Ciclismo sin goles

Por Hoenir Sarthou

Todos los temas, los aranceles de EEUU, la guerra de Ucrania y la de Gaza, los gobiernos de Venezuela, Cuba, España,  Argentina, El Salvador, las políticas de género, las migraciones, y hasta las catástrofes y apagones de Europa, entre muchos otros, son abordados públicamente como cuestiones entre “izquierda” y “derecha”.

No importa cuán desajustado sea el esquema “izquierda-derecha” para dar cuenta de la realidad y explicar lo que pasa. ¿Los aranceles proteccionistas de Trump son “de derecha”? ¿El autoritarismo y la corrupción venezolanos son de izquierda? ¿Rusia es de derecha y Ucrania de izquierda, o es a la inversa? Y volviendo a casa, ¿UPM2, Katoen Natie, los contratos de Pfizer,  el proyecto Neptuno y los de hidrógeno verde, son de izquierda o de derecha?

Es como estar en una carrera de bicicletas y oír al público discutir sobre si la jugada fue gol o había posición adelantada. Lo malo es que, si uno los interrumpe para decirles que es ciclismo y no fútbol, lo más probable es que los dos bandos lo tomen a uno como del cuadro contrario y le hinchen un ojo. En política está pasando eso mismo.

El núcleo del problema es que lo verdaderamente en juego en el mundo es una confrontación entre intereses financieros y corporativos de alcance global e intereses de alcance local o nacional. Es el caso, por ejemplo, de Bolsonaro, financiado en buena medida por la oligarquía terrateniente brasileña. Y seguramente también lo es el caso de Trump.

¿Qué es en realidad lo que hay detrás de la controvertida gestión y de los dos gobiernos de Donald Trump?

Ensayo una hipótesis. Con los Clinton, los Bush, los Obama y los Biden (observen que la condición de demócratas o republicanos no es esencial) las políticas públicas de los EEUU eran funcionales a un proyecto económico y político de alcance global. Un proyecto que tiende a la creación de una gobernanza mundial, a la reducción del peso económico y político de Europa y de los EEUU, a la transferencia de enormes sumas de dinero público a las corporaciones, a través de guerras y compras de armas, contratos con el Estado, refinanciación del sistema financiero, políticas arancelarias y tributarias que favorecen la deslocalización de empresas, la importación de productos y la ruina de las producciones nacionales, con el consiguiente desempleo. Eso, claro está, acompañado por toda clase de estímulos y presiones a los países menos desarrollados para que cedan a las mismas corporaciones deslocalizadas los recursos naturales valiosos y escasos de sus territorios. Todo ello adherezado con políticas identitarias de sexo, género y raza, que distraigan del fenómeno económico en curso.

La gran beneficiaria de ese proyecto ha sido China, que ha ido comiéndose todos los mercados y en la que, nada casualmente, los grandes capitales globales de origen occidental vienen invirtiendo e instalándose desde hace cincuenta años.

¿Qué significa Trump en ese contexto?

No es difícil interpretarlo como la reacción de los capitales e intereses estadounidenses (la aun poderosa burguesía nacional de los EEUU, de la que el propio Trump forma parte) y de los sectores tradicionalmente asalariados y ahora desocupados de los EEUU (de ahí provienen gran parte de sus votos), ante un proyecto que los hunde en la nada.

Basta ver los primeros meses de esta gestión de Trump para fortalecer esa hipótesis: la mirada concentrada en los EEUU; políticas tributarias y arancelarias que tienden, y parecen estar logrando, la relocalización de miles de empresas en EEUU; el enfrentamiento comercial con China; la ruptura con Europa, que queda en manos de intereses y políticos globalistas; la postura recelosa ante guerras como la de Ucrania, que cuestan miles de millones de dólares a los estadounidenses en beneficio de las corporaciones y del ajedrez globalista.

¿Estoy diciendo que Trump es “bueno y progresista” y que los globalistas son “malos y reaccionarios”? No. Para nada. Ni eso ni lo contrario. Estoy diciendo que no se trata de un peloteo entre izquierda y derecha. Que se trata de otro juego, con otras reglas y otros objetivos. Un juego de intereses, no de camisetas.

La obsesión de Trump y de su entorno por “hacer a América (a los EEUU) grande de nuevo”, lleva a que les importe un pomo lo que pase en el resto de América, en Europa, en Africa, en Asia (salvo en China) o donde sea. Y eso, en los tiempos que corren, es una buena noticia.

Venimos de una época en que el enorme poder económico estatal de los EEUU estaba dedicado a financiar las jugadas geopolíticas y la agenda de los grandes capitales globales. Y eso es lo que en parte se ha visto interrumpido o reducido con la administración Trump.

Lo digo con bastante relativismo. Porque el poder del Presidente y del gobierno en los EEUU dista muchísimo de ser absoluto. Y, aunque se haya desmontado a la USAID (la agencia estatal para la financiación de la agenda ideológica global), la Reserva Federal y el Departamento del Tesoro siguen en manos confiables para el sistema financiero, y el complejo militar-industrial, la industria farmacéutica y lo que se suele llamar el “Estado profundo”, con su lobbismo corrupto, siguen existiendo y pesando.

No obstante, el gobierno de Trump ha inquietado, tal vez no tanto a la verdadera cúpula del poder financiero, acostumbrada a subsistir y a influir gobierne quien gobierne, pero sí a una serie de figuras e intereses globales que parecen haberse refugiado en Europa, y desde allí intentan hacerles financiar a los europeos aventuras y planes, como la guerra de Ucrania, que antes se pagaban con impuestos de los estadounidenses. En nuestra casa, el tema del hidrógeno verde, financiado en casi toda América con capitales europeos, quizá sea otro buen ejemplo.

Este estado de cosas explica que, repentinamente, gente como el español Pedro Sánchez recuerde que es socialista y crítico de los EEUU, o que la mexicana y muy políticamente correcta  Claudia Sheinbaum estalle en retórica contra “el imperialismo yanqui”.

Quizá hagan bien. Porque el gobierno de los EEUU dura cuatro años, en tanto que el capital financiero es para siempre y planea a largo plazo. No está mal gruñir y mostrar los dientes al “imperialismo yanqui”, si uno tiene o busca el apoyo del verdadero amo.

Así es la cosa. Los partidos “de izquierda” de todo el mundo se esfuerzan en identificar a Trump con Hitler y en culparlo de todo, mientras fingen demencia o ceguera ante quienes verdaderamente se les llevan la tierra, el agua, los minerales y todo lo valioso que hay bajo sus pies.

Por su parte, las “derechas” mundiales padecen un desconcierto conmovedor. No saben si apoyar a Trump, a Bolsonaro y a Erdogan, cuyos discursos ideológicos les simpatizan, porque temen enemistarse con quienes realmente administran el bacalao económico en el mundo, los que financian campañas electorales y controlan a la prensa, esos que les exigen renunciar a todo nacionalismo. Quizá Milei, con su discurso de “guerra cultural” y su política económica entreguista, sea la síntesis “de derecha” más segura, si no termina linchado por los argentinos.

En resumen, el conflicto del eje “soberanismo-globalismo” está reemplazando en los hechos al del eje “izquierda-derecha”, aunque todavía poca gente está dispuesta a asumirlo, al menos declaradamente.  Seguramente por miedo a apostar al perdedor.

Agregar un comentario

Deja una respuesta