Adelanto del libro de Antonio Ladra, Vidas en rojo y negro.
De la guerra civil española al Uruguay batllista. Editorial Planeta. Seix Barral. Biblioteca Breve.
A eso de las diez de la mañana de aquel domingo 18 de noviembre de 1984, como hacía todas las mañanas desde el comienzo de la primavera, Sol Ladra Pérez salió un rato al balcón de su casa sobre el bulevar Batlle y Ordóñez a tomar el fresco y también a distraerse un poco.
Vestido con una polera marrón y detrás de unos aparatosos lentes de gran aumento —aquellos que llamábamos culo de botella—, recién operado de cataratas, se sentó en una silla de cármica oscura a observar, como podía, desde el balcón de su apartamento del primer piso, el movimiento de la calle. El edificio azul era el más alto de la cuadra. Allí estaba Sol cuando sintió primero algunas voces, gritos coordinados y banderas rojas y negras que ondeaban, mientras una multitud se desplazaba despacio. Era el cortejo fúnebre de Adolfo Wassen Alaniz, un joven guerrillero tupamaro que había muerto en el Hospital Militar por un cáncer que nunca fue tratado debidamente. La camioneta negra que encabezaba la larga caravana llevaba en sus entrañas un cajón simple, envuelto en una bandera, y encima una parva de flores de todo tipo, apiladas como se podía, tratando de que no cayeran al suelo.
A Adolfo Wassen Alaniz le decían El Nepo, tenía apenas 38 años y era uno de los rehenes de la dictadura uruguaya, que para esos días ya tenía fecha de vencimiento, pero que aun así no aceptó darle la libertad anticipada para que pudiera morir en su casa, ni siquiera cuando hizo una huelga de hambre, ni aun cuando miles y miles de voces pedían por su amnistía, ni cuando desde todas partes del mundo llegaron petitorios para que, en sus últimas horas como dictador, Gregorio Álvarez demostrara un poco de humanidad y le diera al Nepo la posibilidad de morir con los suyos. No hubo caso. Wassen murió preso. Solo así fue liberado. Lo dice un documento oficial de la dictadura: «Liberado el 17 de noviembre de 1984 por fallecimiento».
Sol, ya enfermo, casi ciego, vio las manchas rojas y negras de las banderas en la calle, borroneadas por la luz de la mañana, flameando en la suave primavera, escuchó aquellas voces que pronunciaban palabras que él no llegaba a discernir, y aquello lo trasladó en el tiempo y el espacio, medio siglo atrás y al otro lado del océano, a los años 30 en Santander, a su lejana Cantabria, al frente norte, donde luchó en defensa de la República española contra la sublevación militar liderada por Francisco Franco.
Su memoria, ya frágil en ese tiempo, cedió.
Hacía muchas décadas que había abandonado España. Mucho tiempo había transcurrido desde que había dejado atrás la tradición de su nombre cristiano, José, para llamarse plenamente Sol. La sonrisa, que también había desaparecido de su rostro hacía un tiempo, volvió a florecer. Y el canto, igualmente abandonado, regresó: empezó con una voz, finita y débil, a entonar aquel himno anarquista que solía corear con sus hermanos.
Negras tormentas agitan los aires
nubes oscuras nos impiden ver.
Aunque nos espere el dolor y la muerte
contra el enemigo nos llama el deber.
—¿Qué pasa, hombre? —preguntó desde la cocina Pilar, que hacía mucho tiempo que no lo escuchaba cantar.
—Oye, Pilar, al fin hemos triunfado. He visto flamear las banderas rojas y negras, hemos triunfado —respondió.
Después, Sol dejó el balcón, entró en la casa apoyado en un bastón de madera sobado en el mango de tanto uso; se dejó caer en su sillón de cuerina marrón y se durmió.
En la vieja radio Philips a válvula sonaban Los Churumbeles de España, que cantaban «El beso».
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