidente”, y le cuelga. A las diez de la mañana llega un chasque de El Cordobés y le entrega a Muñoz una carta donde Saravia no le pide la libertad pero le dice que es un pariente de doña Cándida, y que es buen hombre. Muñoz levanta los ojos y le dice al chasque: “Esto no puede quedar acá, por el honor de Saravia”. Lo da vuelta y le pone: “General, la ley no tiene amigos ni correligionarios ni parientes. Suyo, Basilio.” 1901. Lo corren a Basilio Muñoz de la Jefatura de Cerro Largo. Cuando Saravia va a hacer la revolución de 1904, cita a los jefes en el arroyo Tarariras, entre Durazno y Cerro Largo, en un campamento donde convergían todas las fuerzas. El mismo chasque le lleva el mensaje a Basilio Muñoz en Durazno, a la estancia. “Comandante, la patria y el partido lo necesitan”, le dice, y lo cita en el arroyo. Estaba casi todo el estado mayor y la gente de más importancia que componía el partido armado de la revolución. Al amanecer Saravia estaba tocando la guitarra, con una niebla bárbara, y de repente a la distancia viene un tipo en un tordillo. Dicen que Saravia apoyó la guitarra en los cueros, se levantó, hizo visera y miró y dijo: “Es Basilito. Nadie le vaya a dar ninguna broma.” No se hablaban. No se habían hablado nunca más. Y venía el viejo a caballo, con su lanza. Saravia le armó el estado mayor que había, para recibirlo en el medio del campamento. Basilio llegó y clavó la lanza, que quedó ahí viboreando, y le dijo: “Al servicio de la patria y del partido. En ese orden”. Y se abrazaron llorando. Esas cosas se nos murieron. Esas cosas, que en medio de los errores son capaces de subliminar la amistad y la verdad. Esas son las cosas que nos están faltando. A veces me da pena. Es la primera vez que cuento entera esta historia.

¿Cómo se recupera eso que está faltando?

Y tendrá que salir una correntada cuestionadora y renovadora, que no puede desprenderse de esas raíces. ¿Conocés al Laucha Prieto? No sabés lo que te perdés. Soy muy amigo de él, lo quiero mucho. Él cuenta una historia que no sé si es verdad pero que merecería serlo. Dice que estaban a las diez de la mañana en un boliche de campaña, y de repente ve venir al indio montado al revés, de espaldas a la cabeza del caballo, mirando para atrás. Bajó el indio. “¿A las diez de la mañana ya estás en pedo?” “No”, dice, “vengo al revés porque si bien es importante saber a dónde voy, mucho más importante es saber de dónde vengo.” No perdamos el hilo conductor de nuestra esencia, lo que fuimos. Te das cuenta que no es que aquellas cosas fueran peores, sino que una cantidad eran mejores. No es conservadurismo, es realidad incontrastable. Y es un país en el que toda su historia se ha tratado de la libertad. Treinta y tres tipos tirando a la mierda un imperio. Leandro Gómez con trescientos tipos enfrentando un imperio. Está lleno de emblemas de libertad, que todavía nos quedan. Por eso fue la correntada del Obelisco. Por eso a veces somos capaces de superar las diferencias pequeñas para aferrarnos a las grandes cosas que de alguna manera le dan razón de ser al país. Tenemos que medir cuánto podemos salvar y que venga de vuelta el amor, la esperanza y todas esas cosas que son indispensables para armar otra patria. Y al que le va a tocar, como le tocó a José Batlle y Ordóñez hacer otro país. ¿O no? Más allá de los defectos y las virtudes. ¿O no? Patear la estructura y hacer otro país. El partido o la gente que venga, tienen que hacer otro país.

La izquierda venía con la idea de hacer otro país. Incluso la gente, que es sabia, decidió darle una carta de crédito.

