Piazzolla: los años del tiburón, Argentina/Francia/Japón/España/Holanda 2018. Dirección y libreto: Daniel Rosenfeld. Música: Astor Piazzolla. Documental. Estreno: 21.03.2019. Calificación: Muy buena.
Este notable documental de Daniel Rosenfeld estudia el costado mitológico de Astor Piazzolla, el músico argentino más influyente del siglo 20. Como se sabe, su obra se nutrió claramente del tango, pero también dio cabida a las sobrias influencias clásicas y los pulsos urgentes del jazz y el rock. En la obra piazzolliana esa mixtura tiene muchos y muy variados nombres (desde la operita María de Buenos Aires a títulos señeros como “Balada para un loco”, “Adiós Nonino”, “Lo que vendrá” o “Años de soledad”), y dio al autor una dimensión de gigante. Quizá por eso una vez un periodista le preguntó al maestro si ya se había hecho en Argentina algún documental sobre su vida y su obra, a lo que Astor secamente respondió: “Aún no”. En la actualidad Piazzolla: los años del tiburón no es el primer documental sobre el músico: poco tiempo atrás Tango en París abordó la etapa francesa del compositor. El presente documental enfoca otros lugares del periplo piazzolliano, en especial aquellos que tuvieron que ver directamente con la gestación de una obra que terminaría revolucionando a la música contemporánea. Asimismo, y en forma bienvenida, soslaya cosas que otros cineastas hubieran privilegiado, como podía ser el costado morboso de las enfermedades y los años finales.
Piazzolla: los años del tiburón es entonces un exhaustivo documental que descarga sobre el espectador un impresionante caleidoscopio de imágenes fijas y móviles del personaje titular, sus familiares y sus amigos. Imágenes y sonidos públicos y sobre todo privados, porque veinte años después de la muerte de Astor su hijo Daniel puso a disposición del cineasta Daniel Rosenfeld el archivo familiar entero, donde se hallaron innumerables conversaciones del músico, e incluso una discusión telefónica muy ríspida con un crítico musical que no había tenido reparos en oponerse a su estilo. Esa pelea específica pone en primer plano el costado polémico de Piazzolla, quien en su momento fue despreciado por los tangueros “de ley”, que afirmaban que su música no era tango (y en cierto sentido tenían razón, porque la obra de Piazzolla es tango y mucho más), pero tampoco era aceptado por los defensores de la música “culta”, que lo tenían como un miembro más -la ovejita negra, quizás- de la música popular.
Un gran acierto de Rosenfeld en su documental es evadirse de las etiquetas y trazar la imagen de Piazzolla como alguien que está más allá de cualquier ubicación genérica. Mediante esa fórmula termina humanizando al personaje, evitando endiosarlo, como haría cualquier documento televisivo al uso. Piazzolla los años del tiburón muestra a Astor en su mejor y peor humanidad, y sobre todo lo enfoca en acción, agarrando firmemente el bandoneón y sacando de él una catarata de sonidos que pueden pasar de la fiereza a lo sublime en escasos segundos. La sensación que entonces experimenta el espectador es muy fuerte, porque cada vez que la cámara registra una interpretación del músico, los sonidos que desde su labor emanan parecen decir que no hay ni un antes ni un después, que lo verdaderamente importante en Piazzolla era ese momento, el de la ejecución musical.
Quizás por eso el Piazzolla de Rosenfeld no es el de un lugar determinado (digamos, París) sino el de todos lados y ninguno, el que se expande de Buenos Aires y Mar del Plata a Nueva York, el que va del tango al sonido que conquistaron los mejores músicos de su época, en especial los que recalaron en el jazz. Esa amalgama terminaría por gestar un sonido único, que se puede apreciar tanto en los años del quinteto como en los del octeto electrónico. De esa manera, y casi sin proponérselo, Piazzolla: los años del tiburón es un documento único, porque funciona como un recorrido por la evolución de Piazzolla y con ello se transforma en testimonio sobre la construcción de una verdadera identidad musical.
Otra importante virtud del documental trasciende a la música, y es que Rosenfeld nos permite reconstruir la relación de Piazzolla con sus afectos más queridos e inmediatos: el amor por su padre, la relación con sus hijos y el contacto íntimo con Nueva York, ciudad a la que intentó conquistar durante gran parte de su existencia. En esa área, que tiene que ver más con lo afectivo y personal que con lo estrictamente musical, es donde el documental crece, porque nos permite descubrir facetas que permanecían escondidas o desconocidas de la vida de Piazzolla, desde la inestabilidad de su propia voz hasta los pros y contras del ser humano, en un eterno deambular entre la pasión y la ternura, entre odios y amores que ponen de manifiesto algo que vale la pena tener en cuenta: para Piazzolla-músico la técnica no era más importante que la pasión, de la misma manera que en Piazzolla-hombre la razón no siempre supo (o pudo) dominar a la exaltación. El documental viene a decir entonces que es en la fusión de ambas vertientes, en la mezcla de sonido y furia (tan visibles en su música) donde se gestaron las visibles hazañas y las íntimas derrotas del artista y el ser humano. Eso lo aprendió Piazzolla en los diez años de exilio musical que se auto impuso en los 50, por lo que volver a tocar el bandoneón se convirtió en la confirmación de un camino a seguir y un legado para regalar.
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