Adelanto del libro de Antonio Ladra: La Bala

La memoria es un legado. Esta frase resuena con fuerza en el nuevo libro de Antonio Ladra, “La bala”. Más que una simple narración, es una inmersión en la vida de Pedro Cribari, un hombre cuya historia personal es, a la vez, el retrato de una generación. A 50 años de haber sido herido durante la dictadura cívico-militar uruguaya, Pedro descubre que la bala que aún lleva en su cuerpo no es la que siempre creyó. Este hallazgo, en apariencia insignificante, desata una búsqueda profunda que entrelaza la memoria individual con la colectiva.

Lo que sigue es un adelanto de “La bala”, especialmente para Voces.

Buscaban sumisión

Por las mañanas, Pedro trabajaba en un estudio en la Ciudad Vieja, la Inmobiliaria Pirineos. Por las tardes se convertía en Andrés Martínez, militante clandestino que se movía entre fábricas y barrios obreros. Y volvía a ser Pedro por las noches, cuando regresaba a su casa en la calle Pérez Castellano, donde Cristina lo esperaba con una panza inmensa y cierto agotamiento. El traqueteo de la llave en la cerradura le indicaba que Andrés Martínez había vuelto a ser Pedro.

Cristina, con el cuerpo pesado y la mente siempre alerta, repasaba de memoria los detalles del día: las pataditas del bebé, las noticias en la radio, el transcurrir de la vida misma.

Un viernes otoñal tomé un café con Pedro en su ahora lugar habitual, casi una oficina donde lo conocen los mozos: la cafetería del Palacio del Café, en el Mercado Agrícola. Esa tarde recordó —con una sonrisa clavada en la cara— la última cena que había tenido con Cristina antes de caer preso.

—Me parece que la voy a quedar —le dijo en voz baja—. Vamos a cenar. Tengo ganas de comer un massini.

Sabía, lo sabía con una certeza extraña, que ese postre tan uruguayo iba a ser el último en muchos años.

—Fuimos al bar Triunfo, en Cerrito y Colón. Cenamos tranquilos. Aquel massini fue un gusto que nos dimos. Lo saboreé despacio, en cada cucharada.

Ese rectángulo de diez por seis, relleno de crema batida con yemas y cubierto de azúcar quemada, fue su manera de vencer al miedo. De ganarle tiempo a lo que ya parecía inevitable.

—Me parece que la voy a quedar…

Cristina lo miró, le tomó la mano. Instintivamente, se llevó la mano a la panza. Sintió que el bebé se movía.

—¿Por qué no nos vamos? —preguntó.

—Ni se me pasa por la cabeza —respondió él, como quien firma su destino en un documento en blanco.

Fue detenido a la mañana siguiente, el viernes 16 de mayo de 1975, sin preámbulos ni aspavientos. Violentamente. Su detención, como la de otros militantes, fue la antesala de la llamada Operación Morgan, que marcó la debacle de la estructura del Partido Comunista.

Ese mismo día, Junko Tabei, una alpinista japonesa de treinta y cinco años, fue la primera mujer que alcanzó la cima del monte Everest, pero Pedro no lo supo.

Los policías cayeron en la oficina de la inmobiliaria. No hubo orden judicial ni aviso, solo dos hombres vestidos de civil que entraron como clientes, lo cercaron, lo tomaron del cuello, la corbata se le estranguló brevemente en anticipo de la asfixia que vendría. Lo sacaron de su escritorio como a un bulto y después salieron a la calle con él del brazo, tranquilamente, y lo metieron adentro de un auto. Nadie preguntó. Ya había dictadura. Preguntar era subversivo.

El viaje fue un borrón de imágenes urbanas. Semáforos. Rojo. Amarillo. Verde. El miedo creciendo como un nudo en el estómago. En el camino pensó en las últimas horas de libertad, la cena en el bar Triunfo, porque ya sabía, o intuía, que el encierro iba para largo.

Dicen los neurólogos que el cerebro registra escenas. El suyo capturó quién estaba del otro lado de la mesa, cómo olía el ambiente, qué música se pasaba desde la radio de la cocina. Y todo eso —olor, sabor, voz, humedad— se guardó en algún lugar de la cabeza, como esas cosas que uno no sabe que recuerda hasta que vuelven solas.

Décadas después evoca principalmente el fuerte olor a azúcar quemada del massini, ese postre dulce y perfecto que fue lo último que probó antes de entrar en el infierno. Su paladar, su estómago, su sistema nervioso entero asociaron el postre con la celda, con los golpes. El aroma del postre lo devuelve al calabozo.