Claro. Yo sentí que la bofetada a los partidos tradicionales estaba bien dada. Yo la quería recibir en la cara, para que nos hiciera repensar y nos ayudara a cambiar. Tengo cantidad de amigos izquierdistas con los que paso la vida entera peleando, discutiendo en todos lados. Ahora, me alarma también, que combatían decididamente cuando estaban los blancos en el poder, y que ahora no los zamarrees. No, esto no es así. Tengo claro que sin la política no salimos. Si los milicos vienen y dan un golpe de Estado, tienen que hacer política, y si viene la revolución del Che Guevara, tienen que hacer política. Wilson decía una cosa hermosísima: a la política vienen siempre los mejores y los peores. Vienen los mercantiles, los testaferros, los que vienen a hacer su negocio. Y vienen los que sienten el llamado de la patria y porque se sienten capaces de aportar cosas para que el otro viva más feliz. Esto no enferma al Partido Nacional, al Partido Colorado, sino que enferma el alma nacional. Y lo enfermó al Frente. ¿Cómo te van a decir que Venezuela no es una dictadura? ¿Entonces tengo que pensar que los que cayeron ahí eran fascistas y oligarcas? ¿O era un pueblo en la calle clamando por su libertad? No puede ser. No puede ser que todos nosotros hayamos salido a cantar que “viva Cuba libre”, “que viva el 26”, “que viva la revolución” y cincuenta años después no podamos gritar en Cuba: “abajo el gobierno”. No puede ser. Mirá que yo entiendo muy claramente cuáles son los enemigos y cómo van trenzando una maniobra inteligentemente. Vivo en los medios. Martí decía que había vivido en el monstruo y que conocía sus entrañas. Yo hace cincuenta y seis años que habito en los medios de comunicación. Conozco las entrañas, y sé de dónde viene. Yo, como los griegos, aprendí a desconfiar de mis certezas.

Que cada vez son menos certeras.

Exactamente. Cada vez me angustian más las interrogantes, que no me dejan dormir de noche. Yo no soy un poseedor de la verdad. Intento arrimarme a ella lo más que pueda. Soy un tipo que se conoce,  sabe que tiene límites y enormes carencias culturales. Ahora, la falsa humildad es la más asquerosa de las vanidades. ¿O no, no coincidís conmigo?

Absolutamente.

Yo asumo el rol que me tocó jugar, más que nada por años y años de profesión.  Sí, sí, pero el avestruz vive toda la vida en el campo y muere enredado en el alambre, no aprende. No depende de la edad de uno, sino de lo que uno sea capaz de enriquecerse. Yo tengo una cultura informal. Hice hasta tercer año del liceo. Soy un gran lector. Hoy los gurises no leen. Soy un apasionado, que casi de apasionado no premedité con orientación cuáles debían ser mis lecturas y leí todo lo que tenía. ¿Sabés por qué? Porque en segundo año del liceo tuve al profesor Julio Macedo, que me empezó a fomentar la lectura.

O sea que hay que agradecerle a Macedo.

Y después el Maestro Lena, un tipo brutal.  Un día me empieza a decir: “Yo no soy poeta, Serrano.” “¿Y qué es usted?” “Yo soy un hacedor de cosas populares”, me respondió. “¿Y qué es la poesía, Maestro?”, le pregunté. “La poesía es la palabra desnudita, desnudita. No precisa de la voz del cantor ni de la música.” Y le digo: “Mañanita, no te apures, que el silencio está quietito en la punta de los pastos está dormido el rocío.” Era de él. “¿Eso qué es?”, le pregunté. “Es un hallazgo” (risas). De todas las cosas que dice no sé cuál es la más rica. Es una barbaridad.

¿Compartieron muchas cosas, no?

La dictadura lo echó. Y yo tenía un establecimiento, La Rural, donde vendía remedios para las ovejas y por ahí caía la canariada. Había que hacer una declaración jurada de DICOSE, la gente no sabía cómo hacerla. Voy y le digo al Maestro: “Maestro, usted es el único que me puede salvar”. “¿Qué pasa?” Me pasa esto, esto y esto. Bueno, fue para allá, al escritorio, y empezaron. “Vamos a cobrar veinte pesos por cabeza.” Mi idea era que quedaba para él, porque estaba mal. Nunca le dije, tampoco. Termina la declaración jurada y me da un abrazo. Yo después le llevé la plata de las declaraciones y no la aceptó.

¿De dónde lo echaron?

