Desde muchos años atrás Ben-Hur ha sido una novela popular de gran atractivo para el público masivo. Llevada a la pantalla por primera vez en 1907 por la productora Kalem sin pedir permiso a su autor, motivó un pleito famoso, y fue causa que se establecieran las bases para que las adaptaciones de novelas y obras teatrales hechas por el cine debieran pagar los correspondientes derechos de autor. En 1924 la recién nacida MGM compró esos derechos para producir la película más espectacular hasta la fecha. Dirigida por Fred Niblo, tuvo a Ramón Novarro, Francis X. Bushman y Carmen Myers como protagonistas. Incluía algunas secuencias en color, y se hicieron famosas la batalla naval y sobre todo la carrera de cuadrigas. Buena parte del film había sido rodado en Roma, y el resto en Hollywood. Fue una película muy taquillera, y de haber existido el Oscar en esos tiempos seguramente habría triunfado.
El Ben-Hur de 1959, también producido por MGM, resultó aún más costoso y colosal que el anterior. Las cifras y datos de producción son elocuentes: 10.000 extras y 78 caballos sólo para la secuencia de la carrera, un millón de accesorios, 10.000 disfraces y 300 sets construidos especialmente, los cuales costaron un millón de libras. También fue más exitoso que su homónimo de 1924: alcanzó los 147 millones de dólares en los primeros días, y por aquel entonces se convirtió en la tercera película más taquillera de la historia, detrás de El nacimiento de una nación y Lo que el viento se llevó. De esa forma salvó a MGM de la bancarrota. Estableció además un record que aún no ha sido superado, al ganar 11 Oscar, cifra sólo igualada por Titanic en 1997 y El señor de los anillos: el retorno del rey en 2003.
Al igual que el de 1924, este Ben-Hur también fue rodado parcialmente en Italia, pero a diferencia de esa versión anterior, tuvo pretensiones intelectuales, ya que en el libreto original aparecen escritores de la talla de Maxwell Anderson, Christopher Fry y Gore Vidal, aunque los tres luego se negaron a aparecer en los créditos. Entre los asistentes del realizador William Wyler (que al principio no quería dirigir el film) estuvo además el novelista y cineasta italiano Mario Soldati. El hecho de haber encargado a Wyler la realización del nuevo Ben-Hur se insertó dentro de esas pretensiones de seriedad, dado el aprecio que la crítica había mostrado siempre hacia el director de La loba, Lo mejor de nuestra vida, La heredera y Horizontes de grandeza. La influencia de Wyler es evidente en el film, ya que esta adaptación del folletín de Wallace contó con una idea rectora, cierta sobriedad y grandeza verbal en algunos diálogos, y una aspiración de a ratos cumplida de sobrepasar el entretenimiento y los límites del espectáculo de masas.
De todas maneras, Wyler no fue capaz de evadirse totalmente del simplismo psicológico de los personajes ni de ciertos pasajes impostados. Hay secuencias que parecen haber sido filmadas por un cineasta primitivo (la Natividad al comienzo, la crucifixión al final): son fragmentos estilo estampita y de religiosidad barata, mezclados a pasajes con atiborramiento de gente, telones y abuso de transparencias. Por eso este film de extensa duración (220 minutos) no es un verdadero hito en la historia del cine, ni tampoco un ejemplo de realización atenido a valores espirituales, ya que la amistad inicial y el odio final entre Mesala y Ben-Hur tienen que ver con pulsiones homosexuales incontenibles y no con causas más espirituales… aunque de eso nunca se enteró Charlton Heston, ya que hubiera rechazado el papel por un asunto de imagen. Dicho sea de paso, Heston fue sólo la séptima opción de MGM, ya que antes habían sido llamados Burt Lancaster, Paul Newman, Marlon Brando, Rock Hudson, Kirk Douglas e incluso Leslie Nielsen.
La película se las arregló de todas formas para conquistar al público por su grandiosidad y por acumulación, y si sobrevive es gracias a la mano de un realizador talentoso, que pierde su capacidad en lo intimista y lo psicológico, pero se luce en las escenas de multitudes: la entrada del gobernador romano en Jerusalén; el entrenamiento de los galeotes, donde hay un gran acierto en la contraposición de imagen y sonido; el combate naval, cuando se lo ve desde el interior de la galera; el desfile triunfal de Arrius, con una impresionante imagen de Jack Hawkins subiendo una inmensa escalinata; la recepción nocturna de los caballos del jeque Ibrahim, escena plena de ironía; y los veinte minutos de la secuencia del estadio, incluyendo los nueve sensacionales de la carrera de cuadrigas propiamente dicha, llena de realismo, violencia y furor. Esa escena pertenece a un notable director de segunda unidad, Yakima Canutt, con quien colaboró Andrew Marton, otro especialista. Conviene recordar esos nombres, ya que al fin y al cabo lo mejor del film no pertenece a Wyler, cuya mano se nota en cambio en la utilización de una doble profundidad de campo en la escena del sermón de la Montaña, con Jesús en primer plano de espaldas a la platea, la gente escuchando su oración en segundo plano, y Charlton Heston al fondo, diminuto, alejándose.
Por último conviene decir que el elenco se desempeña en forma desigual, algo insólito para un film de Wyler. Stephen Boyd es un excelente Mesala, Charlton Heston funciona muy bien en todo lo que tiene que ver con lo físico, aunque se revela dramáticamente endeble. Al lado de esos famosos rivales, Haya Harareet aportó cierto encanto femenino al insípido rol de Ester, Hugh Griffith se destacó como un socarrón jeque Ibrahim, y el resto se pierde entre barbas y pelucas, excepto Jack Hawkins, vívido y convincente en su cónsul Arrius aún hoy, a 60 años del rodaje de este clásico desparejo e inolvidable.
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