El cuerpo no olvida, dicen. Ni el estómago. Porque la memoria no es solo un asunto del alma: también vive en las vísceras. Y a veces, sin pedir permiso, se activa con una cucharada de crema o con un bizcochuelo. Entra por la lengua, se instala en el estómago, y de ahí trepa como si fuera una espina hasta el pecho.

Por eso, Pedro nunca volvió a probar un massini. Ni siquiera lo mencionaba. Como si al nombrarlo pudiera volver a sentir, con toda su crudeza, aquel sabor dulce que marcó el inicio del horror.

Lo llevaron primero a su casa en la calle Pérez Castellano, que fue allanada en busca de papeles, nombres, fichas, libros. Después al Departamento N.º 6 de la Dirección Nacional de Información e Inteligencia (DNII).

En la casona de Maldonado y Paraguay no había ventanas abiertas y apenas si entraba luz. El aire olía a sudor rancio, orina y desinfectante barato que no lograba enmascarar la fetidez: un hedor espeso envuelto en un silencio preñado de amenazas invisibles. Las paredes húmedas parecían susurrar historias de dolor.

Los días se disolvían en la oscuridad. Lo dejaron de plantón, descalzo, junto al baño de donde brotaban aguas servidas: mierda, orín, vómito. Todo mezclado.

Las sesiones eran interminables. Interrogatorios brutales. Golpes secos.

El cuerpo se rompía. La cabeza no paraba.

Pedro intentaba concentrarse en Cristina, en la imagen de su rostro sereno mientras acariciaba su vientre abultado. Imaginaba el momento exacto en que su hijo llegaría al mundo, su primer llanto, la calidez de su pequeño cuerpo en los brazos de su madre. Esas imágenes eran su refugio, un faro de esperanza en la oscuridad que lo envolvía.

Esos pensamientos se veían interrumpidos por los ecos persistentes de la noche anterior y la anterior y la otra. Los gritos. No los suyos, aunque también habían estado allí, desgarrando su garganta y su dignidad. Eran otros gritos, voces guturales, muchas veces quebradas por el dolor, que parecían provenir de alguna parte lejana del edificio. El cuerpo de Pedro pronto se convirtió en un mapa de contusiones, su mente en un laberinto de terror. Lo sumergieron en agua sucia hasta que creyó que el pecho se le abría por dentro. No buscaban respuestas: buscaban sumisión.

Después de una sesión particularmente larga lo arrojaron en un rincón de lo que parecía ser una sala de descanso, o quizás un depósito. Quedó tirado, semiinconsciente, y así, como estaba, fue despertado. No tenía idea de cuánto tiempo llevaba ahí:

—Manda a decir tu familia qué nombre le querés poner a tu hijo.

—Cualquiera —respondió Pedro—. Yo qué sé… cualquiera.

Desde allí vio cómo arrastraban a otro hombre y lo metían en un cuarto. Le decían el Argentino, a veces el Rosarino. Era flaco, de pelo enmarañado, y se reía. Reía todo el tiempo. Una risa aguda, continua, como un tic, como un grito deformado. Esa risa los sacaba de quicio.

Pedro, inmovilizado, solo podía escuchar la tortura infligida al otro hombre. Cada quejido, cada risotada forzada, le taladraba el alma. La desesperación del Argentino se manifestaba en esa risa macabra, un escudo frágil contra el dolor insoportable.

—Traé a la Momia —ordenó uno.

El que llegó después caminaba lento, como si cargara siglos en los hombros. Nadie lo llamó por su nombre. Solo la Momia. Su presencia emanaba una calma siniestra. Traía una toalla, un balde. Sin mediar palabra, prepararon el «submarino». Pedro, impotente testigo, escuchó los estertores, la lucha desesperada por respirar, arcadas y luego un silencio abrupto, más aterrador que cualquier grito.

Hubo un momento, un segundo apenas, en el que algo se quebró en el aire. Una alarma muda. Era miedo. Los torturadores se miraron entre ellos. Uno de ellos ordenó:

—Hay que limpiar esto. No puede haber pruebas.

En medio de esa confusión, un instinto de supervivencia se encendió en Pedro. Con el cuerpo entumecido pero la mente alerta, ya sin capucha, se arrastró, se apoyó en las paredes y alcanzó la escalera. El policía que debía cuidarlo estaba profundamente dormido. Roncaba. Aún mojado, temblando, abrió la puerta. Nadie lo vio. El policía seguía dormido.

Subió una escalera. Otra. Llegó a la azotea. El viento le pegó en la cara como una bofetada. Desde allí, distinguió la calle Maldonado, los balcones, los árboles. Estaba descalzo, empezó a girar sin rumbo en la azotea. De pronto no supo qué hacer, no había plan, nunca lo tuvo. Volvió a bajar por la escalera y se arrepintió. Regresó a la azotea y en ese trillar de un lado para el otro se dio contra el vidrio de una claraboya.