De la educación. En el medio de esa cosa, un día le llega un telegrama. Yo lo veo preocupado. Lo abre. Lo vi mal, pensé que era algo de la dictadura. Me arrimé. “¿Qué pasa, maestro?” Se casaba uno de los hijos. Le pregunté cuántos años tenía. “Tiene, dieciocho, Serrano.” “Yo a los dieciocho ya me había casado dos veces.” “¿Vio?”, me dice, “una fue al pedo” (risas). Ese día habíamos comido en la sierra, estábamos allá cerca de la Isla Patrulla. Éramos como quince, con un cordero. Él se mamó temprano y se acostó a dormir la mona. Se levantó de tardecita, se estaba muriendo el sol. Un paisaje bárbaro, el horizonte rojo, las sierras acostadas, el silencio. Estábamos todos conversando, y nos quedamos callados cuando se levantó. “Están lindos los lejos hoy”, dijo.

Un poeta.

Qué brutal. Fue el tipo más honestamente humilde que conocí. Incapaz de sobrevalorar una cosa de las que él hacía. Incapaz de cuestionar a otro, incapaz de esos celos que vos decís que deben ser imposibles en tipos que han llegado tan alto, y que sin embargo no lo son, porque la vanidad asoma. Como decía Yupanqui: “La vanidad es yuyo malo, que envenena toda huerta y es preciso estar alerta manejando el azadón, porque no falta el varón que la riega hasta en su puerta.” El Maestro era de una sencillez… Un día viene el Flaco Zitarrosa y me dice: “¿Conoce al Maestro?” “Le tocamos timbre, dejate de joder.” Y entonces le cantó el Camba al Maestro. “Otra vez”, le dijo el Maestro, y se lo volvió a cantar. Yo estaba entre él y el Flaco, no le podía hacer señas de que esto a mí ya me había pasado, de que el Maestro era así. Y otra vez, y otra vez le hizo repetir. Al final yo tenía miedo de que el Flaco se recalentara. Y se nos fue la noche terminando de tomar un vino  con una porotada que había. Son de esas noches que me quedan pegadas en el alma. “Vamos a buscar más vino”, dice el Maestro. “Yo voy con usted”, le dice Alfredo. Sacó desafiante la motoneta Vespa, le pegó como cinco patadas. “Súbale”, dijo, y subió el Flaco. Y se perdieron en la curva donde dieron vuelta para ir al boliche más cercano, y sacó chispas en el hormigón el Maestro con la Vespa. Y esperábamos, y esperábamos.

No volvían.

Aparecieron por la otra esquina, y venían con la damajuana. El Maestro, cuando me mandaba a comprar alcohol, decía: “No la envuelva en papel de diario porque todo el mundo se da cuenta que es caña, tráigala separada del cuerpo, así piensan que es querosene” (risas). Me da el Maestro la damajuana y lo mira al Flaco y le dice: “¿Otra?” “Otra”, le dice el Flaco. Después de la tercera o cuarta ronda, hicimos lo imposible y entraron. Esa noche veníamos bajando con el Flaco, solos, caminando, los dos tocados. Entonces el Flaco Zitarrosa me dice: “Dejame mirar esa luna Serrano. ¿Cómo no van a ser cantores, ustedes, che, con el cielo tan cerquita?”.

¡Qué personaje!

De los cantores que yo conocí, era el más culto. Lejos. Pero lejos, eh. Distancias y distancias. Ahora, era un tipo atormentado. Aquella cosa que se paraba y aquella voz. Y después decía: “Canté mal Serrano. Soy un mal comunista, soy un desastre.” “Dejate de joder”, le digo, “falta que te pongas a llorar, pelotudo”.

Además era increíble, porque vos lo veías flaquito y…

Y chiquito pero qué voz tenía, y qué manera de cantar, además. Es el cantor. Una cosa imponente.

¿Por dónde viene lo de Serrano?

Estaba en la escuela, tendría diez, once años y recitaba por refuerzos de chorizos. De noche hacía cuatro o cinco tablados en el carnaval y yo recitaba por un refuerzo de chorizo en cada tablado.

¿Qué recitabas?

