10 años de cine en el Penal de Libertad CINE DE PLANCHADA por Guillermo Reiman
Entre 1973 y 1983 los presos políticos del Penal de Libertad asistimos a 400 sesiones de cine. Este libro de reciente publicación aborda la conexión que generaban las imágenes proyectadas ante aquel público y en aquella sala – la planchada- , el punto de encuentro entre aquel cine y su público, en aquel entorno. Junto a otras manifestaciones artísticas, como la música, la literatura,la pintura o las artesanías, aquel cine carcelario formó parte de un universo contracultural de resistencia al sistema de reclusión imperante.
No sé si este libro se empezó a escribir cuando empecé a anotar las películas que veíamos en el Penal de Libertad, o si fue hace un par de años cuando desempolvé esos papeles y cuadernos que lograron salir del Penal, que parecían decirme: ¿y para cuándo? Encaramos, por fin encaramos.
La planchada del primer piso del Penal de Libertad es una suerte de patio interno al que acceden los presos cuando salen o vuelven a sus celdas. Es el lugar que unifica la hilera de celdas como una vereda unifica las viviendas de una cuadra. Por allí se desplazan guardias y reclusos cuando van o vuelven a sus celdas, se reparte la comida, el agua caliente para el mate, los pedidos de cantina y los libros de la biblioteca. Era un amplio espacio que se barre y se lava todos los días y sobre sus baldosas los reclusos podían ver cine por las noches.También es el lugar de mayor exposición donde un recluso puede ser sancionado por cualquier motivo.
Pero la planchada es algo más que un espacio físico dentro de una cárcel. Es otra dimensión del devenir de la vida carcelaria. Es el ámbito donde se cruzan las miradas de los compañeros cuando trasponen las puertas de sus celdas. Allí el prisionero observa a sus pares y obtiene una noción de conjunto, de hermandad colectiva, y puede gratificarse a través del intercambio de un gesto, una sonrisa, un saludo, cruzados con disimulo,claro está. Es el lugar de constatación cotidiana de que uno no está solo en esa cárcel.
Una pantalla de tela colgada en el centro de la planchada y un grupo de hombres-presos sentados en el suelo observando las imágenes proyectadas sobre esa tela. Básicamente, en eso consistía el cine de planchada. Lo más parecido al rústico salón parisino donde los hermanos Lumiere, por primera vez, pusieron imágenes en movimiento ante absortos espectadores, a fines del siglo diecinueve.
De ese punto de encuentro entre hombres-presos e imágenes en la pantalla he procurado que trate este libro. La simbiosis establecida entre un hecho artístico y su público. La corriente, el flujo intelectual y emocional que fue capaz de generar un fenómeno como el cine en espectadores recluidos durante años en el Penal de Libertad.
Por tanto, una sala de cine muy peculiar, un público no menos peculiar y una programación de variada calidad en el tiempo, pero que incluyó, en buena medida, títulos de enorme valor artístico, representativos de corrientes y escuelas consideradas las más relevantes en la historia del cine universal: Orson Welles, Jean Renoir, Charles Chaplin, Akira Kurosawa, Vittorio de Sica, Luchino Visconti, Federico Fellini, Francois Truffaut, Jean-Luc Godard, Alain Resnais, Luis Buñuel, John Ford, René Clair, Alfred Hitchcock, Agnés Varda, Pier Paolo Passolini fueron directores que expusiron sus obras en aquella galería.
LAS 400 NOCHES
Enre abril de 1973 y febrero de 1983 hubo 400 sesiones de cine en el Penal de Libertad. Hablamos de 360 largometrajes y 40 programas de cortometrajes (documentales de variado pelo o cortos de humor del cine mudo). Varios títulos se repitieron: algunos eran dignos de volverse a ver, los otros hubo que sufrirlos.
