El martes 15 de setiembre de 1995 tuvo lugar la premiere de Pecados capitales, o Se7en, como se la conoce en la jerga popular. Segundo largo de David Fincher, este policial pasó a la historia por su estética, que cambió el rumbo del género.
La historia original concebida por el libretista Andrew Kevin Walker hizo de Pecados capitales una muestra diferente del subgénero psycho-killer dentro del cine de suspenso, y hay que reconocer que era muy astuta. Apuntando a encontrar un nuevo gancho para el manido tema de los asesinos en serie, Walker inventó un encadenamiento de crímenes especialmente crueles y viciosos, mediante los cuales un psicópata pretendía castigar a ciertos culpables de cometer, con sus estilos de vida, alguno de los siete pecados capitales: avaricia, envidia, gula, ira, lujuria, orgullo y pereza. El asunto podía parecer bastante traído de los pelos, pero el tratamiento del libreto permitía muchas alusiones literarias a la Biblia, la Divina Comedia de Dante, El Paraíso perdido de Milton y Los cuentos de Canterbury de Chaucer, con lo que el espectador avezado pudo afirmar legítimamente que la película era un producto conceptualmente distinto al que de forma habitual surgía de las usinas del cine de Hollywood. ¿Qué lo hacía diferente? Que el autor del libreto, y la historia en sí misma, tenían cerebro.
Sin duda Pecados capitales es una película distinta. Si los psycho-killers son tan viejos como Hitchcock, lo cual quedó debidamente demostrado con Pacto siniestro, Psicosis o Frenesí, Pecados capitales en su planteo anecdótico en principio se movía dentro de los esquemas clásicos del subgénero: una investigación a cargo de dos policías, un veterano experimentado, al borde de la jubilación (Morgan Freeman), y un joven ambicioso e impulsivo (Brad Pitt). El resultado, que en los papeles no parecía tan innovador, bebía de fuentes tan dispares como la notable y olvidada Henry: retrato de un asesino en serie (John McNaughton, 1986) y la eficaz, aunque sobrevalorada, Silencio de los inocentes (Jonathan Demme, 1991). Teniendo en cuenta todo eso, hay que reconocer que Pecados capitales fue como tomar un vino añejo en una botella nueva, debido exclusivamente a su formulación estética.
El realizador David Fincher venía de una larga trayectoria como autor de videoclips, y había debutado en el largometraje en 1992 con la mediocre Alien 3. Por fortuna se alió al excelente fotógrafo Darius Khondji (el de Delicatessen), y juntos acompañaron en forma talentosa los alcances narrativos del inteligente libreto de Walker. Porque es en ellos dos que radicó la verdadera originalidad del film, la cual comienza desde la presentación de los títulos de crédito, una memorable concepción del diseñador gráfico Kyle Cooper, muy bien fotografiados por el malogrado Harris Savides. Pero el buen nivel continúa durante 120 minutos a través del refinamiento visual de los ambientadores Gary Wissner y Arthur Max Soheil, capaces de inventar una megalópolis impersonal y hostil, definitivamente sumida en brumas, lluvia constante y enormes niveles de polución, una ciudad rendida a una cosmovisión depresiva y a una concepción desencantada y abrumadoramente negra de la vida, típica de aquel fin de milenio que por entonces se vivía, en el cual algunos querían ver elementos determinantes de algo que supo llamarse posmodernismo.
Esa suerte de pesimismo existencial se vio reflejada no sólo en el plano estético, sino además en el anecdotario. Al contrario de otros thrillers, donde toda la perversidad y desasosiego se concentraba en la figura del asesino, Fincher tiñó su película a la manera del clásico cine negro, sumiéndola en un desencanto existencial mediante la agresividad que desprendían los asesinatos, y fundamentalmente en la podredumbre que pretendía destapar el psicópata. Ese inesperado enfoque de las aristas más filosas de la anécdota condujo a que el malestar impregnara al espectador desde el inicio. El giro narrativo final no era una mera vuelta de tuerca, sino la lógica quintaesencia que necesitaba un thriller nihilista como éste. Al contrario de lo que sucedía en otros films, aquí la captura del asesino (cuya presencia pesaba a lo largo de todo el metraje, aunque físicamente no apareciera hasta los veinte minutos finales) no se traducía en la victoria, sino en la derrota moral de los protagonistas.
Pecados capitales era hermana de sangre de la estética manifestada por entonces en el mundo de la moda, a través del surgimiento exitoso de modelos con características más oscuras y siniestras, que nada tenían que ver con la concepción habitual de las “muñecas” que se movían en ambientes asépticos, hermosos y, por ende, irreales. La mayor prueba de ello la da el look anti galán del detective Brad Pitt, que confirmó aquí sus carencias interpretativas, ocultas en Thelma y Louise y Nada es para siempre, pero reveladas en Leyendas de pasión, Entrevista con el vampiro y 12 monos. Equivocadamente, Pitt pensaba por entonces que actuar bien significaba tener siempre un mismo tic (rascarse la cabeza en forma simiesca), realizar un mismo tipo de roles y volcar un arsenal de gratuitas gesticulaciones, heredadas de sus admirados Robert De Niro y Jack Nicholson. Lo único que logró con ello fue desperdiciar olímpicamente la oportunidad dramática que le ofrecía la secuencia final, que Pitt tiró por la borda manejando su revólver con un mismo gesto repetido hasta el hartazgo. Por suerte, el hilo conductor del film era Morgan Freeman, excelente gracias a su habitual economía de recursos, aunque también debe mencionarse a Kevin Spacey, cuya presencia en los minutos finales provocó el milagro de tornar verosímil la más rebuscada vuelta de tuerca de una historia caracterizada, precisamente, por sus inteligentes rebuscamientos.
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