Cosas de Serafín García, de Yamandú Rodríguez, de Osiris. Y recitaba en la escuela, cuando venía mamá a ver al nene recitar. Y el Paco Bilbao, que fue representante de Los Olimareños, era murguero y tenía una comparsa.  Un payador, si los hay. Que nunca nadie supo. Yo lo vi payar con Molina con palabras esdrújulas. ¡Hay que payar con palabras esdrújulas! Una barbaridad. Bueno, el Pepe siempre me cuenta cuando fueron a Cuba por un festival de canto popular, estaban todos ahí. “Esté donde esté, estamos con el Che”, empezó a gritar la barra, porque el Che se había ido recién de Cuba. Molina agarró y empezó a payar, y el Paco agarró la guitarra del Pepe y empezó la payada. Qué lo parió. Lloraba la montonada. Bueno, el Paco era socialista  y tenía un teatro de verano para las murgas. Me contrató a mí, yo cobraba por chorizo. Él me puso “el Serranito”, y ahí quedó.

Cincuenta años de comunicación cumplís, el año que viene.

Tengo cincuenta y seis, porque arranqué en el 61, el 1º de mayo, cuando entré a la Difusora Treinta y Tres. El año que viene, cincuenta años de La Hora del Campo.

Te encanta, ¿no?

Es la pasión de mi vida. Sobre todo porque encontré algo diferente. No era muy habitual cuando arranqué, esa informalidad al hablar que tampoco fue premeditada. Porque yo arranco de cinco a seis hablando para la peonada. Un día me llamó un tipo y me dice que hay que arreglar esto, porque la peonada en invierno no se levanta hasta siete y media, cuando sale el sol, pero en el verano el sol los corre a las diez de la mañana, entonces se levantan de madrugada. Y los peones le decían: “Hasta que no termine Serrano no salimos” (risas). Esos contactos me hicieron un bien bárbaro, porque yo andaba con ellos. Siempre me convocó mucho eso de las ruedas de fogón de las peonadas de antes, cuando en las estancias había once tipos trabajando y había unos estufones enormes  y media res arriba y los tipos contando cosas de sucedidos, la luz mala, el lobizón, la mujer de blanco. Y Aquino que se metía, también. Conservaban verbalmente la figura de Aquino, que fue lo que a mí me despertó la intención del libro. Capaz esto es una cuestión reñida… porque yo no soy de Ciencias de la Comunicación, no fui a la facultad, voy con la intuición.

Tan mal no te fue.

Seguro. Qué me voy a poner a hablar acá, si yo soy igual a esta gente. Soy igual. Me tiraron las señales más conmovedoras. Ese contacto me enriqueció , me nutrió de cosas que, a veces, cuando las cuento por ahí y por acá, ahora cuando tengo más años, parece que me divorciara más de esa realidad, y me llama la atención porque sentí que no iba por el lado que tenía que ir. Lo que pasa de las puertas para adentro de las radios, y seguramente en las redacciones de los diarios, y también en la televisión no valen un pito para nadie. Es la gente la que decide. Si vos no trascendés y no pasás para allá, ¿de qué vale? Además, hay algo que no te marcha, porque la comunicación no es eso. Es una cosa difícil de agarrar. A ver, yo no tengo estrategias. Pero siento que hay tres o cuatro puntos que nos son comunes, que nos enriquecen a ambos en interés, al que habla y al que recibe. Y trato de andar lo que puedo, cada vez más cerca de la realidad de ellos, para entenderla. Y yo no tengo otro misterio.

En definitiva, fue por el intercambio que vos creciste.

Sí, seguro. No tuve otra cosa. Fue esa la manera. A mí me parecería que al país habría que empujarlo. Una vuelta me invitaron porque iban los estudiantes de Veterinaria y Agronomía y el director de la escuela me llama y me dice que tenía interés en que fuera a hablar. Ese público es muy difícil, porque tiene una extracción del campo pero son adolescentes. Pero me parece que uno está mucho más cerca de lo que uno cree. Les dije que uno cuando se recibe no puede desconocer el ser humano, la gente, porque si sos veterinario y vas a venir a ver la vaca, el caballo o la oveja que está enferma, entre la vaca y la oveja va a estar el hombre. Y que si vos, agrónomo, vas a ver una pastura o una chacra de soja, va a estar el hombre. Ese es el entendimiento que no hay, no lo desprecien. Hay cientos o quizás miles de años que se van traspasando en las experiencias y enriquecimiento, y no es que los tipos están locos ni nada, sino que tienen el legítimo derecho a desconfiar de quien viene y les empieza a tirar pautas sin escucharlos ni darles pelota. “Usted tiene que hacer esto.” No es así. No es.

