En 1976, cuatro años después de haberse retirado, Carol Reed moría en Londres y provocaba la siguiente declaración de Graham Greene: “Es el único cineasta que conocí que rebosaba calor humano y simpatía, que sabía sacar lo mejor hasta del trabajo más ínfimo, que poseía remarcable vigor para el montaje y que tenía el talento de saber escuchar los requerimientos de un autor y la habilidad de guiarlo a buen puerto”. Mi sorpresa ante tal reconocimiento fue mayúscula, porque ése no era el Reed que yo había visto hasta entonces (las costosas pero fallidas Trapecio, La llave y La agonía y el éxtasis). Recién en 1979 pude apreciarlo como era debido gracias a sus memorables Larga es la noche (1947), El ídolo caído (1948) y El tercer hombre (1949), exhibidas en Cinemateca. Estoy convencido que esas tres joyas no pertenecen exclusivamente a Reed, sino que son resultado de una unión de talentos. No le niego al director su sólido oficio, pero ni antes ni después rozaría el nivel de magisterio mostrado en ese brillante momento de su carrera. Porque en lo previo Reed era autor de 14 títulos, la mitad de los cuales fueron tareas de clase B para la Ealing, y en la otra mitad había lugar para un drama, un thriller, una comedia, una adaptación literaria, un biopic y dos films bélicos, uno de ficción y otro documental. Pero ni siquiera en esos dos últimos títulos, muy logrados (Temple de acero, Verdadera gloria), Reed manifestó tener una estatura de verdadero creador. Tampoco después, ya que del lote final de sus películas sólo Oliver (1968) y Nuestro hombre en La Habana (1959) son rescatables.
El ídolo caído había iniciado la colaboración de Reed con el productor Alexander Korda y el escritor Graham Greene, pero cuando volvieron a juntarse para El tercer hombre canjearon esa sobriedad por una estética encandilante y artificial. Lo esencial de este film está en la inteligente estratagema ideada para convertir un romance policial en una lección de cine. El tercer hombre no es un penetrante estudio de los problemas de la posguerra europea, no adopta ningún punto de vista acerca de su trama ni presenta mensajes. Es sólo una obra diseñada para excitar y entretener, pero la dosis de sabiduría que contiene la eleva por encima del promedio en que se desenvuelve este tipo de obras.
Todos conocemos la historia del autor de novelitas baratas (Joseph Cotten) que llega a la sórdida y ruinosa Viena para trabajar con un amigo de la infancia, y se ve envuelto en una serie de intrigas tejidas en torno a la muerte de éste, complicadas por la aparición de un oficial británico (Trevor Howard), la amante del muerto (Alida Valli) y un sádico, enigmático y simpático tercer hombre (Orson Welles), que termina siendo la clave del asunto. En ese triunfo del artificio un primer golpe de genio de sus responsables (Reed, Greene, Korda, incluso Welles) fue haber elegido un tema inusual por entonces, como era el del mercado negro de cadáveres y el tráfico ilegal de penicilina en la Viena de posguerra. Otra muestra de inteligencia fue recurrir una vez más al eximio Robert Krasker que, como en Larga es la noche, volvió a utilizar aquí su mirada expresionista para plasmar un inolvidable retrato de la ciudad, con sus calles neblinosas y mojadas que resaltaban la sordidez del ambiente y sus personajes. Otras dosis de talento asoman en la antológica persecución final por la gran cloaca de la ciudad, un tour de force de sonido y ambientación difícil de superar. Y una definitiva genialidad resultó la elección de la música de Anton Karas, un acompañamiento de cítara que marcó toda una época en las composiciones para cine.
Nunca me interesó mucho el famoso conflicto por la autoría de esta película. Como dije, me inclino a pensar que es resultado de una unión de talentos, en grado quizás más acentuado aún que Larga es la noche. La ambientación de la historia parece que se le ocurrió a Korda, quien citó a Greene y le propuso desarrollarla. La leyenda dice que el novelista esbozó las líneas esenciales del libreto en una servilleta que entregó al productor, y allí se selló el trato. Eso sindicaría a Reed como director por encargo. Sin embargo, éste manifestó la suficiente autoridad como para negarse a los requerimientos del coproductor David O. Selznick, que no quería a Welles y además pretendía imponer a Cary Grant o James Stewart para el rol de Joseph Cotten: la firmeza del cineasta para resistirse a Selznick no es la de un asalariado precisamente. Sea como sea, alguien (¿Welles, Reed, Greene?) resultó responsable por la escena más inteligente de la película, la sarcástica conversación entre Welles y Cotten en la rueda gigante. Lo que sí pertenece a Welles y Krasker es la proliferación de insólitos ángulos de cámara que agrandan o achican figuras en el cuadro, y las enormes sombras en las paredes que, por singular efecto lumínico, reflejan los perfiles originales en forma desproporcionada.
A 70 años de su estreno, el goce de revisar un film tan moderno como sigue siendo El tercer hombre puede complementarse con el ensayo documental del director Frederick Baker Shadowing the Third Man (2004), proyectado varias veces por cable y que puede bajarse por Internet. Baker crea un fascinante vistazo “detrás de cámaras” en el rodaje del film, incluyendo numerosas entrevistas a sus responsables. Asimismo revisa varias locaciones de Viena en la actualidad y las compara con el estado que presentaban en 1949. Se detalla además la larga batalla entre Korda y Selznick por imponer sus puntos de vista a la empresa. Al igual que la película original, este documental no tiene desperdicio alguno.
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