Ya se sabe que la mejor época del western fue la década del 50. El género se desprendió de la tutela específica de los cineastas John Ford, Howard Hawks y Raoul Walsh, y dejó de ser “relleno de matinées”, para acceder a un nivel de calidad que perfectamente podía integrar la sesión nocturna de las salas de exhibición. Y aunque Ford y Hawks brindaron por entonces Más corazón que odio y Río Bravo, esos fueron los años de realizadores que no pertenecían al western: Fred Zinnemann en A la hora señalada, George Stevens en El desconocido, Nicholas Ray en Mujer pasional, Delmer Daves en El tren de las 3.10 a Yuma y William Wyler en Horizontes de grandeza. Esa también fue la época del sólido Anthony Mann, que en los años 50 entregó diez westerns que, si rindieran examen, cubrirían la gama del bueno al sobresaliente. La mitad del lote estuvo protagonizada por James Stewart, actor que hasta ese momento rara vez había incursionado en el género.
Todo comenzó en 1950 con Winchester 73, un western redondo, de estructura perfecta y a la vez emocionante, del cual este domingo se cumplen 70 años del estreno. La dupla Mann-Stewart es importante en el western porque supuso una innovación significativa en el género, y porque además marcó un antes y un después en la carrera del actor, y en la percepción que tenían de él sus fans. Lo de Stewart con Mann marcó la evolución del héroe del western hacia un terreno de ambigüedad moral: los límites entre el bien y el mal ya no estaban tan claros y los héroes de Mann eran psicológicamente complejos, pero esa complejidad tenía el rostro de un actor cuya propia presencia poco tenía que ver en psicología y comportamientos con los de John Wayne o Gary Cooper, paradigmas del género hasta entonces.
Winchester 73 tiene un mecanismo de construcción circular perfecto, que posibilita no sólo un buen ritmo sino un relato inquietante, una intriga que atrapa y unos personajes muy atractivos. El título se refiere a un rifle mítico que va pasando por distintas manos, cuyo periplo va unido a una historia obsesiva de venganza, con complejos lazos familiares y un misterio a desvelar, que recién llega a su culminación cuando el personaje femenino encuentra una determinada fotografía. Como ya se dijo, este western significó dos cosas en la carrera de Stewart. Una a nivel profesional (cambió los códigos de relación entre el actor y la productora Universal), y otra respecto a su imagen proyectada. Por esta película Stewart no recibió salario, sino que firmó una cláusula en la que se especificaba que recibiría un elevado porcentaje de las ganancias de la película. Y Winchester 73 funcionó muy bien, lo que confirmó que las reglas se transformaban y la caída del sistema de estudios se avecinaba. Los actores adquirieron un poder sobre sus carreras inimaginable en la década anterior, y comenzaron a negarse a ser simples marionetas de los magnates.
Por otra parte, Stewart había proyectado desde sus inicios una imagen bonachona al espectador, del cual se alimentaron en forma muy especial sus comedias a las órdenes de Frank Capra. Su personaje habitual era un hombre bueno, coherente, recto, idealista, amable y bondadoso. Anthony Mann complicó esa imagen, porque introdujo ambigüedad y un costado sombrío al héroe bueno. Revistió de humanidad a personajes moralmente complejos, como es el héroe de Winchester 73, un hombre obsesivo, vengativo, violento, aunque nos posicionemos siempre a su lado, porque a la vez es un buen amigo, respetuoso y valiente. Pero no se queda tranquilo ni encuentra un atisbo de paz hasta culminar lo que se ha propuesto: una venganza. De paso, los límites del bien y del mal para llevarla a cabo se tambaleaban continuamente.
Desde Winchester 73 en adelante Mann daría cada vez más importancia al componente psicológico, narrando historias difíciles y complejas (y por ello más atractivas), sin por eso dejar de respetar las claves del género y su mitología particular. En Winchester 73 aparecen indios, chicas de salón, el Séptimo de Caballería, forajidos, diligencias, carros y personajes míticos (Wyatt Earp o Custer, al que nombran varias veces). Además, hay un dominio de la narrativa y la puesta en escena sin igual, que permite momentos tan brillantes como el concurso al inicio del film, donde arranca la acción: la presentación de los personajes principales y del conflicto mientras se celebra ese certamen para ganar un rifle mítico es un mecanismo de arranque perfecto desde el punto de vista narrativo.
Además de Stewart y su contrincante Stephen McNally (actor que nunca fue una estrella, pero tuvo una carrera con títulos estupendos), la galería de buenos intérpretes es fuente de satisfacción continua para el cinéfilo. La chica de salón (personaje que pudo ser plano, pero está resuelto con un montón de matices y detalles) está muy bien interpretada por Shelley Winters. El forajido vanidoso y algo psicópata, pero con gran sentido del humor, no podía ser otro que el magnífico Dan Duryea. El mejor amigo de Stewart tiene el rostro de Millard Mitchell, uno de esos secundarios siempre efectivos. Y otra cosa que vale la pena es buscar a dos actores que empezaban su carrera y pronto serían estrellas: Rock Hudson, ataviado de jefe indio, y Tony Curtis como soldado del Séptimo de Caballería.
El dúo Mann-Stewart empezaba aquí una colaboración en el western que continuaría con Horizontes lejanos (1952), El precio de un hombre (1953), Sin miedo y sin tacha (1954) y Hambre de venganza (1955), pero ya en esta temprana Winchester 73 dieron una película de estructura perfecta que, además de lidiar con la mitología y las claves del western, proporcionó una nueva mirada y significó un paso más para el género.
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