Como cualquier sala que se precie, la de la nuestra planchada presentó una cartelera irregular. Allí vimos películas buenas, regulares y malas. Grosso modo, aquel cine atravesó por dos grandes períodos: durante casi cinco años en el abastecimiento de películas intervenían distribuidoras amigas y predominó un cine de calidad. Después, cuando la selección del material quedó en manos militares, el nivel decayó sensiblemente.
En esos primeros años por aquella pantalla desfilaron títulos representativos de las principales corrientes cinematográficas del siglo pasado.
Cumbres del cine mudo, el realismo poético del cine francés, el neorrealismo italiano, la nouvelle vague francesa, la comedia italiana, no pocos clásicos de Hollywood, obras de géneros de todos los tiempos como el western y el policial, buenos exponentes del cine argentino, algunas joyitas del cine japonés, incluyendo algún título sonado del cine sueco y otro de la Unión Soviética que pudo sortear la censura.
Estamos hablando de todo Chaplin, Buster Keaton, La gran ilusión, Porte de Lilas, La fiera de mi chica, Pasión de los fuertes, Obsesión, Ladrón de bicicletas, Humberto D, Ocho y medio, Viridiana, El ciudadano, A la hora señalada, Rashomon, Rebelión, Il Sorpasso, Los mónstruos, Los 400 golpes, Sin aliento, Hiroshima mon mmour, Jules et Jim, Vivir su vida, El evangelio según San Mateo, Reverendo en cohete, Arde París?, Los chantas. Y otras tantas.
La Cinemateca Uruguaya fue una aliada decisiva: ponía en manos de familiares nuestros material de calidad que pudiese soretar la censura y llegara nuestra pantalla. Nuestro agradecimiento eterno a la Cinemateca, a su alma mater Manuel Martínez Carril, así como a otras distribuidoras de la época que también aportaron lo suyo.
Cuando la selección de películas quedó a criterio de los militares pasamos a tener abundante cine de contrapeso, menudearon los westerns spaghettis, el cine bobo argentino de los 60 y 70 y, sobre todo cine de la más baja estofa, relleno de matinés de los años ’50 y ’60: kirguises, tártaros, romanos, vikingos, mongoles, cruzados, pésimos folletines de capa y espada…Fueron los peores momentos…
Los peores si exceptuamos el período – corto pero intenso – en que los militares se propusieron convencernos de las bondades de su gobierno a través de documentales de la Dirección Nacional de Relaciones Públicas (DINARP), organismo propagandístico de la dictadura.
A partir de octubre de 1983 y hasta el vaciamiento del penal en marzo de 1985, un advenedizo aparato de televisión a color reemplazó nuestro cine de planchada por inocuo pasatiempo de programas de televisión grabados previamente por personal militar.
En defintiva, la cárcel era la cárcel, y vaya si lo fue. Condiciones de prisión extremadamente severas que costaron la vida o el deterioro físico o psicológico irreversible de muchísimos compañeros, inevitables secuelas en la mayoría. No obstante ello, la vida carcelaria creó instancias de acercamiento al arte a través de la literatura, la música, la creación artesanal o el propio cine. El arte a modo de compensación, de alimento espiritual que resistía la rigurosa cotideanidad carcelaria. El arte como elemento liberador. La búsqueda de la libertad en otro lado, podría decirse. Durante diez años fuimos espectadores de cine, vimos cientos de películas, tuvimos nuestra sala. Con porteros uniformados y todo.
CHAPLIN, EL 151
Como calificados habitués, los espectadores de aquel cine supimos tener nuestro héroe de pantalla. Tal distinción, no demasiada original tal vez, recayó en Charles Chaplin. Para nosotros, presos políticos por luchar contra una sociedad esencialmente injusta, los códigos y valores de aquel vagabundo provocaban la inmediata identificación. Que tomara partido por los débiles, ridiculizara y se impusiera a los poderosos podría ser cuestión de ideología, pero que lo hiciera a través del humor o de la ternura no podía pasar desapercibido para nuestras fibras más sensibles.
