Adelanto del libro de Carlos Liscano «Esperando a los tártaros»
Carlos Liscano fue dramaturgo, poeta, periodista y narrador.
Fue director de la Biblioteca Nacional entre 2010 y 2015. Obtuvo el Primer Premio Nacional de Literatura del Ministerio de Educación y Cultura en las categorías teatro, narrativa y poesía. Fue tres veces galardonado con el Bartolomé Hidalgo, que otorga la Cámara Uruguaya del Libro, una de ellas en la categoría trayectoria. Recibió la orden de Caballero de las Artes y las Letras por el gobierno de Francia. Sus obras han sido traducidas a inglés, francés, portugués, catalán, italiano, árabe y sueco.
Publicó más de cuarenta títulos, entre ellos: La mansión del tirano (1992), El camino a Ítaca (1994), El furgón de los locos (2001), El escritor y el otro (2007), Oficio de ventriloquia. Relatos 1981-2011 (vol. 1 y 2) (2011), Escritor indolente (2014), Vida del cuervo blanco (2015), Los orígenes (2019) y Cuba, de eso mejor ni hablar (2022).
Su último libro publicado fue el ensayo Esperando a los tártaros. Utilidad de las Fuerzas Armadas. Carlos murió en la fecha en la que iba a presentarse, el 25 de mayo de 2023. Apunta Alfredo Alzugarat en la contratapa: «En los años de la dictadura, en una celda del Penal de Libertad, Carlos Liscano lee por primera vez El desierto de los tártaros, una obra de Dino Buzzati fechada en 1940 en una Italia dominada por el fascismo. El impacto de la lectura lo acompañará siempre. […] Ahora, siguiendo otra vez los pasos de Giovanni Drogo, ese soldado que parte con destino a la nada, Liscano no solo comprenderá definitivamente una oscura etapa de su propia trayectoria sino que desmenuzará la rutina de la vida militar, el hastío implacable que “reseca los sentimientos” y embrutece al individuo, la obsesión por el orden, el desprecio a los civiles, el miedo a la libertad».
Este es un extracto de ese libro.
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Los militares, si no fueran un peligro, serían una risa. La cosa está en que, si bien son un peligro, también son una risa.
Disciplina y obediencia. Les gusta desfilar alineados, en orden, correctos, duritos, bien planchados, bien lustrados. Derecha, izquierda, derecha, izquierda. Una vida preparándose para matar. Cuando llega el día, la mayor parte de los muertos siempre son civiles.
Empiezo a escribir y me prometo no ponerme demasiado irónico con este asunto. No sé si lo conseguiré. Pese a los años transcurridos, por momentos la distancia con lo que quiero contar se vuelve mínima. Como si algunos hechos estuvieran ahí cerca, hubieran ocurrido la semana pasada. Existe el riesgo de que el malestar conmigo mismo que me dominó durante años se me imponga y acabe envenenando el texto. Espero que no sea así.
Escribo sobre la lectura de una novela que ha sido fundamental en mi vida en los últimos cuarenta años. O más. Ha sido fundamental para mí como escritor y también ha sido fundamental para ayudarme a entender algunas etapas de mi historia y para entenderme en general. Espero que sea un homenaje a esa obra y a su autor. Hablo de El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati.
Fui militar y reconozco que no fui bueno. Me faltaba «vocación» por lo castrense. Pero no solo. También me faltaba todo lo demás. Aunque tampoco era demasiado malo. Dicho de otro modo: no se necesita mucho para ser un militar pasable y creo que yo encajaba bien en esa categoría, aunque fuera el último de la fila.
Lo mío fue completo. Quiero decir, fue completamente estúpido. Iba a ser oficial y nunca llegué a ser nada. Por fortuna. Entré como «servidor» a los dieciséis años. En ese momento, febrero de 1966, se terminó mi adolescencia. Cuando empecé a escribir, febrero de 1981, hacía casi nueve años que estaba preso en una cárcel militar. El absurdo, la gran contradicción de mi vida, radica en que, pese a mi carencia de interés y a lo demás que me faltaba, y pese a mi rechazo a todo lo militar, viví diecinueve años en instituciones castrenses, cuarteles y cárceles.
Al salir en libertad me faltaban cuatro días para cumplir treinta y seis años. Entonces había pasado más de la mitad de mi vida entre militares. ¿Debería considerar que irremediablemente eso me perdió? Creo que no del todo. Si algo me salvó fue la solidaridad que conocí en la cárcel y que allí me hice escritor.
Esas dos experiencias, el cuartel y la cárcel, marcaron mi vida para siempre. Creo que el centro de mi escritura tiene que ver con el encierro. Escribir fue el intento de buscar algo de libertad. Sin decírmelo, sin entenderlo, escribiendo, buscaba oscuramente lo que necesitaba para seguir vivo. Agrego: hoy no sé vivir sin escribir. Tampoco sé qué valor pueda tener esto. Se lo puede ubicar entre la excusa y la vanidad.
Pregunta retórica: dedicar cuarenta años a escribir, ¿no es también una forma del encierro?
[…]
Cuartel, cárcel y monasterio tienen muchas similitudes. De estas tres instituciones conozco dos. En las que conozco, cuartel y cárcel, dominan dos tipos de aburrimiento. El de la soledad y el del aislamiento de la cárcel es profundo y deja marcas en el alma. Si la prisión es prolongada, afecta la conducta para toda la vida. Eso lo saben bien los expresos. Aunque no se les note en la vida cotidiana, los años de cárcel están en sus conductas. Pero el aburrimiento del cuartel es peor porque es como un manto de plomo que hay que arrastrar día a día. Por eso no es aburrimiento, es acedia. Del aburrimiento se sale. La acedia hace que el individuo no le encuentre sentido a la vida.
