Más de medio millón de uruguayos se certificó en 2024 para no ir a trabajar. Y dos de las tres causas que más días nos hicieron faltar fueron la ansiedad y la depresión. Para nadie es sorpresa. De la salud mental se habla. Pero su omnipresencia funciona más de anestesia que alarma porque no estamos pudiendo. Un cóctel entre la sociedad de consumo y nuestra propia naturaleza y evolución humana generaron un estilo de vida que nos está enfermando.
Nuestra cabeza no funciona muy distinta a cuando debíamos cazar para comer y andábamos de sandalias todo el día. Una de las características intactas de nuestro cerebro prehistórico es el sistema de recompensas. Permite asociar ciertas situaciones o cosas al placer, y al darnos esa sensación tendemos a repetirlas. Ese mecanismo cerebral explica por qué algunas cosas nos resultan apetecibles, desde las necesidades más básicas (comer) a las más complejas (evitar la tristeza).
Supongamos que estamos aburridos o angustiados; eso provoca una incomodidad que nos lleva a caer en acciones inconscientes que calmen esas sensaciones. Hoy cualquier estímulo del celular representa una gratificación inmediata, una dosis de dopamina para calmar ese dolorcito emocional.
Siempre nos perdimos el 99% de las cosas que pasaban en el mundo ¡pero ahora podemos chusmear a placer! Puede ser un gol de Valverde, la foto en Buzios de mi compañero de trabajo con su novia, un influencer contando cómo lo afecta la ansiedad, la columna de radio que no pude escuchar en vivo, fotos familiares de quien vio tu perfil de Linkedin, material antiguo que alimente nuestra melancolía, y millones de estímulos más que dan una rica y rápida recompensa a nuestro cerebro, aunque no tengamos un interés genuino en conocer. La contrapartida es que la posibilidad de contar en la mano con un aparato que lo permita, genera ansiedad.
Otra característica humana es la autoestima y la necesidad de aprobación ajena. Siempre nos importó la imagen (física y moral) que los otros tienen sobre nosotros. Ahora ese reconocimiento es a la vista de todos, y cuantificable con likes y comentarios a nuestras publicaciones. Quien publica en una red social reacciona a cada like con una descarga de dopamina, un neurotransmisor relacionado con el placer o la motivación. Los corazoncitos generan sensaciones agradables en nuestro cerebro; eso explica una conducta adictiva.
Es decir que las redes sociales aprovecharon la seducción que nos causan las vidas ajenas y la posibilidad de mostrar la propia para mantenernos enganchados. Modificaron el proceso de validación social aprovechándose de nuestra vulnerabilidad para generar una dependencia excesiva a esos espacios digitales. Pero no es gratis. Somos un producto. O menos: somos el insumo. Lo pagamos con nuestro tiempo, el insumo que necesitan las plataformas para crear perfiles y dirigir mensajes específicos (publicidades) según nuestra personalidad.
La evolución del conocimiento sobre nosotros
Muchas de las mentes más brillantes nos sacaron la ficha como especie y nos “hackearon el cerebro”, como dice el tecnólogo Santiago Bilinkis, un estudioso, (y ahora influencer), sobre el impacto que tienen los aparatos digitales en nuestras vidas. No en vano, la Universidad de Stanford tiene un Laboratorio de Tecnología Persuasiva que dice explícitamente en su web que su meta es entender cómo se puede usar tecnología para modificar lo que las personas piensan y hacen.
Sean Parker, ex presidente y co fundador de Facebook, dijo en un evento en 2017: “explotamos una vulnerabilidad de la psicología humana. Lo entendíamos, conscientemente, y lo hicimos de todas maneras”. Más allá de lo frágiles que nos hacen sentir estas revelaciones, es positivo que existan. Parker no devolvió sus ganancias pero tampoco tenía necesidad de mear tanta culpa.
Pero tambiénme resulta autocomplaciente pensar que la tecnología es el enemigo que controla nuestros hábitos al servicio del mercado. Los celulares no constituyen (solo) un enemigo que nos manipula a cambio de dinero, sino que (además) son consecuencia de transformaciones en creencias, valores y modos de vida de la era moderna hacia la vida contemporánea.
Es una perspectiva que defiende la antropóloga argentina Paula Sibilia, para quien “las válvulas morales se fueron relajando.” Explica que en el siglo XIX y el XX las paredes funcionaban bien para limitar lo privado de lo público y hoy los límites son difusos. Pero antes no era solo la pared sino una serie de creencias y valores que protegían esa privacidad: la moral, el pudor, la discreción. En definitiva, se amplió el campo de lo que se puede decir y mostrar, fenómeno ya presente en los ´60 y ´70 surgido por rebeliones juveniles, la revolución sexual, las revoluciones feministas, y nuevas posibilidades de relación con los otros, con uno mismo y con el mundo, explica. Vedettizar nuestra vida era un deseo.
Emergencia mental
Más allá del costo que le implica al BPS certificar trabajadores, los tentáculos del problema obligan a un cambio cultural y el aparato del Estado es indispensable para gestarlo. Ya existen esfuerzos públicos y privados (Agesic, Plan Ceibal, instituciones educativas y de salud) pero no responden a una política pública.
Necesitamos una lucha como la que enfrentó al tabaco para promover entornos más saludables en relación con la tecnología. Educar formalmente en socialidad digital. No sé si venderemos celulares con octógonos de excesos, pero entraremos a Instagram, y antes de mostrarme su rutina del gimnasio musicalizada, mi contacto tendrá algo como esto para decirme:
Advertencia: Instagram es perjudicial para la salud mental
Los momentos que aquí se muestran son efímeros y escenificados y nada es tan perfecto como se muestra. Además, puede ser una máquina de frustración porque la información consumida está determinada por las circunstancias en que las recibimos. Navegar por esta red de vidas estilizadas genera necesidades todo el tiempo. Genera ansiedad.