Chaplin llegó con El Pibe a la pantalla, su primer largo de 1923. Llegó una noche de 1973 cuando aquella joyita del cine cumplía 50 años y nosotros, los presos políticos tuvimos el honor de conmemorarlo. Como que colgamos el póster en la pared de la celda.
Tiempos Modernos describía el summun de la explotación capitalista en su fase de industrialización. En nuestra visión reduccionista de entonces, Chaplin representaba a ese proletariado que tanto evocábamos en nuestra vida política interna. La Quimera del Oro presentaba algunas de las escenas más célebres de su obra. Se ha dicho que pocas veces el cine ha logrado una fusión tan perfecta entre lo tragicómico y la poesía.
De esa combinación de tragedia y humor se alimentaba, cotidianamente y de muchísimas formas, nuestra vida carcelaria. El amor, el recuerdo por la mujer ausente, real o imaginaria, palpitó siempre en el corazón de los presos. En El Circo y en Luces de la Ciudad nuestro héroe sintetizaba nuestro sentir..
En Monsieur Verdoux, ya en su era sonora, Charlot había dejado su lugar a un caballero de doble vida, respetable por un lado y asesino serial por otro. Aunque con pinceladas de humor, el tono de este Chaplin expresa su desencanto por el mundo en que vive. La crítica social emerge con amargura, el nihilismo había ganado al gran cineasta.
Nuestra empatía con Chaplin se fundaba, además, en su condición de perseguido político. Por sus ideas progresistas fue acusado de comunista y terminó su vida exiliado en Suiza. «Fui perseguido y desterrado, pero mi único credo político siempre fue la libertad», escribió en su autobiografía.
Charles Chaplin, Carlitos, nuestro héroe que bajaba de la pantalla, recorría planchadas haciendo de las suyas y tomaba mate en las celdas. Cuando nos enteramos de su muerte en 1977 la pena no fue tanta: él siguió entre nosotros. Tenía el número 151: pareció reservado para él ya que este número nunca fue adjudicado a ningún recluso.
UNA DE GARDEL
Dos características exteriores distinguían al Gordo Torres: su voluminosa figura y su número. Alto, obeso, a punto tal que los primeros meses debió usar indumentaria deportiva porque no había mameluco que le entrara. Y su número de recluso: encabezó la primera tanda que inauguró el penal y le tocó en suerte ser el 001. Imposible no reparar en él.
Y una forma de ser que parecía reforzar su figura. Extrovertido, charlatán, efusivo, con mucho boliche encima: era capaz de convencer a cualquiera de lo que fuere, a propios y extraños. Por lo demás, solidario a carta cabal y poseedor de un profundo sentido del humanismo.
Estos rasgos, así como tantas veces le permitieron traspasar límites reglamentariosa puro chamuyo, también le podían jugar en contra cuando lo recomendable era mantenerse calladito y pasar lo más desapercibido posible.
Cierta noche de enero del 82, en medio de un considerable «aprete», los presos nos sentamos en el suelo a la espera de la película de turno bajo el continuo apercibimiento de los milicos de mantenerse en orden y estricto silencio so pena de volver a la celda sancionado y sin cine.
Cuando los compañeros de la «comisión de cine» probaron la cinta en el proyector – como era habitual antes de que se apagaran las luces ycomenzara a rodar la película -, coincidió que en la imagen de prueba apareciese el nombre de la película a «estrenarse» aquella noche: El día que me quieras, uno de los títulos más emblemáticos de Gardel en el cine.
El Gordo Torres no se aguantó, ni bien observó el título de la película volteó su cabeza hacia la derecha y, emocionado, le dice «bajito» a compañero de la butaca de al lado: «Carlitos Gardel!!»… El grito desde atrás fue instantáneo, fulminante: «001 está sancionado, levántese y vuelva a la celda». Observé de reojo al Gordo mientras se incorporaba lentamente y su rostro tenía dibujada la imagen perfecta de la desazón. Creo que todos quiénes allí estábamos sentimos aquella sanción como propia.
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