Al amanecer del 13 de julio de 1989 —ante el pelotón de fusilamiento— el general de división Arnaldo Ochoa pronunció sus últimas palabras: “Ustedes, muchachos, son como hijos míos. Tírenme al pecho, que van a matar a un hombre”.
Entre la sentencia y la ejecución solo mediaron seis días.
Cuando el general Ochoa admite los cargos, y se hace un harakiri digno del poeta Heberto Padilla, estaba visiblemente drogado, como lo muestra el documental “8A” de Orlando Jiménez Leal, que utilizó los originales del juicio para editar el largometraje, y en el que Ochoa, en los comentarios finales dice que cuando tuvo que declarar ante el Tribunal estaba drogado.
La mayor parte de su vida militar transcurre en misiones internacionalistas. Pero no fue hasta comandar el ejército cubano en África que adquiere real visibilidad. Los soviéticos lo conocían de haber hecho buena parte de su carrera en la academia Frunze, de la URSS.
Ese país había comenzado a plantearse cambios profundos bajo la conducción de Mijail Gorbachov. Cambios que también su ejército acataba. Ese acatamiento fue determinante para que el cambio de sistema pudiera hacerse en paz, y fue determinante para que el general de División comenzase a pensar que había vida más allá de la férrea estructura institucional de Cuba.
El 2 de abril de 1989, Mijail Gorbachov llega a la isla y es recibido por Fidel Castro, que ya había definido los cambios en la URSS, como “cosas muy tristes”, en relación a lo que sucedía en Alemania, Polonia y Hungría. Castro observó con inocultable malestar las conversaciones en ruso entre el general Ochoa y el mandatario soviético.
El 29 de mayo, casi un mes y medio después de la visita de Gorbachov, Raúl Castro convoca a su despacho a los generales Abelardo Colomé Ibarra y Ulises Rosales del Toro para sondear la posibilidad de nombrar a Ochoa como jefe del Ejército de Occidente. Era evidente que Ochoa se había transformado en una figura central y que no ocultaba su inclinación a que se produjese un cambio como reflejo de los acontecimientos en la URSS. Al día siguiente de esa reunión, el coronel Antonio de la Guardia es sustituido al mando de la Unidad de Moneda Convertible del Ministerio del Interior. El día 12, Raúl Castro cita en su despacho al general Ochoa, con motivo de analizar su nombramiento al frente del Ejército de Occidente, pero en lugar de hablar del nuevo cargo Raúl Castro lo hace detener, y al día siguiente hace lo mismo con los hermanos Antonio y Patricio de la Guardia, bajo la acusación de estar relacionados con una operación de corrupción y narcotráfico.
El general de brigada Arnaldo Ochoa podría imaginar que introducir cambios en la estructura de un partido y un país, tan determinados por las personalidades de Fidel y Raúl Castro, resultaría muy difícil, pero lo que él seguramente jamás sospechó fue que de esa reunión en el despacho de Raúl Castro saldría preso, y que nada más que un mes más tarde estaría muerto, como consecuencia de ser formalmente acusado de “Actos hostiles contra un Estado extranjero”, relacionados con narcotráfico. ¿Pero quién era ese Estado extranjero? Estados Unidos le había hecho llegar al gobierno de Cuba la información de que estaba siendo un lugar de tránsito seguro para el narcotráfico con destino a los Estados Unidos. Y no solo eso, sino que acompañó su —en principio— discreto anuncio, con profusa información que no dejaba lugar a dudas sobre el trabajo de inteligencia que se había hecho.
Menos podría imaginar Ochoa que sería fusilado cuando los cargos que se le imputaron, según el artículo 190, incisos 1, 3 y 4 del Código Penal cubano vigente, no preveía la pena de muerte. La pena máxima era de 15 años de cárcel.
Durante el juicio, el fiscal llamó al jefe de la contrainteligencia y le preguntó si sabía lo que estaba pasando en el Ministerio del Interior, y el fiscal contestó que Castro estaba al tanto de todo. ¿Cómo lo sabía? ¿Quién tenía en Cuba el poder suficiente para armar una organización dedicada al narcotráfico con presencia en varios países? Eso hubiese sido completamente imposible. Otros detalles se pueden encontrar en el libro de Jorge Masetti, “El furor y el delirio” en el que el autor relata pormenores de su actividad como agente de la seguridad de Cuba, su contacto con los cárteles de la droga y los negocios que compartían. Los hermanos Castro lo sabían, y no solo ellos.
No habían pasado 6 meses cuando el general Manuel Noriega, de Panamá, se enfrentó a una invasión por parte de Estados Unidos, y acabó en una prisión hasta su muerte. Esa invasión estaba destinada a Cuba, antes de que Castro le entregara a los Estados Unidos la cabeza de Ochoa
¿Qué pretendía el gobierno cubano interviniendo en el narcotráfico? ¿Sustituir los cinco mil millones de dólares anuales que recibía de la URSS, y que Gorbachov anunció a Castro que sustituiría por un acuerdo de asistencia para el desarrollo? Para cuando Gorbachov se lo planteó a Castro, el narcotráfico estaba implantado en Cuba, y si los Estados Unidos conocían todos los detalles mucho más los debían conocer los soviéticos, que actuaban dentro de la isla.
Seguramente Fidel Castro simuló apuntar a la bola que más complacía a los Estados Unidos, pero acabó acertando a la que más le convenía a él. Con la caída del general Ochoa Fidel Castro hacía una buena carambola, complaciendo a los Estados Unidos y complaciendo a su hermano, que de haber cambios en la isla sería el primero en caer.
La historia parece repetirse. El chavismo apeló a la ingenuidad de la izquierda latinoamericana para sobrevivir, pero tras fundir al país con más reservas de petróleo del mundo, y recursos minerales incalculables, apenas dejará, después de su derrota, el sabor amargo de otra ilusión perdida. No habrá golpeado en la bola del socialismo Siglo XXI sino en la que cada día golpea en la vida de nuestros hijos.







