¿Cómo se ve la Muerte? por Nicolás Martínez

Desde los osarios medievales hasta las pantallas del cine contemporáneo, la muerte ha sido una presencia constante en el arte. Sin embargo, más allá del horror o la tristeza que pueda provocar, ¿no es también una forma de mirar? Representar la muerte no es sólo evocar un final, sino habitar un borde, un umbral donde el tiempo se detiene. ¿Qué revela esa insistencia en mostrarla, en rodearla de símbolos, en darle belleza? ¿Buscamos entenderla, conjurar el miedo, o acaso —en lo más secreto— desearla? La manera en que la representamos habla de nosotros: del modo en que habitamos el tiempo, en que tememos el fin, o lo acariciamos en silencio. ¿No hay en cada imagen fúnebre un eco de nuestra propia desaparición? ¿Y no es, quizás, en ese eco, donde el arte toca lo más humano?

El arte medieval hablaba con símbolos directos y profundos. Entre ellos, el memento mori

“recuerda que morirás”— funcionaba como una suerte de advertencia, pero también como una enseñanza. Es decir, era mucho más que una frase, se trataba de un lenguaje visual que incluía cráneos, relojes de arena, flores marchitas. Objetos que no buscaban provocar miedo, sino conciencia. ¿Qué nos decían? Que todo es transitorio, que el cuerpo decae, que el tiempo no se detiene. Pero también que, tal vez, el alma continúe… o no. Lejos de negar la muerte, el arte la incorporaba al diario cotidiano. Se la miraba con familiaridad, sin velos ni eufemismos. ¿Podría ser eso una forma de domesticar el fin? El memento mori no era una amenaza, sino un recordatorio: vivir sabiendo que todo acaba no es desesperación, sino lucidez. Era, en el fondo, una pedagogía del límite. Un modo de estar más presentes mientras dure la existencia.

Con el Renacimiento, la muerte cambió de rostro. Ya no fue sólo una advertencia o un recordatorio, sino que comenzó a vestirse de tragedia, pero también de belleza. ¿Qué significa que la finitud se haya vuelto estética? ¿Qué buscamos al embellecer aquello que nos destruye? La pintura barroca llevó este gesto al extremo. Caravaggio, en “La muerte de la Virgen” (1606), presentó un cuerpo sin vida sin adornos ni idealización, envuelto en sombras dramáticas. Su tenebrismo no sólo intensifica la escena, sino que convierte la muerte en una verdad tangible, casi íntima. Rubens, en “El descendimiento de la cruz” (1612), transformó el cadáver de Cristo en una imagen de fuerza contenida, de solemnidad física. Es una muerte glorificada, exaltada por la carne misma. Y en la “Naturaleza muerta con cráneo” (1628) de Pieter Claesz, como en su obra homónima, frutas podridas, relojes detenidos y velas apagadas nos enfrentan a la belleza del deterioro, al instante preciso en que la vida comienza a desaparecer. ¿No hay, en esta insistencia, una especie de fascinación? ¿Una atracción hacia el límite, hacia la disolución? Aquí, la muerte ya no es sólo representada: es interrogada. Se vuelve misterio estético. Hay un intento de seducir, de inquietar, de obligarnos a contemplar lo que no podemos entender del todo. ¿No será que al embellecerla, intentamos domesticarla? ¿O es que, en el fondo, hay en nosotros un deseo oscuro de reconciliación con lo inevitable? ¿No hay, en esa insistencia, una especie de fascinación? ¿Una atracción hacia el límite?

En la literatura, la muerte ha sido todo, desde compañera silenciosa, antagonista implacable, hasta musa que inspira y desgarra. Desde las elegías de los poetas clásicos —donde morir era tránsito y canto— hasta las ficciones existencialistas del siglo XX, la muerte se volvió verbo, metáfora y relato. ¿Qué revela esa transformación sobre nuestra forma de habitar el lenguaje y el tiempo? En “Hamlet” (1623), Shakespeare dramatiza la muerte como una tragedia inevitable, pero también como una pregunta sin respuesta. “Ser o no ser” además una duda filosófica, es también el vértigo de estar vivo sabiendo que todo se acaba. En Kafka, por el contrario, la muerte pierde solemnidad. En relatos como “El proceso” (1925), la muerte es burocrática, absurda, ejecutada sin explicación ni justicia. ¿Qué sucede cuando el fin ya no tiene rostro ni sentido? ¿Cómo narrar una desaparición sin redención? La narrativa contemporánea, marcada por los traumas del siglo XX —guerras, genocidios, pandemias— abandona la idea de la muerte como destino glorioso y se la muestra como disolución, como una interrupción opaca. Ya no hay héroes, apenas cuerpos desaparecidos, nombres borrados, duelos sin ritual. Charlotte Delbo, en “Auschwitz y después” (1985), escribe desde el límite mismo del horror, donde el lenguaje tambalea. Joan Didion, en “El año del pensamiento mágico” (2005), explora la pérdida como un naufragio íntimo, es decir, no una muerte abstracta, sino una presencia ausente que lo desarma todo. Pero quizá sea justamente ahí, en esa grieta, donde el arte encuentra su otra función, el sostener lo insoportable y dar forma al vacío. Narrar no para explicar, sino para no olvidar. Para que el fin no sea también silencio.

En el cine y la fotografía, la muerte aparece hoy filtrada por la estética de lo íntimo. Las imágenes de cuerpos enfermos, la vejez como declive, la cámara que no aparta la mirada ante el último aliento: son formas de redibujar el tabú. En lugar de ocultar la muerte, el arte contemporáneo muchas veces la expone, no para glorificarla, sino para reclamarle al tiempo una pausa, un testimonio. Y sin embargo, vivimos en una cultura que niega la muerte. La estetiza, sí, pero también la disfraza. El cuerpo que muere es retocado, embalsamado, borrado del discurso cotidiano. Frente a ello, el arte sigue siendo una de las pocas formas que nos permite mirar sin desviar la mirada.  Preguntarse por la estética de la muerte es, en última instancia, preguntarse por nuestra relación con el tiempo, con la fragilidad, con lo que no podemos poseer. El arte no resuelve el misterio, pero lo vuelve visible. Y eso, en una época que tiende a negar todo lo que no puede controlar, ya es una forma de resistencia. ¿Puede el arte enseñarnos a morir? Tal vez no. Pero puede, al menos, recordarnos cómo vivir sabiendo que todo se acaba..

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