Hay un conocimiento acumulado, popular.

Sí, que hay que respetar. El diálogo humano, cualquiera que sea, en el periodismo es el A+B, cuanto más disparatado, más apasionante el tema.

¿Sos optimista con respecto al futuro uruguayo?

El pesimista es un optimista bien informado. Es una pregunta que todo el mundo la responde así. Yo te voy a responder como yo pienso. El optimismo es una palabra que define un estado de ánimo. Yo creo firmemente que el país va a llegar a una instancia en que los hechos, la circunstancias y la realidad nos van a obligar a escucharnos y a acercarnos. Y para mí, ese es el principio del optimismo. No es que sea pesimista, es que la realidad me golpea y me parece que no tenemos un contenido de optimismo como caudal importante, como morral para señalar que “acá está la comida, vengan”. Creo que son pasos que hay que dar. No sé si se demora más. Quisiera que demorara lo menos posible, por mis hijos, por los muchachos, por los que sueñan y los que creen. Ahora. Lo que sí creo con certeza es que este país algún día se va a encontrar consigo mismo. Más que con ánimo de buscar culpas y culpables, y virtudes y héroes, con un sentido de la realidad que nos una a todos: “hasta aquí nos hemos pasado discutiendo en pos de una cosa que no hemos alcanzado, ¿qué nos está faltando?” ¿No seremos capaces de tener sentido común? A mí las ideas no me divorcian de nadie. No sé si soy liberal, comunista, derechista. Soy blanco. Me siento blanco. Ahora, a mí las ideas no me divorcian de nadie. Más vale que me atraen muchísimo las ideas que están en las antípodas de mi razonamiento, porque me exigen preguntarme si yo ando tan aparte de eso o si es el otro el que anda tan aparte de lo mío. ¿Qué es lo que nos está pasando como pueblo? Lo de lo político es una cosa en que al final el círculo termina como la baba del venado con la crucera. Terminamos encerrándonos en los políticos como si eso fuera una realidad inmersa en otro mundo, y no señor, son el resultado de nosotros mismos. ¿O no? Primero, ¿quién los vota? Y segundo, cuando los votamos y hacen lo que hacen, ¿qué tan apartados están de nuestra realidad, de nuestra manera de ser, de la calificación acerca de cuáles deben ser las virtudes de la gente y cuáles no, y cuál es la cosa que deberíamos atender de forma primaria? No me animo a traducirme como optimista, pero creo que ese camino no demora mucho. Capaz demorará más de lo que la ansiedad nos produce, y el estado de desesperación que a veces nos acusa, porque la pobreza, la miseria y el dolor son un dedo acusador. Pero creo que no va a demorar mucho, tampoco, porque hay algunos síntomas en todos los partidos. Yo soy blanco, pero esto está mal. Lo dije cuando mi partido gobernó y yo creía que estaba mal. Lo dije con la misma sinceridad con que lo digo ahora, cuando gobierna un partido que no es el mío y veo cosas que están mal y las señalo. Pero no soy solo yo, es cada vez más gente que hace lo mismo.

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Alfredo Garcia Nació en Montevideo el 9 de agosto de 1954. Es Licenciado en Historia por la Universidad de Estocolmo, Suecia; que fue su lugar de residencia entre 1975 y 1983. Hizo un postgrado en Marketing y realizó los cursos del Master de Marketing en la Universidad Católica de Montevideo. Trabajó durante veinte años en la industria farmacéutica en el área privada. Su labor como periodista comenzó en los semanarios Opinar y Opción a principios de los ochenta. Participó en 1984 en el periódico Cinco Días clausurado por la dictadura. Miembro del grupo fundador del diario La Hora, integró luego el staff de los semanarios Las Bases y Mate Amargo. Escribió también en las revistas Mediomundo y Latitud 3035. Es el impulsor y Redactor Responsable del Semanario Voces. Publicó el libro Voces junto con Jorge Lauro en el año 2006 y el libro PEPE Coloquios en el año 2009. En el año 2012 publica con Rodolfo Ungerfeld: Ciencia.uy- Charlas con investigadores. En 2014 publica el libro Charlas con Pedro y en 2019 Once Rounds con Lacalle Pou. Todos editados por Editorial Fin de Siglo.