El preso está en la cárcel por obligación; el militar está en el cuartel porque quiere y la vida que lleva le gusta. O no le gusta, pero es la única que conoce. El elefante que tiene la pata atada a una pequeña estaca no huye. Podría arrancar la estaca con facilidad, pero así ha vivido desde que nació. Giovanni Drogo está ligado al lugar por «míseras cosas […]: el entorpecimiento de los hábitos, la vanidad militar, el amor doméstico a los muros cotidianos». Esa es la «estaca» de los oficiales.
Una similitud curiosa entre presos y militares. Se conocen desde siempre casos de presos que, luego de estar mucho tiempo en la cárcel, no quieren salir en libertad. Se comprende por qué. La vida, después de tanto tiempo, solo tiene significado en el encierro […]. Del otro lado de la alambrada está esa variante del desierto que para el preso es la sociedad, donde moran los tártaros que no conocen la cárcel. Igual que a Giovanni, probablemente no haya quien espere al que ha estado muchos años en prisión.
El miedo paraliza al individuo. Lo mismo da que sea el miedo que genera la cárcel o el que genera el cuartel. La libertad y la calle son lo desconocido, causan temor. Los muros de la cárcel dan seguridad. Los del cuartel también. Allí el hombre conoce sus obligaciones y sus pocos derechos. Todo es muy claro. Es más, después de muchos años el preso disfruta de algunos privilegios que no tienen los recién llegados. Al militar le pasa lo mismo: la antigüedad significa autoridad, respeto, comodidades no accesibles a los novatos.
[…]
Pocas actividades hay tan aburridas como las de los militares. Aburridas y repetidas. Eso lleva a la acedia. No es que sean ocupaciones aburridas porque son repetidas. Son las dos cosas a la vez, pero basta con tener que cumplirlas en una sola ocasión para que el individuo se aburra. Todos los días se hace lo mismo, a las mismas horas. Eso a mí me provocaba un tedio mortal y me daba por hacer cualquier burrada para escapar del dogal que forman la repetición y el trabajo absurdo. Esa era mi defensa contra la acedia. Una especie de rebeldía vergonzante que no se animaba a decir: «Esto se acabó, me voy para mi casa». Estaba como Drogo, preso de la rutina y dominado por un espíritu no habituado a ejercer la libertad, a soportar la contradicción y a enfrentar las incertidumbres cotidianas de la sociedad civil.
En la categoría «cualquier burrada» incluyo tonterías de todo tipo y tamaño, indisciplina menor y mayor, una borrachera dentro del cuartel la noche previa a un examen de electrónica, hacerme sancionar por tirar una bengala para ganar una apuesta, decirle «idiota» en voz baja a un superior cada vez que nos cruzábamos, pelearme con una vaca en medio del campo, escaparme para ir a ver a mi madre, que estaba en el hospital.
No, esto último no fue una burrada ni una tontería. Fue una decisión firme de ir contra la orden de un capitán que no me dejó ir a ver a mi madre recién operada. No me escapé, me fui del cuartel por la puerta principal mientras el capitán miraba. Hacía quince minutos me había negado la autorización y no se animó a impedir que me fuera. Tampoco lo habría conseguido. Nunca me dijo nada sobre el asunto. Estoy seguro de que no lo contó a nadie porque si lo hacía lo iban a sancionar. Entonces faltaba poco para que me echaran. Yo ya no aguantaba más y no me importaba nada lo que dijera o hiciera aquel capitán o cualquiera. Mi madre estaba por encima de órdenes, disciplinas y sanciones. Suficiente. Ni una palabra más sobre este asunto.
[…]
En el cuartel repetición y aburrimiento vienen juntos y ocurren todo el tiempo. Nunca hay nada que no sea rutinario y monótono. El asunto es tan así que, cuando ocurre algo que parece novedoso, los oficiales se sorprenden y se comportan como niños, se alborotan, se ríen, se amuchan. O desconfían y se ponen belicosos. Lo nuevo, lo que sale de la rutina, ¿no será una trampa, una celada?
Los dos momentos en que el oficial se vuelve más peligroso es cuando desconfía y cuando no entiende. Si desconfía, se vuelve un energúmeno y ataca. Lo mismo cuando no entiende. Si no entiende, en vez de preguntar, de tratar de enterarse, como haría cualquier persona, el oficial se desorienta y se pone violento. Mucho cuidado con un oficial desconfiado o que no entiende. Los civiles deberían estar al tanto de esto. Porque si hay algo que el oficial no entiende es la sociedad civil. Y si hay una cosa de la que el oficial desconfía es de la sociedad civil.
[…]
Mientras yo leía a Buzzati en la cárcel, los tártaros vernáculos ocupaban todo el territorio nacional. En Uruguay tuvimos nuestra invasión en 1973. El territorio fue ocupado y la sociedad fue tomada de rehén. Los ocupantes nos asolaron durante doce años, se apropiaron del Estado, lo saquearon e intentaron crear un sistema de producción castrense basado en la disciplina y el terror.
Nuestros tártaros no fueron una tropa invasora, vinieron desde dentro. Contaron con valedores civiles que primero los incitaron durante años a ocupar y luego los apoyaron durante la ocupación: políticos de derecha, cámaras empresariales, latifundistas, periodistas, periódicos como El País. En algunos aspectos los tártaros siguen asolándonos desde dentro. Hay civiles que los alientan a volver y a que reinstalen el sistema de producción bajo terror. Si no existen los partidos políticos, ni los sindicatos, ni las organizaciones sociales, es posible volver al saqueo. Entonces los militares compartirán el botín con los civiles que los apoyan. De ahí tanto entusiasmo por el autoritarismo y el terror.
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