Y ahí, en ese momento absurdo y desolado, dudó. No por estrategia. No por cansancio. Dudó porque se vio a sí mismo. Mugriento, con la camisa rota, golpeado, con moretones, el cuerpo hinchado y sin zapatos. Sentía que era un espanto, una agresión visual.

Y aunque no había nadie cerca —ni testigos, ni cámaras, ni vecinos asomados todavía—, sintió un pudor devastador. Como si presentarse así ante el mundo fuera una afrenta.

Tuvo vergüenza y tuvo miedo. La vergüenza y el miedo habían nacido juntos. El miedo paraliza. La vergüenza inmoviliza. El miedo dice: «Te van a atrapar». La vergüenza susurra: «Y vas a dar lástima».

Esa voz, esa maldita voz, lo frenó. Lo hizo bajar. Lo hizo volver a subir. Lo hizo dudar de si tenía derecho a la fuga. Porque incluso ahí, en el umbral del horror, el cuerpo no olvida lo que el alma todavía intenta negar.

Porque la vergüenza no llega después de los golpes: nace con ellos. Se instala. Respira con uno. Y le decía al oído: «No podés dejarte ver así. No podés».

 Fue entonces cuando el golpe contra el vidrio hizo ladrar a una perra que vivía allí en la casona. Fue entonces cuando todo volvió a acelerarse, a moverse.

Se agachó temblando, no sabe si de frío o de miedo. Escuchó que desde abajo subían los gritos para hacer callar al animal y después otros gritos, de otro tenor:

—Falta uno, se escapó.

No lo pensó. Corrió y, sin dudarlo, con la desesperación como único impulso, se lanzó hacia las ramas de un árbol corpulento que se alzaba junto al edificio, un plátano viejo, ancho, fuerte. Se aferró a la madera áspera con las piernas y los brazos. Y gritó. Gritó todo lo que le habían hecho. Lo que les habían hecho a otros. Gritó el nombre de su esposa. Gritó el número de teléfono de su familia. Gritó que habían matado a un hombre. Gritó por miedo. Gritó por rabia.

Esa madrugada, las ventanas de los apartamentos vecinos se abrieron. Sintió el ruido de persianas que se levantaban. Gente que salía a los balcones. Creyó ver a un niño tomado de la mano de su madre. Los autos frenaban. Desde abajo, varios hombres lo apuntaban con armas. Los milicos le ordenaron que bajara. Pedro pedía un auto de alguna embajada, era su única esperanza de salir con vida. Decía que no bajaría sin garantías. Así con ese tire y afloje estuvieron una media hora, hasta que se cansaron.

Alguien gritó: «Está armado, está armado». Entonces dispararon.

El primer disparo pasó cerca, le hizo vientito en la mejilla. El segundo le rozó el costillar. El tercero le entró por el costado derecho, limpio. Cayó. Apenas sintió el manotazo de alguien que lo intentó frenar antes de tocar el suelo. Después, nada.

No recuerda si gritó. Solo que, cuando abrió los ojos, estaba tirado dentro de una camioneta policial que iba a gran velocidad y que pudo atisbar las luces de los bares de 8 de Octubre y Garibaldi, de un lado el Mera y del otro el Sirocco. Y después pudo escuchar a alguien que decía «Torácico, no pulmonar» y a otro que decía «Se cayó de una escalera». Entonces se dio cuenta de que lo llevaban al Hospital Militar.

 Ahí lo operaron tres cirujanos: Juan Castiglioni, Guillermo Piacenza y Jorge Traibel, pero no le extrajeron la bala. Trece días después, contra la recomendación de los médicos, lo arrancaron de la cama y lo devolvieron a la pesadilla del encierro. Esta vez, al cuarto piso de la Jefatura de Policía de Montevideo, en San José y Yí, pleno Centro. Allí lo aislaron. Solo lo sacaban para hacerle curaciones y cambiarle el yeso de las muñecas fracturadas por la caída desde el árbol. Durante los días que estuvo en el hospital fue todo incertidumbre, hasta el traslado, hasta que dejaron entrar a Cristina, su esposa.

Ella lo abrazó sin decir nada. Y Pedro, con la voz apenas audible, susurró:

—Lo mataron. Y nos mataron un poco a todos.

RECUADRO

Presentación el jueves 9 en la Feria del Libro

El libro será presentado por la actriz y directora teatral Gabriela Iribarren y el periodista Gabriel Pereyra el jueves 9 a las 20 horas en la sala Dorada de la Intendencia, en el marco de la Feria del Libro.

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